miércoles, abril 24 2024

por Alejandra Gómez Macchia

La tradición se la disputan dos pueblos: Tehuacán (Puebla) y Huajuapan de León (Oaxaca).

Vaya usted a saber en dónde surgió en realidad, aunque… si la ruta del chivo es tal cual como la cuentan los viejos, la manada necesariamente pasa primero por Huajuapan; entonces es ahí donde les dan cayetano a estos singulares animalitos.

Mucho se ha escrito sobre el huaxmole de caderas y casi todas esas narraciones son pomposas y empiezan con el clásico: “corría el tiempo aciago de…”, como todos los tiempos aciagos que se han vivido en este país desde que es NUESTRO país, etcétera.

Lo que intento decir es que, le pese a quien le pese, esta tradición de traer a miles de chivos caminando desde la Sierra –dándoles de beber sólo juguito de biznaga y de comer sólo especias aromáticas– no morirá mientras vivamos los glotones, los hedonistas, los usureros dueños de los terrenos de matanza, y los curiosos que vienen a lamerse los bigotes y a probar un platillo hecho a base de una docena de chiles, un chingo de cilantro y cacamas (los huaxes), hojas de aguacate, cebolla y huesos prietos y almizclados. Esa es la verdad.

La matanza, que antes era un espectáculo abierto al público conocedor y a los morbosos en general, seguirá dándose de la misma manera, aunque ya no tan draconiana.

Acá no hay remordimientos ni moditas de protección animal ni mucho menos tolerancia a los veganos y a los seres de luz que son muy conscientes de que nos estamos acabando el mundo. No. Cada temporada de muertos, miles de chivos seguirán pereciendo bajo la daga veloz de los matanceros de Chilac, quienes, con maestría y precisión quirúrgica, desangran y desuellan al ejemplar enjuto sacándole con cuidado las vísceras y el así llamado chito; secando las pieles que, a la postre, y según la manda popoloca, deberá ser el pago justo por sus servicios.

Yo he visto durante toda mi vida esos terrenos que son adaptados a manera de campamento gitano. Es muy impresionante y de una u otra manera artístico mirar cómo los matanceros acomodan el chito y las pieles en tendederos gigantes. Ahí están, muy bien dispuestas, las pieles y las tripas de esos chivitos que nos comeremos con hambre histórica cada noviembre.

Ahí, en tendederos escabrosos parecidos a los del Príncipe Vlad de Transilvania, se condensa la leyenda bárbara de este pueblo. Y a quien no le guste, que se vaya a Mc Donald’s por un Mctrío de carne y excremento de ratas o bien a comprar onerosos Açai Bowls, que son muy sanos y están hechos de plátanos que no sufren, en absoluto, ser arrancados con lujo de violencia de su palma… o quién sabe; en una de esas acabamos descubriendo mediante una aplicación de Smartphone, que los plátanos y las frutas y los vegetales también son seres vivos con alma (guau) que lloran y sienten y tienen derecho a no ser aniquilados por la mano del hombre. Pero mientras eso no suceda, y en tanto los veganos tengan derecho a existir con toda su cursilería, intransigencia  y ortodoxia, “lo bueno” será comer vegetales y granos, y “lo malo” será saciar nuestro apetito despiadado con  animales, y “lo malísimo” seguirá siendo comer cada temporada chivitos bebés torturados, como nuestros deliciosos chivos de matanza.

Así las cosas, pienso.

Antes de echar a hervir al chivo en un caldo que cuando se enfría es un cubo de cebo que tapa todas las arterias, la mano ejecutora del mole tiene que golpear los huesos y restregarlos con una fibra de esas que usan las abuelas para lavar salas: se friegan durante varios minutos con la finalidad de extraer el tufo a almizcle y también para quitarle una porción increíble de grasa. Y ustedes se preguntarán, ¿cómo un chivito que viene caminando durante un año por las sendas más áridas del sur puede retener esa grasa? Pues no me pregunten, porque yo tampoco sé. Supongo que esa grasa es la reserva de energía que el propio cuerpo genera para que sobrevivan los chivos. ¡Por eso son tan sabrosos los condenados! La naturaleza es sabia, verdad de Dios, pienso. Y esa naturaleza, tan terrible, nos sigue permitiendo año tras año degustar el mole de caderas, a pesar de que algunos vivales acaparadores hayan encarecido el acceso a este manjar ancestral. Sin embargo, es también parte de la tradición y de la vida misma que un empresario codicioso y adinerado monopolice el negocio a su antojo. Por eso es un lujo comer un plato de huaxmole en Puebla. No así en Tehuacán o en Huajuapan, donde las familias viejas conservan la receta y se dan sus mañanas para conseguir el así llamado, “juego de caderas, espinazo y zancarrón”, sin tener que pasar por las fauces de la familia del tal don Íñigo, que cada temporada se llena las bolsas de billetes. Esa es la verdad.

¿Les horroriza la verdad verdadera del Huaxmole?

De ser así, eviten comerlo y comerlo mal, y gástense esos seiscientos pesos que vale el plato en una cubeta de pollo Kentuchy con sus respectivas guarniciones.

Comer mal un huaxmole significa acompañarlo con bebidas frías, es decir, que llegue uno a un restaurante poblano y pida, por costumbre, su cuba o su whisky o su gin o su vodka con hielos. Ahí sí que tendrá problemas el comensal, ya que al meterle bebidas frías, el cebo del mole se cuaja en la sangre, como es natural. Y si acompañan el mole con cerveza más vale que sea poca y que mejor la usen de chéiser para pasarse el destilado de su preferencia, es decir, la mejor manera de comer caderas es con un buen mezcal o un tequila o hasta un pulque. ¡Hasta no verte, Jesús mío!

Si usted se va a poner “fino” y pide whisky o gin, aparte de cometer una aberración, corre el riesgo de morir como el padre de Antonio Salieri, es decir, morir tragando. Aunque pensándolo bien, entregar el equipo degustando un huaxmole sería una de las mejores muertes. Una muerte poética. Una muerte justa, creo yo, y también lo creen los chivos.

¿Y qué debemos pedir antes del mole?

Una botana de ubre o de criadilla. Esa es la manera original, es el ritual; ya que pedir al centro un espinazo al mojo de ajo o a la mostaza es una variación en torno al tema que se instauró en Puebla. Son muy sabrosos esos espinazos al mojo, cierto, pero creo, estoy segura, que comer espinazo antes del otro espinazo es un exceso total. Barroquismo innecesario.  

Imagine usted la mezcolanza dentro de su estómago: un cubo de cebo rojo y una masa informe de aceite de oliva, ajo y mostaza. Eso, a mi parecer, es ser ya muy marrano. Es obsceno. Sin embargo, cada quien es libre de comer como quiera. Yo sólo cuento mi experiencia. Una experiencia de años heredada por mi familia de Tehuacán, en la cual nunca ha habido bajas a consecuencia del comer Huaxmole, sólo algunos pleitos placeros donde han volado sillas y botellas, pero no a causa del chivo, más bien a causa de que mi familia es muy borracha, y ahí sí, pues no hay nada más que hacer más que retirar a sus briagos a tiempo.

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