miércoles, abril 24 2024

por Alejandra Gómez Macchia

El mar es lo inmenso, lo que viene y se aleja. Lo que siempre está.

La palabra mar se aplica a los dos sexos: es el mar y es la mar, pero ambos conceptos sólo los comprende a plenitud la gente que va hacia su encuentro, con o sin miedo.

El almirante Eliseo Álvarez Arenas, miembro de la Real Academia de la Lengua Española, leyó como discurso de ingreso su famoso Canto al Mar; en este texto afirma que el mar es lo que es, y la mar es eso en lo que se está.

Bernadette, antes que ser una mujer de mar, es una artista, quizás lo que se conoce como una dama renacentista, es decir, su vida se ceba en varios aliños: pinta, hace joyería, es una madre dedicada, baila, y, sobre todo, domina el duro oficio de la paciencia y la prudencia; de otra manera es inconcebible que en plena flor de la vida (cuando las mujeres que se asumen como “modernas” y de avanzada apuestan por la seguridad terrenal) haya decidido emprender un viaje a la mar apoyando y secundando un sueño ajeno.

Alejandro Irigoyen, su marido, hace un buen tiempo le anunció que para cuando cumpliera cuarenta y cinco años (edad en la que el varón supuestamente debe estar cerrando la pinza de lo que los roles establecidos marcan (patrimonio, seguridad, estabilidad y casi casi previa jubilación con golf, auto de alta gama y vinos supertoscanos), daría la vuelta al mundo trepado en un velero. Con ella, claro. Y con los hijos que tendrían en el futuro que finalmente, en el 2020, los alcanzó.

El temperamento de Berna ayudaría a que ese plan se materializara: digamos que ella es un raro ejemplar de compañera que no se complica la existencia. Da, comparte, organiza, resuelve y juega.

Erróneamente, cuando decimos juego, se suele hacer una imagen mental asociada a la irresponsabilidad y a la pura diversión. Por desgracia el ser humano deja de jugar en el momento que se le dice “debes madurar”, cuando el juego es una de las pocas bondades que le otorgan al ser libertad, placer, habilidad y sabiduría.

Jugar es de las poquísimas cosas que se satisfacen a sí mismas. El juego, lejos de hacernos retroceder, nos enseña y requiere una gran dosis de concentración. El juego es un lenguaje completo: por algo la música, en inglés, se juega (play) no se toca. Tocar es demasiado limitado, se reduce a la destreza de un sentido. Jugar es más excitante si se hace entre varios, y un buen juego deviene valor, empatía, solidaridad.

Se llama ALDIVI.

Lo que Alejandro le presentó como “el futuro inminente e inmediato” era a primera vista una gran lata blanca. Nada más alejado de los yates glamorosos estacionados en las marinas de la gente que ve al mar sólo como un buen spot para tomarse la foto y regresar a farolear.

ALDIVI no se llamó así siempre. Su dueño original era un alemán que mal comía, mal bebía y llevaba en la frente el pecado de cualquiera que se diga capitán: le tenía miedo al mar.

Alejandro y Berna  bautizaron su nave como ALDIVI porque son las iniciales de los nombres de sus tres hijos: Alexa, Diego y Vital…

Berna hizo lo que poquísimas mujeres logran en esta época tan narcisista y radical: vendió una casa linda que apenas tuvieron tiempo para estrenar, metió en cajas su vida entera, reunió a su tribu y se trepó al velero rumbo a una travesía que, de entrada, duraría aproximadamente dos años, pero que gracias a un virus venido de oriente se convirtieron en tres.

Lo que los simples mortales imaginamos cuando se dice “cruzar el océano” es algo similar a las escenas que vemos en las películas, sin embargo, hacerse a la mar es algo impredecible; una metáfora de la propia existencia: algunas veces reina la tranquilidad, de repente el caos.

En Moby Dick, Hermann Melville cuenta cómo en la vida dentro del Pequod siempre hay una tremenda vaciedad de sucesos: no hay noticias, no se lee el periódico (en este tiempo, no hay red de wifi), no tienen disgustos domésticos ni bancarrotas monetarias… pero el Pequod, recordemos, era un barco ballenero comandado por el loco capitán Ahab, quien no iba en busca de aventuras, sino de su enemiga: la ballena blanca de Groenlandia  que le arrancó la pierna.

No es lo mismo un barco lleno de barbajanes, pescadores y parias, que un velero transportando una familia.

No es lo mismo emprender una búsqueda por revancha que por pasión.

Los dulces misterios que esconde en su interior ese mar tenían que esperar la hora del asombro de los tripulantes, pues el barco se convirtió en su casa, y Bernardette era la encargada de convertirlo en un hogar.

Cinco personas con necesidades particulares, no simulando unas vacaciones, sino adaptándose a un entorno en el que el agua y el silencio apabullante de esa masa informe que sólo tiene fin en el horizonte, fungía como  muros cambiantes.

Era una aventura y no, pues los niños seguían creciendo y debían forzosamente avanzar en espacios reducidos, y sin saberlo, en un confinamiento voluntario, mientras lejos, en la tierra, los demás se vieron obligados a encerrarse de la misma forma, aprendiendo a abrazar los miedos y el hastío. La gran diferencia radicaba en que los Irigoyen habían decidido hacer el experimento de sortear un sistema adverso, puede ser que hasta incómodo, un retiro singular, lleno de ilusión, onírico; con las apariciones casi fantasmagóricas de los habitantes del agua y el domo estelar más vertiginoso. La mar, al final de cuentas, es el cielo al revés, y viceversa.

Ir del punto A al punto B confirmó en Bernardette algo: la tierra es algo que, literalmente, se huele a kilómetros. Así fue cómo tuvo la certeza de que estaba próximos a lograr el primer cometido. La costa francesa se presentaba como un presentimiento… eso que se llama víspera.

El ALDIVI, que tuvo un simulacro de salida para familiares y amigos que lo fueron a ver zarpar en Puerto Vallarta, llegó al primer destino, y a partir de ahí, la entropía de un mundo infectado y obligado a no abrir sus puertas. Berna entonces recordó cómo ese proyecto que parecía una obsesión casi pueril, estuvo lleno de puros “sí” desde el inicio.

La vida tal cual la conocíamos había cambiado para todos, sin embargo, esta familia de mexicanos se adelantó a la catástrofe; ellos ya habían renunciado a la normalidad y a la forma voraz en la que el dinero domina la vida.

El viaje y su animación fue algo así como bajarle las revoluciones a un disco de vinil

Tres años de rolar, de pergeñar la mejor estrategia para que los niños vieran otros niños en cada lugar en los que las autoridades sanitarias les permitían bajar para hacer lo básico: comprar comida, lavar ropa, correr en la arena, conversar. Convivir con los de su especie; no sólo peces y ballenas y aves acuáticas y kilómetros cúbicos de agua salada.

¿Cómo no enloquecer de pronto?

¿Qué método lúdico inventa una mujer para que el exceso de agua no acabe pudriendo una relación?

Echar mano de lo que está a la mano.

De pronto, la facilidad y la proximidad de los objetos básicos se nos olvidan porque el ojo desenfoca lo que tiene en frente. Sucede en el amor: uno no ve lo que tiene hasta que ya va de salida. Es como los espejos retrovisores, en donde claramente unas letras pequeñas nos advierten que los otros carros están más cerca de lo que aparentan.

La visión de Berna ha sido, entonces, la visión de la mar, reafirmando lo que el almirante Álvarez Arenas aseguró: que la mar es eso en lo que se está.

Algo similar a lo que se nos ha repetido hasta al cansancio y se ha vuelto un lugar común…

En pocas palabras, la sabiduría de Berna radica en vivir en el aquí y el hora.

 

 

 

 

 

 

 

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