jueves, abril 25 2024

Me gusta hurgar en las vidas de “los hombres que no aman a las mujeres”. Así han sido catalogados por miles o millones de personas que sólo ven la superficie, ya que ir al fondo supone el riesgo de encontrarse a uno mismo; nuestro lado más sórdido.

Los hombres que no aman a las mujeres no las aman porque: las ningunean, las acosan, las humillan, las violan y en el peor caso las matan.

¿En verdad no las aman? Yo creo lo contrario. Las aman tano ¡y tan tan mal! que por eso las chingan…

Siempre he tenido una definición propia de chingar: chingar es amar sin saber cómo. Por eso el hombre que chinga va del beso al madrazo, por eso arranca las bragas con furia, por eso penetra sin venirse, de dejarse ir. Por eso emborracha o droga a su presa. El hombre que no ama a las mujeres es básicamente un miedoso crónico. Le teme a la mujer y a su belleza. Teme necesitarla.

Veo la entrega de los premios César en Francia. Roman Polanski no asiste, aunque sabe bien que lo más posible es que se lleve la estatuilla por su última película.

¡Es un peliculón! a decir de los críticos.

Dos mujeres presentan la terna. La que debe decir el nombre de Roman lo hace nerviosa, dubitativa. Termina la presentación. Polanski gana. El público aplaude, pero no a los decibeles que alcanzan los demás aplausos de los otros ganadores. Una actriz llamada Adele, se levanta de las butacas. Enfundada en un bello vestido de lentejuelas de alta costura, va pidiendo permiso a los demás para llegar al pasillo. Adele manotea y balbucea en francés. Traducido al español, Adele va mentando madres ejecutando movimientoss con los brazos como cuando uno, en efecto, arremete contra algo que no le gustó ver u oír. Las cámaras la siguen. Los demás invitados se le quedan viendo. Unos bajan la mirada, otras, las mujeres, la miran con aceptación. Adele sale del recinto, se pierde en el fondo de la escalinata del teatro.

Minutos antes, fuera del teatro, había una manifestación de personas inconformándose porque Polanski fuera a ser galardonado. Más bien inconformándose porque Polanski siga libre, sea exitoso y querido por muchos. Porque Polanski siga vivo…  

“Esta noche se premiará la pedofilia”, se lee en una de las pancartas.

Lo mismo pasó días antes en las calles de París previo a la cuarentena por el Coronavirus. Una buena cantidad de mujeres de todas las nacionalidades salieron con cartulinas para inconformarse con los organizadores de los premios César. Mujeres bastante jóvenes, otras no tanto.

Un reportero las entrevista y todas contestan lo mismo: es una infamia que se premie a un violador, a un pedófilo, a un trásfuga de la justicia.

Sería interesante saber cuántas de esas mujeres han visto, ya no toda la obra de Polanski; una sola de sus películas. Puedo afirmar que no, que por supuesto no se dan la oportunidad de ver qué hay detrás del monstruoso violador. Ellas son las mujeres que no aman a Polanski. Y en una de esas, las mujeres que no aman a los hombres. Sus razones tendrán y es muy respetable. Pero también son mujeres que no aman el arte. Que cierran sus mentes y van como borregos obedeciendo el llamado de una líder tiránica, como la figura que desprecian.

Conozco a muchas mujeres así: que haciendo activismo de tuiter no dejan lugar a la duda; que teniendo el teléfono en la mano (como daga o fusil) son incapaces de darse una vuelta por periódicos serios que cuentan historias como la que ayer encontré…

Samantha Geimer tenía 13 años cuando Roman Polanski la invitó, junto con otras adolescentes, a posar para él. El incipiente, pero prometedor director, requería adolescentes para una publicación en Vogue, así que contactó a varias chicas. Una de ellas era Samantha, a quien su madre animó para ser fotografiada por Roman. Sería una oportunidad única para ella, para Sam, pero también para la madre que salía eventualmente en anuncios de tele de muy bajo espectro.

De entre todas las niñas que Roman fotografío, Samantha era la más abierta, la que quiso llegar más allá en las fotos. Roman pidió que, si pudiera, bajara su blusa y mostrara los pechitos. La chica se abrió la blusa. Cick, click, flah flash. El trabajo estaba terminado.

Samantha quedó contenta, Roman, feliz, las demás chicas satisfechas porque saldrían en Vogue.

Era principios de los años 70. 1973, para ser precisos.

Samantha regresó eufórica a casa y se metió con su madre a conversar sobre la sesión, sólo que omitió lo del topless. Fumaron mota juntas (ella de 13, su mamá quizás de 30) y festejaron por el mejor de los arranques de una carrera glamorosa para Samantha.

Roman por su parte, es verdad, se quedó con la imagen de Samantha en la cabeza.

Roman era un hombre distinto; no era un galán. Tenía un grave complejo por su bajísima estatura, pero su nombre empezaba a pesar. En 1965 ya había filmado Repulsión, donde Catherine Deneuve interpretó a una chica que, por distintas razones, abominaba el sexo. Al sexo y a los hombres.

Todo artista tiene sus temas recurrentes. A Polanski le inquietaba esa mezcla rara de inocencia y perversidad que poseen algunas mujeres desde la adolescencia, las llamadas Lolitas (gracias a Nabokov). De hecho, sus actrices eran siempre muy jóvenes. No tanto como Samantha, pero sí como Natasha Kinski, quien fue su novia cuando ella tenía apenas 15 años.

Pero estamos hablando de los años 70. ¡Contexto, señores! Para ese tiempo era natural que se dieran relaciones así. Mi abuela se casó a los 14 con uno de cuarenta. La hermana de mi abuela de 16 con uno de 43. La mamá de mi abuela a su vez se casó a los 13 y a los 15 comenzó a tener hijos.

Se casaban con hombres que ya eran considerados viejos, y nadie se espantaba. Nadie los llamaba pederastas. El término estaba en desuso.

¿Era justo permitir uniones tan ventajosas? No. Pero no era una aberración. Casi todos los que hoy vivimos en la tierra fuimos engendrados partiendo de esa “aberración”.

Gracias al feminismo pensante, hoy la cosa cambió. Sin embargo, en los años 70 y aun hasta la fecha, existen niñas que traen una pulsión sexual distinta a la “normal”. Chavitas de 14 que maduran físicamente más rápido que las otras y que adquieren cierta “malicia” al percatarse de ese poder que las otras niñas no tienen.

Las había en los 70. Las sigue habiendo hoy (y ellas se consiguen su sugar daddy. Punto.)

Samantha Geimer era una Lolita, y Polanski lo supo. Y a Polanski le gustaban “las jovencitas de esa edad” (así lo dice él mismo en una entrevista de 1975, después del escándalo).

1975, es decir, ya era un prófugo. Un Prófugo con abogados que no se detuvo a repensar su respuesta porque en ese momento lo grave había sido que lo acusaron de violación, no de que la víctima tuviera 13 años. En ese periodo ningún titular lo tildó de “pederasta”.

Total, que Polanski queda de volver a ver a Samantha una semana después de la sesión de fotos. Ahora se verían solos. Sam lo sabía, la madre lo sabía.

Polanski la lleva a Mulholland Drive, específicamente a casa de Jack Nicholson. A Samantha se le vuela la cabecita adolescente pensando que estará en breve en casa de un actor muy conocido. El ambiente la seduce. Tiene 13 años, pero es consciente de que existe la seducción.

En el trayecto, Samantha le dice a Roman que ella lleva tiempo teniendo una vida sexual activa. Roman, cazador, sube el tono de las preguntas. Llegando a casa de Nicholson, toman champaña y Roman la invita a meterse al jacuzzi. Ella cede. Se desnuda y entra. Platican como se platica en los jacuzzis; de pronto encontrándose un pie con otro pie, una mano con otra. Era la época de las pastillas, la cocaína y demás psicotrópicos y Samantha conocía ya algunas drogas (consumía LSD con su padrastro).

Roman le da una pasta, que mezclada con la champaña, la pone a volar.

A Roman le pasaba lo que a todo hombre acomplejado y poderoso (como Weinstein): no le daba tiempo al cortejo por temor al rechazo. Sin embargo, acá había agravantes: era una adolescente de 13. Roman lo sabía y de una u otra manera ese ingrediente hacía la mezcla aun más explosiva (que tire la primera piedra quien diga que el clandestinaje no es excitante).

Pero Samantha, aunque fuera una Lolita, rechazaba el contacto. NO ES NO, decimos hora. Y en efecto, pese a que la joven le entró al escarceo y estaba voluntariamente ahí, desnuda, seducida por el oropel del showbizz, dijo “ya no”, pero Polanski la penetró.

Y la historia que sigue todos la conocemos.

Lo que pocos saben, sobre todo las activistas que salen a manifestarse contra la obra de un hombre monstruoso, es que Samantha adulta (hoy tiene cincuenta y tantos) hace tiempo comenzó a cartearse con su violador. No sólo a cartearse; pidió a sus abogados que retiraran la denuncia, pidió ver al juez para otorgarle el perdón a Roman.

“Él pagó lo que hizo”, dijo en su momento.

Hace unos días, justo antes de que el César cayera en manos de Polanski –y al ver las manifestaciones en París– Samantha lanzó un tuit pidiendo a los manifestantes que  “dejaran de excitarse” con su historia. Felicitó a Roman (así lo llamó) por su brillante carrera y le deseó lo mejor.

Este caso es muy distinto al que me resuena en la cabeza: el de las musas de Weinstein besando y alabando a Weinstein sosteniendo sus oscares en la mano.

Las musas-víctimas de Harvey decidieron seguir metiéndose en el fuego de la cocina de Hollywood tragándose su dignidad a cambio de portadas de revista y premios de la academia, en cambio Samantha Geimer, desapareció asqueada del medio, luego de que el medio la violara mil veces más y con mayor crueldad que Polanski.

¿Por qué hablar de esto?

Porque es mi tema recurrente y porque conozco a fondo el contexto.

Va mi razón por la cual pudiera ser una de tantas mujeres que no ama a los hombres.

El día de mi boda yo tenía 19 años. Me casaba con un muchacho guapísimo. Todo estaba predispuesto a ser maravilloso. La fiesta fue una locura: bellísima, como soñaba.

El vals duró media hora porque estaba tan buena la música que todos quisieron bailarla. La pieza que sonaba era “Quítate la ropa mientras bailas”, de Frank Zappa, cubanizada.

Entre los invitados estaba un tío. Mi tío favorito. Un viejo que estaba al borde de la muerte.

Se acercó a bailar con la novia que era yo. Bailamos. Me abrazó con sus brazos marchitos, débiles. El viejo ya no podía ni hablar bien. Sólo movía la cabeza y lloraba. Yo nunca dejé de querer a ese viejo, aunque cuando era menos viejo, una tarde me subió a la azotea de su casa y condujo mi mano de siete años a su verga de cincuenta años. Yo me espanté. Me paralicé y sentí asco. Algo dentro me dijo que eso estaba mal. Tenía siete años y él era mi tío, un hombre que vi desde que nací y que seguiría viendo toda mi vida, pero sobre todo era un hombre al que adoraba.

Salí corriendo y me fui donde estaban los demás niños, dejando al viejo con su vergüenza y su ebriedad a cuestas.

A partir de ahí tome cierta distancia del viejo. Luego supe que a otra prima la manoseaba y que cuando estaba muy muy jarra se restregaba contra la pared. Los niños de la familia llegamos a verlo y nos moríamos de risa. Éramos niños.

El tío era el alma de las fiestas y siempre que podía castigaba la baldosa con todas las damas: las esposas de sus sobrinos y de sus primos. Él era un seductor, buen bailaor, simpatiquísimo. Pero tenía una perversión oculta que lo llenaba de pena. Algo le atraía de sus sobrinas más pequeñas.

No sé si era un secreto a voces. Yo nunca dije nada hasta un buen día que mi padre me sacó de quicio por quererme usar de rehén en sus problemas con mamá. Le dije lo que pasó con el tío (que para él era como un padre). Papá enloqueció y quiso matarlo, pero… el viejo había muerto siete años atrás.

El día de mi boda nadie sabía que yo estaba bailando con el diablo. ¿Lo había perdonado? No. Porque nunca lo odié, al contrario. Quizás porque el episodio no pasó a mayores, sin embargo, cuando papá se enteró de todo esto, me dijo: ¿pero ¿cómo pudiste seguir viéndolo, como bailabas con él cuando eras ya más grande?

La respuesta no es tan compleja: no le di al evento el poder para destruirme. Y el viejo llevaba el limbo del perverso redimido dentro. Él debía cárgalo, no yo.

Al leer la historia de Polanski y Samantha, veo su tuit y sus textos y creo que ella ganó.

Por eso va a pedir que Roman pueda volver a Estados Unidos.

El culpable es el que debe llevar dentro el castigo, y no al revés.

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