jueves, marzo 28 2024
Por: Luis Nemolato / Squire

Heredero natural de Marlon Brando, Al Pacino es uno de los puntales del cine de todos los tiempos. El Padrino, Scarface, Tarde de perros… películas míticas de los 70 y los 80 que cambiaron la forma de interpretar y vivir el cine.

«Los años setenta fueron un renacimiento. Y yo tuve la suerte de estar allí». Y no sólo estuvo, sino que es uno de los puntales de la década. Sin él, sin su mirada oscura e hipnótica, su pelo desmadejado, su cuerpo pequeño y fibrado, y su barba poco cuidada, sería difícil entenderla. Y no sólo conceptualmente, sino también en su dimensión estética. La foto que acompaña a estas líneas, con ese aire a lo Che Guevara, forma parte de la construcción de un tiempo de confusión, de guerra y de libertad. Pertenece a Serpico, el filme que lo convirtió en símbolo del que va a contracorriente, incluso contra sí mismo.

De hecho, convertida en póster, junto Stallone sangrando y blandiendo los puños en Rocky y una Farrah Fawcett eternamente peinada en pantalla con un maillot rojo, enmarca el espejo donde John Travolta se atusa concienzudamente el tupé en Fiebre de sábado noche, mientras los Bee Gees le hacen perder la templanza de cintura para abajo. Sí. Toda una década en un solo plano.

La de Lumet era su segunda película y, con veintipocos ya era un mito. Un grande de su generación que aniquilaba a golpe —nunca mejor dicho— de exabrupto y pistolón la mojigatería de años pasados para mostrar sin ambages el drama urbano en toda su crudeza, profundidad e inmundicia. Un grande cuya mención es casi tópica cuando se habla de leyendas y de cotas interpretativas altísimas, aunque haya habido casi dos décadas también en que casi se nos olvida y sólo su nombre parecía seguir siendo reverencial. Porque a Al Pacino le debemos algunos de los mayores momentos de Gran Cine con mayúsculas de los setenta y de los ochenta.

Sin él, nada habría sido igual. Con él todo cambió. Porque si cada tiempo tiene sus iconos, Al Pacino lo fue de entonces y nadie como él puede arrogarse de ese estatus, el de mito, —¿quizás Robert de Niro?— y heredero directo de otros dioses como Marlon Brando. Y no sólo porque el del grito de Stellaaaaa le dejase el negocio della famiglia, sino porque, como él, Al Pacino cumple 81 años y sigue siendo fiel a si mismo, al arte de actuar y, por qué no, al whisky.

Vividor, incorrecto, inclasificable, amante de Shakespeare y la poesía… Pero, sobre, todo, un animal de la pantalla, capaz de devorarla sin abrir la boca. Pero eso sí, con los ojos siempre fijos en su presa: el espectador. Su rostro ha sido el de Tony Montana, Tony D’Amato, el del teniente Vincent Hanna, el Shylock de El Mercader de Venezia, el de Serpico y, especialmente, el de Michael Corleone. Quizá su alter ego más recordado y quizá también ese personaje que pudo ahogar al actor.

Todos, grabados a fuego en la memoria sentimental colectiva y todos imposibles de separar de la intensa personalidad de este actor, a veces tildado de sobreactuado y otras de histrión, pero que nunca deja indiferente. Que daña y rasga. Quizás porque como otras leyendas hechas de su misma pasta, fue un hombre cuyo talento se forjó a golpes con una juventud a la deriva, una estrella que logró escapar del Bronx para, como penitencia, llevarlo siempre dentro y enfrentarse por los siglos de los siglos a ese cliché.: el triunfador precoz y el eterno hijo de emigrantes que a duras penas intenta hacerse camino en la gran ciudad.

La suya era una humilde familia siciliana oriunda de Corleone, que qué paradójica es la vida… Y su infancia no fue fácil. Sus padres se divorciaron cuando apenas contaba con dos años. Se crió en un edificio próximo al zoológico, bajo el cuidado de su madre y sus abuelos italianos que nunca aprendieron inglés. «De joven quería ser jugador de béisbol, naturalmente, pero no era lo bastante bueno. No sabía qué iba a hacer con mi vida», explicaba el protagonista de Scarface a Larry Globel en Conversaciones con Al Pacino, su única biografía y también la mayor entrevista que ha dado nunca este actor tan poco dado a las entrevistas. En octavo curso, el profesor de teatro de su escuela escribió a su madre para que le animara a subirse a las tablas. A los 12 años ya lo comparaban con Brando, del que nunca antes había oído hablar. «Creo que era porque se suponía que yo debía vomitar en escena y cada vez que hacíamos la obra vomitaba de verdad, pero en realidad la persona con la que me identificaba era James Dean… Rebelde sin causa me influyó profundamente».

Y eso que muy poco tenía que ver la vacuidad de aquellos niños bien que odian serlo y mucho más aún la responsabilidad de lo que se espera de ellos, de la ciudad de Los Ángeles que retrata el filme de Nicholas Ray, con el Bronx neoyorquino en el que creció Pacino. Un barrio donde, cuenta «cada día se convertía en una aventura». «Era una buena época. A menudo me sentía como un Huckleberry Finn de Nueva York, con un estilo de vida salido de una novela de Dickens. Nos pasábamos el tiempo persiguiéndonos por los tejados»… Porque pese a su precocidad en la escena, Al(fredo) tenía que arrimar el hombro en casa y la calle fue su verdadera escuela, aunque ahora reniegue de ella, porque ese mascar las palabras que tanta gloria le dio en la pantalla grande le impide ese acento límpido depurado que exige el teatro del Siglo de Oro británico en el que se ha volcado con denodado esfuerzo. Trabajó como limpiabotas, como cajero de supermercado, repartidor de periódicos, transportista de muebles e incluso sacaba brillo a la fruta fresca. Un día, en ese último empleo, el dueño de la frutería le hizo un dibujo de un bosque y le dijo: «Hay dos senderos en la vida: el correcto y el equivocado. Tú estás en el equivocado».

Pocos años después de aquella espifanía hortofrutícola, estaba sentado en una mesa de despacho, negociando su sueldo por El Padrino. Coppola tuvo la culpa y Al Pacino nunca se lo agradecería lo suficiente. Los productores querían a otra estrella del momento, Jack Nicholson; pero el director lo tenía claro y hasta tres veces como San Pedro negó al irlandés. «Durante las primeras semanas, los productores querían despedirme. Y yo no lograba entender por qué no lo hacían. Yo era un chaval, y El Padrino era LA película… Prefería todos los demás papeles: me parecía que todos eran mejores que el mío». Después de aquel primer encuentro con el mundo de la mafia, el mundo se rindió a su mirada coactiva.

Al Pacino ya era actor. Atrás quedaron las tentaciones adolescentes de darse a la mala vida, cuando todo le interesaba más bien poco, sus notas eran pésimas, y su genio, excesivo. Incluso sus años en laHigh School of Performing Arts (la legendaria escuela de Fama) donde se dio de bruces con el método Stanislavsky, incluso el Actors Studio de Lee Strasberg, su única religión hasta la fecha que le «dio una razón para existir». También se había curtido en Broadway. Había ganado un Tony… Y el milagro, con El Padrino se había obrado. Una de las mejores películas de la Historia, su debut en el cine y la colisión celeste con su mito de la infancia, Marlon Brando. Era el momento de su reválida. Y Serpico sería su nombre. Un filme que, 45 años después, sigue teniendo la misma actualidad de entonces y es igual de inusual y sorprendente que cuando quemó las pantallas blancas en su estreno porque, por mucho Internet y muchas redes sociales, las corruptelas del ayer son las de hoy y la denuncia era mucho más difícil. Pacino interpreta a ese insobornable y valiente poli que fue capaz de alzar la voz y denunciar las malas prácticas de muchos de sus compañeros, cuando la sociedad americana no salía de su estupor y se le atragantaba lo que revelaba la sacrosanta garganta profunda sobre el todavía paradigmático caso Watergate. Y sí, fue un éxito. La película más taquillera del año. Y habría sido quizás el filme que habría hecho olvidar –un poco al menos- a Michael Corleone, sino fuera porque al año siguiente, Pacino volvería a él como Maddelaine a la luz.

Basada en un best seller homónimo, Serpico, en palabras de sus autor, Peter Maas, trataba sobre un hombre que simplemente se detuvo a escarbar un poco y decidió que no quería seguir comulgando con el sistema. Y habría hecho lo mismo si, en lugar de policía, hubiera tenido cualquier otra profesión. Fue el primero que se atrevió a decir: ‘Esto no está bien y yo voy a hacer algo al respecto’. Si la sociedad americana quiere llegar a algún lado, tendrá que hacerlo de la mano de tipos como Serpico”. Sydney Lumet se hizo cargo de la dirección bajo la premisa de no hacer una película policiaca más, sino con el firme propósito de arrojar luz sobre la podredumbre del sistema donde nadie, tampoco los policías, son súper-héroes y aquel que se convierte en defensor de las causas justas es tomado por loco.

El loco de esta historia era real, de carne y hueso, Frank Serpico. Y había que convencerlo para que la historia de su vida se convirtiera en celuloide. Al Pacino lo consiguió. Como para no conseguirlo, era el italoamericano más incendiariamente joven, atractivo y talentoso del momento con permiso de De Niro, Brando y poco tiempo después, Travolta. Frank accedió y para estudiar mejor a su personaje, la ya estrella invitó a Serpico a pasar un tiempo con él en su casa alquilada en Montauk, Long Island. El actor quería conocer cómo era Frank, cómo hablaba, cómo se movía y, sobre todo, sus motivaciones. «¿Por qué lo hiciste?», le preguntó Pacino. «Bueno Al, no lo sé», respondió el policía de forma un tanto críptica, tal y como recuerda el actor en su biografía. «Supongo que tenía que decirlo porque… si no lo hacía… ¿cómo iba a ser capaz de, por ejemplo, volver a escuchar música?».

Y la interiorización del personaje por parte de Pacino fue tan grande que cuenta que yendo un día al rodaje en taxi se percató del humo negro que salía del tubo de escape de un camión que cegaba la luna del coche y hacía imposible casi respirar. Sin pensárselo dos veces, en un semáforo, salió del coche e interpeló al camionero. «¿Por qué lanzas esa mierda a la calle?», «¿Y tú quién eres?», le respondió éste sorprendido sin llegar a reconocerlo con aquellas pintas hippiosas del personaje que nada tenían que ver con el mafioso italiano que su anterior trabajo y Pacino le gritó: «Soy policía, y quedas arrestado». Cuentan que éste sería el principio del histrionismo o la perfección como toc del actor, de su naturalismo extremo y de sus más de 200 fucks en sus diálogos con lo que trufaba el guion como si de una mortadela se tratara.

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