sábado, abril 20 2024

Para Miguel Barbosa, amante de la poesía. 

Por Carlos Meza Viveros

El ocaso ha cernido la luz. Se ha atado bien los machos. La gradería bulle, la arena es apenas un atisbo de soledad. Ciertos son los toros, los encuentros del destino, el rostro de quien tiene la posibilidad de embestir a su verdugo; como Teseo aguardando el ineluctable enfrentamiento contra el minotauro; un héroe digno de esta tragedia.

La inquietud de quien aparenta no tener miedo y, sin embargo, sabe que debe refrendar su estirpe. El hombre es inexpresivo, ha tomado el vuelo, el orbe es apenas un anillo que rodea un manto de redención. La barrera lo vitorea, ha decidido coger al toro por los cuernos.

Cada toro tiene su liada. Cada héroe vive su Waterloo. Un silencio sepulcral ha inundado la atmosfera y ese sonido denso corta el aire. 

Se puede escuchar el aleteo de una mosca. Las cenizas de un puro cayendo. El sístole y el diástole del animal moribundo. ¿Quién es ahora la bestia? Si es la humana, ni Emile Zola lo podría sospechar.

El cántaro se ha roto, la estocada ha salido por cornada. Un final honroso para una pelea digna. Como aquel soldado que murió en Pompeya y nadie lo licenció para marcharse. Eso es tener raza. Eso es grandeza. El único final que nadie pudo arrebatarle a Manuel Rodríguez, al gran Manolete.

La literatura sabe perpetuar legados que la vista no puede memorizar. Rememoro las palabras del bardo porteño Jorge Luis Borges sobre la inmortalidad que aupaba Miguel de Unamuno: […] Él, Unamuno, repite muchas veces que quiere seguir siendo don Miguel de Unamuno. Aquí ya no entiendo a Miguel: Tenemos muchos anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de cesar […]. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal, no precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y la temo”.

Salvador Elizondo dice “esto es más que el arte por el arte”. 

Estar cerca del ruedo es como pasar la vigilia junto al fuego. Uno no puede dejar de ver la danza hipnótica. 

Eran otros días. Había barco para todos y los usureros del Greenpeace no mandaban a sus legiones de imbéciles a gritar fuera de la plaza: “ojalá te coja el toro”.

¿Qué hubiera sido de Picasso sin sus minotauros? 

¿Qué de Lara?

¿Qué de Ava Gardner después de los desplantes de un Frank Sinatra trasnochado? 

Pero Manolete… 

Y su fantasma abre el paseíllo, y es él y no es él. Yo es otro, diría Rimbaud.

Los ídolos son la única raza de inmortales.

Mis amigos taurinos como Juan Huerta Ortega, quien seguramente hoy tiene embelesados a los muertos de su espacio celestial recordando al gran califa de Córdoba, y en una tertulia amena, aderezando la charla con su ironía sin igual. Mi querido Pedro Toxtli Riquelme, matador valiente, me decía al igual que el esteta José Rubén Arroyo y el también matador Luis Bravo Navarro, que después del gran monstruo andaluz, no había pisado la arena otro con los arrestos, el poder, el arte y la valentía, que en una sinergia de muerte y vida, formaran la personalidad del cuarto califa. Tuvieron que pasar catorce lustros para que un joven oriundo de Galapagar emulara al pasmo andaluz, reboleras, manoletinas, naturales, gaoneras, lasernistas, como si estuviera clavado en la arena regalando círculos y círculos de muerte teniendo como comparsa al burel, José Tomás, monstruo de estos tiempos que quiso seguir viviendo después de aquella maldita tarde en Aguascalientes donde “Valeroso” lo embistiera de muerte, y sin embargo no podía morir porque se iría siendo José Tomás y mucho recorrido en el redondel le falta para metamorfosearse en aquél pedazo de humano y deidad taurina que hace setenta y dos años dejara de existir para deleitar a los taurinos que comparten la vida en otro espacio divino y escuchar los vítores y ver pañuelos de nube para después salir en hombros desde allá arriba.

Aquí, reitero, en estos tiempos, sin desdén de figura alguna, quienes de esto sí saben han movido mi pluma para de manera asertiva expresar que quizá José Tomás parta plaza una y otra vez más para finalmente convertirse en el monstruo de Córdoba a quien tanto han llorado los taurinos, un ¡olé! y un simbólico indulto para otro año más de tu muerte. Quisiera tener el verbo de Machado, León Felipe, García Lorca, Borges, Paz, Neruda, Hemingway, Cortázar, García Márquez, o del gran Juan Rulfo, para poder bordar un poema sin cal ni arena en esta tarde memorable en la que dejaste de existir fenómeno Andaluz.

Ya tu fantasma abre el paseíllo, y es él y no es él.

Vaya pues este opúsculo para un amante de la poseía, que hoy lidia un sinfín de bureles variopintos enmorrillados, bravos, verdaderamente bravos, en la arena de la política teniendo en los tendidos a cientos de miles de poblanos que a un mes vista de su gobierno ha empezado la gran faena por Puebla. Brindo este toro de papel berrendo a ti Miguel, mi gran amigo.

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