viernes, abril 19 2024

El Elefante en la Habitación
Por Hugo Manlio Huerta / @HugoManlio

Todas las personas en algún momento particular hemos puesto a un lado nuestros valores o principios y actuado incluso en sentido contrario, como cuando mentimos con fines piadosos o para parecer benevolentes. Cuando incumplimos las clásicas promesas de año nuevo, como dejar de fumar y ejercitarnos o no respetamos la dieta. Cuando nos pasamos de copas y/o regresamos a casa mucho después de lo prometido. Cuando utilizamos nuestros encantos personales para convencer a otro de hacer algo que no quiere o no debe hacer. Cuando solicitamos el favor de alguien para resolver un problema, colocarnos en una posición favorable o recibir algún beneficio. O cuando damos un obsequio o “propina” a alguien por cumplir con un servicio que está obligado a prestar o le ofrecemos una retribución por ayudarnos en una situación especial, entre otros dilemas cotidianos.

Y todos hemos estado en alguna o más de estas situaciones por una sola razón: porque nadie es perfecto.  Esto es lo que nos hace entrañablemente humanos, nos permite juzgarnos con menor severidad y nos ayuda a convivir en sociedad a pesar de nuestras múltiples imperfecciones, sin que ello implique soslayar la gravedad de algunos desvíos ni los efectos nocivos de su acumulación desenfrenada.

Por supuesto las sociedades tienen que actuar para que nuestra imperfecta humanidad no nos rebase y lleve al caos. Para ello desde los inicios de la civilización se han construido normas convencionales, jurídicas, éticas, morales y religiosas, que tienden a sancionar de manera más o menos efectiva a quienes las infringen.

No obstante, la realidad enfrenta un problema mayor con aquellos individuos que de repente se asumen sin pudor alguno como modelos de perfección, personajes supuestamente intachables, capaces de pontificar y juzgar a los demás desde su supuesta superioridad moral e intelectual, que enfurecen cuando sus defectos, errores, mezquindades y pecados finalmente salen a la luz y terminan deshaciendo los pies de barro de ese mito que tan afanosamente se dedicaron a construir como fuente de su poder o riqueza, para regodeo de sus detractores y vergüenza de sus seguidores. Ejemplos abundan en la religión, los negocios, las artes, el pensamiento y la política de todos los tiempos, con personajes como Marcial Maciel, Jeffrey Epstein, Michael Jackson, Keith Raniere o Adolf Hitler, entre otros.

En cuanto al mundo de la política y la diplomacia, quienes la practican habiendo estudiado a Maquiavelo y leído a Lampedusa, están conscientes de que el doble discurso debilita, pero el cinismo destruye.  Por eso el ejercicio acompasado de estas disciplinas es campo fértil para la retórica y el lenguaje ambiguo, lleno de entrelíneas y múltiples significados que sólo unos cuantos son capaces de desentrañar, puesto que sus autores se cuidan de no engañar abiertamente a sus receptores, para evitar la polarización y las reacciones negativas.

Sin embargo, el fortalecimiento de los derechos humanos y la acelerada mediatización de nuestro entorno han vuelto cada vez más difícil que estos personajes se salgan con la suya, al permitir que los receptores sean algo más que simples testigos o espectadores.

Es aquí donde varios políticos se pierden, al no entender que vivimos otros tiempos, que el protagonismo se comparte hoy con todos los que desde el espacio público finalmente se asumen como actores comprometidos o verdaderos constructores sociales y que las palabras se reproducen con una facilidad inaudita que hace imposible esconderlas, olvidarlas o cambiar su significado.

El valor del discurso se multiplica entonces y configura certezas inmediatas a partir de las verdades y mentiras que contenga, lo que lleva a advertir y registrar mejor su sentido junto con sus crecientes dificultades persuasivas.  Dicho de otra manera, hoy cuesta más trabajo convencer o engañar a los interlocutores, con contenidos fácilmente contrastables y desmontables por una sociedad activa.

En ese sentido, los espacios públicos no pueden seguirse utilizando como simples trincheras verbales, llenas de dobles discursos en los que se busca la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio.  El doble discurso o doble vara trasciende las fronteras y aplaude por ejemplo la rebelión de quienes comparten una visión mientras tilda de desestabilizadores a quienes reclaman en oposición a aquella. El doble discurso se defiende entonces de manera sesgada y sólo puede florecer en medio del silencio, la fragmentación social y el miedo, pues por lo general carece de congruencia, pruebas, argumentos o elementos científicos.

Recurren al doble discurso los empresarios que se dicen aperturistas, pero sólo buscan prebendas y huyen de la competencia; los maestros que no enseñan y los médicos que no curan; las mujeres machistas; los líderes sociales enriquecidos por sus bases desamparadas; los profesionistas sin profesionalismo; los jueces que ignoran la justicia y los políticos que dicen vivir para el pueblo, pero practican el cesarismo.

Este es el cinismo del doble discurso y quienes lo ejercen tienen bien separado el “ellos” del “nosotros” como si de una realidad distópica e inalcanzable se tratara. Reescriben la historia a conveniencia sin pensar en el futuro y ofrecen arreglarlo todo, pero esperando que algo se los impida antes de empezar, para mantener la dependencia de su clientela. Y aunque vociferen pidiendo justicia, no están dispuestos a ser justos con el adversario y menos aún a ser ellos los examinados. Por eso su transformación finalmente termina siendo simbólica, vacía, inútil o superada por la realidad. Porque el egocentrismo y la hipocresía recurrentes les hace vulnerables frente a la verdad.

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