jueves, abril 18 2024

Tala / Alejandra Gómez Macchia

Recuerdo perfectamente el cumpleaños número cuarenta de mi padre (como si fuera ayer) y caigo en cuenta que desde mi estatura física y mental yo ya lo veía como un “señor” hecho y derecho, pintando sus primera canas.

También recuerdo que pocos años más tarde, cuando me casé antes de cumplir veinte, mi madre tenía 40 y yo la veía ya como una “doña” hecha y derecha.

Desde que recuerdo, mis padres son mayores aunque aparentaban ser más jóvenes.

Y los veía así, supongo, más por una suerte de jerarquía que por sus atributos físicos y actitud.

Hoy mi madre está en la antesala de los sesenta y sigue teniendo aires de chamaca.

A veces me siento más vieja que ella.

Mi padre, por su parte, tiene sesenta y dos, y a pesar de que es menos jovial que mi mamá, se siente entero… aunque como buen catastrofista siempre jura que este año puede ser el último (así decía su abuela y murió, tan fresca, a los 106 años).

Luego volteo a verme y me sorprende pensar que en un par de años tendré la misma edad que mis papás tenían cuando yo me fui de la casa.

En breve seré una cuarentona entrada en carnes y no habrá más remedio que asumirlo y llevarlo con toda dignidad.

No sé por qué siempre me he sentido un alma vieja.

Bien pude haberme enamorado de mi abuelo materno si mi abuelo materno no hubiera sido de la familia.

El tipo era un seductor encantador. La persona con la mejor podía platicar y con la que compartía afinidades. Nos pasábamos horas oyendo a Glen Miller y a Guy Lombardo. Pero una de nuestras piezas favoritas era “The raindrops keep falling of my head” de BJ Thomas.

Solíamos bailar esa canción cada que la poníamos. En ese momento yo me sentía feliz porque tenía un abuelo único: un Tartufo. Un mitómano sin paragón. Entonces juré que nunca volvería a bailar The raindrops… a menos que hubiera encontrado al hombre perfecto para mí: otro Tartufo genial que me hiciera sonreír todo el tiempo y al que le terminara creyendo absolutamente todas sus falacias por el simple hecho de que esas falacias fueran el propulsor que me sacara de la realidad.

Mi abuelo dejó de trabajar como a los cincuenta y cinco años, creo.

A mí ya no me tocó verlo en la fábrica de oxígeno o en el ingenio azucarero que un día fue de su padre y que se perdió en el maximato.

No lo veía trabajar, pero nunca lo caché deprimido ni ocioso. Tenía su música y sus libros y sus cigarros y su carro y sus viejas. Sí, ¡sus viejas! Mi abuelo se pudo haber retirado de la vida laboral prematuramente, pero jamás jubiló su pasiones.

Poco antes de morir, mi abuela pidió a sus hijas que le separaran las camas porque el viejito no la dejaba dormir. Quería seguir follándosela. Mi abuela, recuerdo bien, llegó a bromear con la idea de que le consiguieran sal de nitro para que al viejo se le bajara la lívido. Cosa que jamás ocurrió.

Las gotas de lluvia nunca dejaron de caer sobre su cabeza.

Para eso tenía a la vecina del 4 o a la señorita que le vendía crucigramas. Ambas, mujeres muy jóvenes. Él de ochenta y cinco y ellas de treinta o algo así. Un desfiguro total, decía mi madre horrorizada.

A mí, más que ternura, el abuelo me provocaba un inmenso respeto.

Era un cabrón, un padrote, un viejo verde adorable al que ninguna mujer se le resistió jamás ni aun estando a metros del ataúd.

A veces, cuando alguien me dice maliciosamente que en mis parejas busco a un padre, yo salto y corrijo: no, un padre no: busco a mi abuelo. A don Carlos. A mi Tartufo, a mi enfermo imaginario. A alguien que no me quiera aleccionar, sino que baile conmigo bajo la lluvia jurándome que no es lluvia lo que cae, sino destilado de nube, y así beber hasta la embriaguez.

Y lo digo medio en serio y medio en broma porque no, no necesito un padre. Tengo uno y bien plantado. Estuvo ahí siempre. Sin embargo, por más que lo he intentado, no logro encajar ni empatar con un tipo de 40… son demasiado predecibles y veleidosos.

Y no. No busco un hombre viejo, más bien hombre sabio. Pero sobre todo, un hombre que jamás se jubile del oficio de la pasión.

En repetidas ocasiones he escrito que Silvio Rodríguez me causa sentimientos encontrados. Lo comencé a odiar cuando en todos los bares poblanos surgieron Silvios chafas de voz mofletuda (e impostada). Pero siempre escucho atenta una de sus canciones: “Con diez años de menos”.

La primera vez que la oí fue con mi vecino: Carlos Díaz Caíto, que vivía enfrente de nosotros con su esposa francesa.

Caíto cantaba mejor que Silvio esa canción. Y no es que sea una GRAN canción, sin embargo, quedó grabada en mi memoria permanentemente porque la letra es demasiado irregular, desconcertante. Arranca con un pesimismo nauseabundo: va sobre un tipo que añora tener diez años menos para poderse aventurar a un romance con una mujer más joven.

“Si fuera diez años más joven ¡qué feliz!

Y qué descamisado el tono de decir

Cada palabra desatando un temporal…

Los años son mi mordaza ¡oh mujer!,

Sé demasiado, me convierto en mi saber

Quisiera haberte conocido años atrás

para sacar chispas del agua que me das…”.

Caíto rasgaba su guitarra valenciana y yo escuchaba. Lo miraba desde la ventana y pensaba: ¿es verdad que un hombre se acojona así? ¿Lo hace por convicción o por temor al ridículo? ¿Y cuál ridículo, si más bien los que hacen papelones y dan gatillazos son los mozalbetes?

La canción de pronto se recuperaba.

El autor, que es Silvio, mete los bajos de la guitarra y crea suspenso en el escucha. El hombre que se está dando por derrotado antes de lanzar el zarpazo, duda…

“Esta mujer propone que salte y me estrelle

junto a un muro de piedras que alza en el cielo

y como combustible me llena de anhelos

de besos sin promesas y sentencias sin leyes

Esa mujer propone que salte y me estrelle

Sólo para amarle”.

Yo miraba a Carlos (Caíto) desde el alfeizar. Subía una octava y reventaba la canción.

Su esposa, una francesa de buenísimos bigotes y gran garbo, paseaba en el jardín.

Entonces yo no pensaba ni en el autor ni en el intérprete, más bien en esos otros hombres: los cautos, los Susanitos Peñafiel, los alicaídos, los castrados, los abúlicos, los cobardes, los Gutierritos que clausuran sus braguetas en aras de la corrección política y social. Que estando viudos o casados o divorciados se jubilaban de la tenebra sexual.

Caíto todavía era joven, pensaba,  tomando en cuenta que se lo pasaba de bar en bar tocando,  fumando y trasnochándose.

Y ahí se aproximaba el ocaso de la canción. La parte más indignante; cuando el hombre se queda en la esquina de sus deseos y ve pasar la oportunidad de revivir, de vampirear a una damita veinte años menor dispuesta a contagiarlo de juventud:

“Con diez años de menos no habría esperado

por sus proposiciones y hubiera corrido

como una fiera al lecho en que nos conocimos

impúdico, sangriento, divino y alado.

Con diez años de menos hubiera matado

Sólo para verle,

Sólo amarle”.

Caíto callaba y dejaba la guitarra sobre el sillón.

Nunca supe si tenía amantes que lo curaran del espanto.

Lo que nunca he podido superar (cada vez que pongo “Con diez años de menos”) es la idea de que alguien deje de vivir intensamente por irse a morir de aburrimiento pensando que después del éxtasis llega el inextricable futuro.

¿Y qué es el futuro sino una ilusión? Un invento del hombre para justificar sus indecisiones.

Así no se baila bajo la lluvia, pienso.

Siempre es mejor saltar, aunque te estrelles.

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