martes, abril 23 2024

Por Dorsia Staff

Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) ha pintado un fresco (o quizá una sanguina) con las tonalidades más crudas de las pasiones humanas. 

Los retratados dan movimiento al cuadro entre la contradanza de la realidad contada en las páginas de un periódico, con la más peligrosa ambigüedad de la ficción. 

Quienes hayan vivido cerca del trópico, en la densidad de la maleza y la peste de la melaza, reconocerán los olores pútridos que recorren estas páginas. 

Quienes conozcan las emociones bajas que trae consigo un calor endemoniado y las cucarachas que vuelan y se te pegan en la piel como sabandijas, reavivarán la súbita arcada. 

Quienes sueñan con brujas o lloronas o con diablos de falos gigantes y han estado cerca de sus densos vahos, buscarán una salida de emergencia para huir del espanto. 

Quienes nacieron en lugares donde aparentemente no pasa nada; donde la vida se reduce al último chisme de la vecina o el rumor inquieto de un asesinato que queda impune, sabrán que el chisme y el letargo son catalizadores eficaces para la esquizofrenia. 

Quienes sospechan que lo bucólico es la ruta más segura hacia la alquilación del espíritu, confirmarán que no hay un arma más sanguinaria que las propias manos. 

Quienes beben cerveza caliente junto a una rocola que da música grupera todo el día, terminarán odiando su presente: que no es más que una copia fiel del día de ayer. 

Quienes hayan vivido todo lo anterior pueden aparecer en este libro. 

Sabemos que el paisaje de Temporada de Huracanes es un pueblo perdido de Veracruz. Pero ante la obviedad, el lector imagina también otros mundos: sus mundos. 

¿Cuántas veces no oímos mentar a la abuela la vieja leyenda del robachicos del costal o la historia de la bruja que con sus brebajes curaba entuertos o amarraba a lo hombre ajeno? 

Fernanda Melchor se arriesgó a fracasar rotundamente al incluir en su delirante relato a una bruja, pues este tipo de historias funcionan muy bien en el terreno oral, pero es complicado llevarlas al papel. 

Se arriesgó porque, después de Rulfo, ¿quién ha podido sublimar el lenguaje de los pueblos sin caricaturizar a los personajes o caer en los típicos lugares comunes? 

¿Cómo hablan la brujas de verdad? O mejor dicho, ¿qué son las brujas en estos tiempos? ¿Cuál es su modo operar? 

Confieso que cuando Melchor dijo que en su novela aparecía una bruja, temí que tantos meses, tantos años de trabajo, concentración y neurosis, podrían irse a una de las fosas que existen en el mismo escenario donde transcurre la trama. 

La autora decidió aventarse sin red a un violento Maelstrom que va cerrándose en medio de una depurada prosa y un virtuosismo técnico que nos recuerda por momentos a Manuel Puig, por momentos al mejor García Márquez. 

Párrafos kilométricos, ostinatos  tensos y rítmicos a lo Thomas Bernhard (sobre todo en Los Comebarato). 

Como también muy bernhardiana es la aparente tendencia al escarnio (que no es escarnio, sino una dolorosa y puntual crítica) hacia 

las costumbres, vicios y abyecciones de su entorno primigenio (recordemos que Melchor es veracruzana). 

Todos los escritores son un saquito lleno de obsesiones, y Fernanda Melchor ha manifestado en repetidas ocasiones que le atraen los crímenes, las bajas pasiones, el trópico y las historias marginales. 

En su primera novela, Falsa Liebre, los personajes se van quebrando bajo el mismo sol obsceno, en sucios callejones, en la furiosa e inexorable miseria. 

En Falsa liebre son Zahir y Andrik, Pachi y Vinicio. En Temporada de Huracanes son el “Liusmi”, Munra, Norma y Brando. Todos jarochos, todos jóvenes, todos jodidos. Personajes oscuros quebrados por la pobreza, rotos por el abuso sexual y la droga. Todos atrapados en tierras calientes donde la oportunidad no crece simultáneamente con las cañas. 

Existen varias clases de novelas: las novelas que empiezan bien, tienen caídas y se recuperan. Novelas que empiezan flojas, se recuperan y se caen de nuevo  al final. Novelas planas que, como dice Philip Roth: si no te atrapan, es mejor abandonarlas. Novelas que te golpean en el arranque y que no te permiten recuperarte hasta el final. 

Temporada de Huracanes es, como bien lo dice el título, un meteoro que lleva al lector al abismo. Pero ojo: no te deja ahí. Te sacude, te moja, te raspa, te despeina… 

Fernanda Melchor escribe sus textos con una frescura (y una crudeza y brutalidad) inéditas. Su historia está contada con la intensidad, la jocosidad y la malicia de un chismorreo pueblerino, invadido por el más rico repertorio de groserías y modismos del trópico (sólo los jarochos sabemos qué es un teterete y cuántos kilos caben en tres toneladas de verga). 

Los nombres de los pueblos parecen inspirados en Ibargüengoitia. Son lúdicos (rayanos en lo absurdo), pero al contrario del Cuévano de “Estas ruinas que ves”, Palogacho y Matadepita sí existen. 

Desde la primera página, la lectura de Temporada de Huracanes implica lo que en su tiempo hizo Luis González y González con su “Pueblo en Vilo”, es decir, hace un minucioso zoom in a los pequeños acontecimientos que conforman la realidad de un país, vistos desde una óptica muy personal. En “Pueblo en Vilo”, obra con la que se inaugura el género conocido como “microhistoria”, González y González esboza la realidad de un país mediante el estudio de una pequeña población insignificante que termina siendo el “gran todo” de la realidad mexicana. 

A los grandes apostadores de Las Vegas se les conoce como ballenas. Ahí, en el Bellagio y en el MGM, estas ballenas ludópatas tienen sus propios salones para jugar. Digamos que no se juntan con gente que no apueste menos de 100 000 dólares. 

Temporada de Huracanes ha sido la mayor apuesta de la también periodista Fernanda Melchor. Una apuesta-ballena. 

Los lectores fieles de “la Melchor” ganamos uno de los mejores libros que ha dado la literatura mexicana en la última década, así lo dijeron los críticos del New York Times, y luego el estricto jurado alemán que le concedió el Premio Internacional de Literatura 2019, Anna Seghers, otorgado a la excelencia literaria en Berlín, Alemania.  

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