martes, abril 23 2024

por Alejandra Gómez Macchia

El feroz abogado que defendió a Harvey Weinstein no era hombre, fue una jurista que además posee una belleza hipnótica, desconcertante.

En los altos y bajos fondos se le conoce como la “Buldog de la corte”. Le dicen así porque evidentemente es agresiva, durísima en el arte del litigio. Una loba que mete las fauces al chiquero de los cerdos. Una dama defendiendo al “gran monstruo”, al peor. Aquel que fue acusado por casi un centenar de actrices por acoso, bullying y violación.

¡Qué poca sororidad!, gritan las feministas.

¡Es su chamba, una más!, tercia el respetable público.

Imaginemos cuánto dinero pagó el ex magnate del showbizz para que alguien lo defendiera de lo indefendible. Una mujer contra las mujeres; contra las creadoras del movimiento que puso por encima la vox populi twittera (legiones y legiones de víctimas reales (¡bravo!) pero también una horda de hipócritas), sobre cualquier tribunal serio. ¡Genial estrategia para la defensa! Contratar a una mujer guapa que en un caso utópico pudo (o no) ser en otro momento víctima de los lances, los torpes devaneos y las grotescas insinuaciones de su defendido. Porque Donna Rotunno es sexy y joven; porque cubre todo el perfil que a Weinstein le fascinaba perseguir.

Sin embargo, el viejo Harvey hoy es sólo eso: un viejo que requiere de andadera para caminar. Los 65 años (en esta época) no van estrictamente ligados a la decrepitud en situaciones normales; menos en un hombre rico y poderoso. Pero Harvey ya no es ni rico ni poderoso. Es un hombre acabado, un genio ruinoso que nadie recuerda como genio, como maestro, como mecenas, sino como depredador, sólo como depredador, o como “monstruo” (así lo llamó Salma Hayek en su artículo para el NY Times). Un testimonio que generó controversias…

Las vilezas de Harvey, pero sobre todo la exhibición desnuda de su “dark side”, precipitaron la decadencia.  ¿En dónde está el jefe prepotente, todopoderoso, que se autodenominaba “El puto Sheriff de Hollywood”? ¿A dónde fue a ocultarse su sonrisa retorcida de sátiro? ¿A dónde los amigos que conocían su adicción al sexo y que, entre risas y cierto celo, le aconsejaban, “gordo, para ya”? ¿A dónde la esposa que en días mejores se benefició del deslumbrante apellido de su marido para vestir a todas las mujeres a las que Harvey subía al firmamento mientras se bajaran a beber de su incontinente y violento río?

Weinstein es el hombre más más solo del mundo con sus 80 oscares en la mano.

El buen nombre de sus padres no se fue a la basura cuando MIRAMAX (en honor a Miriam y Max Weinstein) fue acaparado por los dueños de Disney (esa empresa que engendra pequeños monstruos vestidos de princesas y príncipes encantadores). No, su emporio se fue al caño cuando no supo controlar su cremallera; cuando el Edipo profundo que lo eclipsaba se apoderaba de su mente y mandaba a traer a esas jóvenes promesas de la pantalla que accedían a subir a un cuarto de hotel para ser entrevistadas por él, en vez de exigir ser recibidas en un despacho, como se hace cuando una va a pedir un trabajo serio.

En esa suite, Weinstein regresaba a la etapa oral de la vida. Ahí, en donde antes de recibir a las futuras nominadas a un Oscar, se desnudaba para ver en el espejo su terrible realidad: un hombre físicamente desagradable, cacarizo, gordo, ajado, al que solamente se le bajaban los humos cuando alguien, específicamente una mujer, se ponía en el papel de madre y le hablaba severamente. No con ruegos, no paralizadas por el miedo.  

A ese tipo de hombre no se le domina con súplicas, no se le persuade con lágrimas sino sacándole al niño herido que tapió con capas y capas de cemento hasta ahogarlo.

Los Harveys son Harveys porque temen mostrar su debilidad, su carencia de amor materno, el miedo a ser exhibidos como torpes, como ridículos… como son los niños cuando son niños.

A Weinstein le faltó que una noche sus amigos y sus proyectos de conquista lo llevaran a un bar con Karaoke: esos sitios patéticos donde los gringos bobalicones bailan sincopados y canta éxitos de Barry Manilow.

Le faltó subirse al pequeño escenario de un bar rodeado de extraños que se rieran de él y con él; porque de por sí quien va a un karaoke es ya de entrada un tránsfuga, un inadaptado, algo parecido a todos los adolescentes del mundo.

A Weinstein le faltaron huevos para animarse a hacer el tonto y que los demás se burlaran de su pésima afinación o de los extraños movimientos que hace uno cuando tiene el micrófono en la mano creyéndose Sinatra, pero acompañado de una caja de ritmos en vez de una orquesta. Le faltaron amigos reales (no pagados, no que tuvieran que lidiar con él por ser el jefe) para que se rieran juntos y que él viera que no pasaba nada si por un solo día se mostraba vulnerable.

La burla siempre es un tema impersonal; sólo sale, resuena y se va en espera de un nuevo bufón. La burla hiere, pero no mata.

Hombres como Harvey abundan. Hay un Harvey en cada cuadra, en cada barrio. Don Filemón, el abarrotero, le guiñe el ojo y le da crédito a Pancha: mujer de buen palmito que le pide fiado porque a ella le gusta el fuet, pero su marido no tiene más que para comprar longaniza de recorte.

Ese don Filemón (conocido baturro manolarga y raboverde) lleva a sus presas hacia el fondo del estanquillo creyéndose el rey del barrio, pues al tener el changarro mejor surtido de La Merced se siente con derechos para ejercer de cusco como la más eficaz dinámica de poder. Poder sobre las señoras que no se conforman con un cuarto de queso de puerco y quieren probar el jamón Serrano. A Pancha no le gusta nada don Filemón, al contrario, le parece un viejo panzón detestable que apesta a nicotina y moscatel, sin embargo, Pancha está harta de hacer tortas de queso de puerco y le entra al “jijiji, jajaja” con don Filemón mientras le da a probar queso ovejero, y don Filemón traduce (¿equívocamente?) sus risitas como la posible puerta de entrada al paraíso.

Lo mismo sucede con Laura y la sobrina de doña Mary: van a comprarle ultramarinos a don Filemón aunque todo el barrio sabe que es un sicalíptico incapaz de mantener la bragueta cerrada. Él les habla con cierta amabilidad al principio, pero luego que ha dado a probar sus productos importados, y les ofrece la posibilidad de pagar en abonos, ellas, aunque lo desprecian, regresan dos días después, no a pagarle, a pedirle fiado de nuevo haciendo crecer la cuenta hasta el punto en el que don Filemón se cansa y ataca brutalmente queriéndose cobrar a lo chino.

Pancha y Laura y la sobrina son ya adictas al buen embutido, pero se resisten a prestarse a las marranadas del viejo que sabían, a priori, que era un depravado. Todo el barrio lo conoce y lo dice; los maridos y los parientes de sus presas lo saben también, pero nadie se atreve a enfrentarlo porque don Filemón además es usurero y todos le deben algo. El baturro vive en la impunidad total. Sus víctimas se quejan, han mandado hasta a golpearlo con los malandros de la pandilla, pero no lo denuncian pues don Filemón tiene un abogado muy perro, y ellas, en cambio, tendrían que recurrir a un abogado de oficio. En toda esta confusión, la Pancha y compañía siguen yendo con don Filemón o mandando a sus hermanas o a sus primas a pedirle crédito porque están cansadas de comer queso de puerco. Su paladar merece más, y por eso se tragan su dignidad con los restos de un orujo cortesía de “don File”.

Así pasa también en el gremio de los taxistas y de los tablajeros. Hay Harveys doctores, comerciantes y huachicoleros.

La abogada de Weinstein se planta frente a las mujeres que acusan a su cliente. Las increpa, las hace caer en contradicciones. Donna Rotunno tiene mucha experiencia en defender a hombres acusados por delitos sexuales. Injerta la duda en los miembros del jurado. Sabe que al ser mujer genera suspicacias; no sería lo mismo si el abogado fuera hombre, si el encargado de defender al agresor tuviera también un pene entre las piernas.

Con la frialdad de un verdugo, Rotunno asegura que Harvey no es un violador. Mira a la interrogada y dice: “Arrepentirte de haber tenido sexo con alguien no es lo mismo que una violación”. La demandante se horroriza ante la falta de empatía de la prestigiada jurista, y llora. Quisiera decirle que es una gran hija de puta cómplice de un gran hijo de puta, pero la abogada piensa otra cosa (sin decirlo porque no es políticamente correcto): “claro que Weinstein es un hijo de puta; los hijos de putas existen, así como también existen las trepadoras”.  

Tras pensar eso, la abogada añade: “Los hombres ya no pueden ser hombres y las mujeres ya no pueden ser mujeres. Creo que las mujeres lamentarán el día en que todo esto empezó”. Esas palabras desconciertan a casi todos los presentes. Lo que dijo es demasiado delicado, y aunque muchos lo piensen, es algo que no se debe decir. Hay bruma en la sala y su cliente claramente es culpable de los delitos que se le imputan. Por eso está solo en esto. Por eso Tarantino y sus demás compadres del alma prefieren no hacer comentarios a la prensa. Así ha sido el showbizz desde que se inventó, y era algo permisible, una dinámica cotidiana de intercambio de favores sexuales por papeles protagónicos, sólo que antes nadie se quejaba: Tener un Oscar en la mano o una estrella en Beverly Hills bien valían una misa, o una genuflexión o una felación. Era el precio de vivir con y para el glamur… Era parte de los usos y costumbres entre los miembros de la farándula. ¿Degradante? Sí, ¿Injusto? Sí, pero soportable y permitido. La mayoría de las mujeres que sufrieron el acoso del maniaco de Alfred Hitchcock no contaban con una herramienta de exposición masiva como las redes sociales, así que al sentirse completamente en desventaja, rumiaban su dolor con alcohol y visitas constantes al Betty Ford Center. Pero ahora no. Estamos en plena era de la cibernética y no hay algo más reconfortante que saber que millones de personas apoyarán tu causa (se legítima o una venganza) con el poder de un like, de un índice alzado, un corazón rosa o morado. El número de retuits por segundo se convierte en el fallo unánime de ese juez de mil cabezas. Así se ha podido derrocar al poderoso dejándolo en la indefensión, desnudo y exhibido como lo que presuntamente es: un demonio, un criminal.

Cae el muro que inventó Roger Waters: el acusado debe ser exhibido públicamente en su miseria; con los huevos trepados; intentará mostrar su lado más humano, la raíz de sus patologías freudianas, pero el juez Twitter dictó sentencia hace mucho tiempo: esta pequeña mierda humana es culpable, ¡derriben el muro y expónganlo como una hoja volátil, ingrávida, frente a sus juguetes, a su madre y a todos sus amigos!

El caso ha sido cerrado en la sala suprema del célebre pajarillo azul, en el living room de Mark Zuckerberg. Desde ese momento el productor fue condenado al ostracismo y a la defenestración.

En las redes sociales se gana por default porque, aunque el señalado eche mano de su derecho de réplica, no hay quien lo escuche o quien lo lea, menos si eres hombre, menos si el círculo de poder que te blindaba se ha resquebrajado y te ha abandonado porque lo que le choca, le checa. A partir de ese momento Harvey Weinstein comenzó a ser un loco que gritaba en los pasillos “Yo soy Harvey Weistein, motherfuckers”. Sin embargo, ya nadie le temía. Los colaboradores que lo padecieron no volvieron a temblar ante la amenaza de que un teléfono volara sobre sus cabezas. El gigante de Miramax dejó de ser Pantagruel para convertirse en el liliputiense más insignificante. Los Clinton y los Obama y las Oprah y las Madonnas ordenaron bajar las fotos que tenían junto a él (aun sabiendo que era un pervertido) dos minutos después de que la primera mujer tuiteó: #metoo! Pero antes de que esa frase se acuñara, diera la vuelta al mundo y se volviera un arma de destrucción masiva (o de reivindicación feminista) antes del poderoso #hashtag tuvieron que pasar veinte años para que caducara el contrato de confidencialidad que la agraviada firmó a los abogados del monstruo, al mismo tiempo que recibía una cantidad generosa de dólares que acallarían –un rato– su dolor, su indignación.

Uno factor clave, poco mencionado en esta trama, fue el hijo de Woody Allen, Ronan Farrow.

¡Click, click!

Entra a escena este personaje cuya vida también ha estado trastocada por el director que ha sido señalado como otro de los grandes degenerados de Hollywood.

Ronan se dio a la tarea de entrevistar y dar seguimiento a las demandas de algunas víctimas de Weinstein, mientras éste no escatimaba esfuerzos en rescatar de las catacumbas del escarnio al newyorkino que hasta hoy tiene problemas para que sus películas sean distribuidas y se publiquen sus memorias en alguna editorial de prestigio.

El escándalo Allen, junto con el de Roman Polanski, ha generado un debate interesantísimo: ¿cómo convivir con la obra de hombres monstruosos? Así tituló Claire Dederer un artículo muy leído en el periódico español El País.

Dererer arranca su texto enlistando los siguientes nombres: Roman Polanski, Woody Allen, Bill Cosby, William Burroughs, Richard Wagner, Syd Vicious, V.S Naipaul, John Galliano, Norman Mailler, Ezra Pound, Caravaggio y Floyd Mayweather, para, a continuación, poner sobre la mesa la perturbadora pregunta, ¿qué hacer con ellos si son genios, pero son monstruos?

Lo que no se dice en este artículo y en otros espacios de discusión es que, por ejemplo, Ezra Pound fue tildado de monstruo no por violar, no por acosar a alguna mujer. Pound   fue enviado a un manicomio por pecar de inocente y creer (y divulgar en su momento) algunas ideas de Mussolini, en específico la NO usura; idea retomada en uno de sus maravillosos cantos.

A esta lista le faltó veneno o espacio, pues a últimas fechas hemos escuchado despropósitos descomunales como quemar cuadros de Balthus, no volver a imprimir a Nabokov o cambiarle el final a las obras de Bizet porque son humillantes para la mujer.

La pregunta es completamente válida e incluso inteligente, ¿cómo lidiar con el arte de hombres monstruosos?

Lo que haría falta redefinir es el término “monstruoso”.

En mi opinión muy personal es igual de monstruoso ser un bully que llegar a la ceremonia del Oscar departiendo y abrazando al hombre que supuestamente te violó o te acosó.

¿Es monstruoso casarte con tu hijastra, (primer caso de Allen) pero ver pasar los años y darse cuenta que es una de las parejas más solidas de ese mundo de ornato?

Para mí no lo es.

Es monstruoso sacrificar y/o enterrar una obra literaria (memorias de Allen) argumentando que el autor es “sospechoso” de abuso (porque Dylan Farrow no ha conseguido el fallo de ningún juez a su favor, al contrario, Allen fue exonerado).

Olvidamos o pretendemos olvidar el contexto en el que se han dado estos casos.

Cuando Polanski fue declarado culpable de abusar de una menor de edad, ese tipo de dinámicas para detentar el poder eran “la normalidad” dentro de un ambiente tan sórdido y machista como el del espectáculo.

No por ello defendiendo a los hombres que abusan, pero sí es importante entender que incluso las propias mujeres que deseaban obtener papeles o un mejor puesto, estaban conscientes que esa era “LA” forma más rápida, la más efectiva para no hacer del proceso un trámite burocrático de años. ¿Un modelo de negocios? Puede ser. Sumamente injusto, por supuesto. Sin embargo, para que ese modelo cambie radicalmente la mujer debe entender que los hombres son pésimos traductores de las señales.

Donde nosotras vemos una sonrisa amable, ellos ven coquetería abierta.

Donde nosotras vemos un lenguaje desparpajado, ellos ven libertinaje.

Donde nosotras vemos un estilo sensual, ellos ven putería.

Para la mayoría de los machos, el fin justifica las medias.  

Sin embargo, todos los escenarios anteriores también pueden ser medidos y calculados por las propias mujeres para obtener algo que en muchas ocasiones les sigue siendo vedado por dos razones: verdadero machismo o, ¡caray, hay que decirlo!… ausencia de talento dependiendo el objetivo, en este caso, el empleo o el papel.

Harvey Wenstein es culpable. Su abogada no pudo demostrar lo contrario, y este texto no es una defensa. Es una autopsia rápida practicada al cadáver.

Es un depredador sexual. Un hombre con un hueco en su pasado que intentó llenar de la manera equívoca. Como todo hombre acomplejado, en su fuero interno no se sentía capaz para llevar a cabo exitosamente un ritual de cortejo. No le prestó tiempo a meditar que, aún teniendo desventajas físicas, poseía algo más atractivo que unos ojos bonitos o un torso de acero o un falo dorado: tenía el talento y el encanto necesarios para ser admirado por la mujer que él eligiera. Por cualquiera, sin tenerla que forzar. Finalmente, eso es lo que sobrevive siempre en la relación hombre-mujer cuando el enamoramiento pasa y el amor se asienta en el fondo de la taza, sólo queda la admiración, que no es poca cosa.

Depredar quiere decir asaltar súbitamente, terminar rápido la opresión para ir a aplastar al otro, para tragárselo de un bocado y pasar a lo que sigue.

Ejemplares como Weinstein no ven la cara de Gwyneth Paltrow o de Salma Hayek o de Angelina Jolie… para un hombre castrado, dueño de un súper yo exacerbado por el poder y el dinero, una mujer son todas las mujeres. Por eso su modus operandi era tan básico y burdo: Harvey dominaba todo, menos el arte de seducir. Harvey tenía todo, menos una imagen clara de lo que veía reflejado en el espejo a la hora de enfundarse en una bata de hotel y pedir morbosamente que le hicieran un masaje.

La manera de erigir su carrera fue paralela a su manera de interrelacionarse: Weinstein se movía con violencia y voracidad. Fue un goloso insaciable, incontinente; como aquel que come y come chocolates y no puede detenerse aunque le corten una pierna porque ya le dio diabetes.

El movimiento #Metoo ha tenido un triunfo histórico pues el que cometió el delito será castigado. Sin embargo, sigo pensando que en este caso en específico hay muchas incongruencias por parte de algunas (no todas) las mujeres que denunciaron. Ellas dirán que en su momento padecieron una especie de síndrome de Estocolmo, sobre todo al verlas en las revistas que salieron meses o años después de los ataques, en donde parecían haber olvidado el ultraje y aparecían en corro abrazando, apapachando a su captor, a su bully, a su monstruo.

La abogada Donna Rotunno va trepada en unas zapatillas Ferragamo, camina segura, enhiesta junto a un Harvey Weinstein encorvado.

El otrora viril carnero que dominaba la escena del cine y la moda es hoy la mínima expresión de un ser humano.

El veredicto del jurado: culpable por el delito de acoso y violación en segundo grado.

La condena del juez: 23 años de cárcel.

La sangre corre por los pasillos de la corte. Baja por las escaleras y se pierde en la alcantarilla.

El viejo Harvey todavía conserva esa mueca macabra que lo acompañaba en las alfombras rojas cuando era abordado por los flashes de las cámaras. Ha perdido varios (muchos kilos). Esa ahora un hombre pequeño al que la abogada entaconada le ayuda a cargar su andadera.

Será trasladado a su celda y tendrá el tiempo necesario para pensar en aquel hombre que nunca se enteró que ya había ganado. Desde que logró que Grateful Dead fuera a un pueblo inmundo de Búfalo, ya había ganado.

Pero no existe otro chance, otra vida para darse cuenta de que las canicas estaban, estuvieron desde entonces en el fondo de su bolsillo del pantalón.  

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About Author

Alejandra Gómez Macchia

Truncó su carrera de música porque se embarazó de Elena. Fue bailarina de danzas africanas, pero se jodió la rodilla. No sabe cómo llegó al periodismo (le gusta porque se bebe y se come bien). Escribe para evitar el vértigo. En el año 2015 publicó “Lo que Facebook se llevó” (Penguin Random House), y en unos meses publicará un libro de relatos, “Bernhard se muere”, en la editorial española Pre-Textos.

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