viernes, marzo 29 2024

por Claudia Luna

Asistir a una escuela para niñas me dejó algunas enseñanzas además de las académicas. Al igual que mis compañeras, sabía, aunque no lo discutiera abiertamente, quién era la niña más estudiosa, la más chistosa, la más floja y la más hermosa del grupo. La aplicada se comía los libros y digería cada palabra, cada idea, hasta hacerla suya. La graciosa tenía una mente ágil y sabía los últimos chismes y tendencias. Era capaz de jugar un ping-pong intelectual contra cualquiera de nosotras y ganarnos cada partida con gracia. La perezosa tenía, a mi parecer, el trabajo más difícil y ese era no creer en sí misma, en su capacidad. Sin importar lo que pasara estaba tan convencida de que no podría sacar buenas notas, que permanecía siendo la floja sin atreverse a salir de ahí. La más bonita, sólo lo era…, y aunque no había mérito en ello, la rodeaba un aura y un misterio que todas las demás queríamos desentrañar, además la seguía una corte de admiradoras que estaban pendientes de cada uno de sus gestos y movimientos.

Tuve la fortuna de no ser ninguna de las niñas anteriores, de no estar marcada por ninguno de esos estereotipos. Aprendí, con el tiempo, que tenemos la capacidad de transformaros y de elegir qué cualidades nos formarán. Los años me han probado que no somos una sola cosa, cada persona es un universo en sí mismo. Cada uno de nosotros es completo y perfecto. No nos falta nada.

Mientras pensaba en los estereotipos de mi juventud, me acordé de un muchacho que trabaja en un supermercado de especialidades. Algunas veces voy a buscar algo y lo observo mientras hago la cola para pagar. Es físicamente apuesto, tiene buena estructura ósea, una cara agradable y unos hermosos ojos azules. Sin embargo, estoy segura de que él no lo sabe, porque insiste en no mirar a la gente a los ojos. Se esconde detrás de unas horribles gafas, ropa demasiado grande para él y tiene una actitud corporal de “no quiero estar aquí”. Cuando lo miro, no puedo evitar pensar: “El sería un excelente candidato para uno de esos programas de televisión en donde transforman a las personas de patitos feos en cisnes deslumbrantes”. Entonces, hago un recuento rápido: “Claro, habría que cambiarle esos zapatos que parecen cajas, hacerle un buen corte de pelo y enseñarle algunos trucos para pulir su actitud y roce con la gente”.

Todos hemos sentido ese deseo de “arreglar” a alguien. Podemos ver con claridad lo que necesita el vecino para convertirse en un “producto perfecto”. Cuando en realidad, lo único que nos hace falta es enfocar el lente para ver mas allá de la envoltura. Imposible pensar que una sola cualidad nos defina. Somos un cosmos y, por lo general, debido a nuestra naturaleza humana, tenemos toda clase de condiciones contradictorias. Por ejemplo, una persona hermosa pudiera ser vana en una situación y sensible en algún otro momento.

El que la naturaleza haya dotado a ciertas personas con cara de ángel, no tiene mérito propio. Me pregunto si los guapos dan gracias a Dios cada vez que se miran al espejo, por la suerte de ser bellos. Tal vez es algo que deberíamos hacer todos al contemplar nuestro reflejo.

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Claudia Luna

Escritora y Directora creativa en www.carlosluna.com y Diseñadora Gráfica.

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