jueves, marzo 28 2024

La Quinta Columna
Por Mario Alberto Mejía

El 2 de octubre pasado participé en un foro iberoamericano-ruso en la Universidad Estatal de San Petersburgo.

En unas semanas más saldrá publicada la memoria de dicho foro, en el que participaron académicos y especialistas de varias partes del mundo.

He aquí la ponencia que presenté.

Benito Juárez y Andrés Manuel López Obrador son dos personaje de novela rusa. 

En ellos cabe redonda y perfecta la frase de Viktor Frankl: “Cualquiera puede sobrevivir al sufrimiento si le encuentra sentido a su vida”. 

Ambos sufrieron de diferente manera, pero los dos supieron capitalizar ese sufrimiento a través de sus actos de gobierno y de vida.

Francisco Bulnes, el crítico más brillante que tuvo Juárez, lo retrata como un oscuro político de provincia: lento, moderado, oportunista, y no muy inteligente. 

Algunas de estas características las comparte López Obrador.

Bulnes no miente, pero dejó pasar cualidades que hicieron de Juárez el prototipo del héroe nacional. 

Por ejemplo, su gran, enorme, capacidad para entender la época que vivió y el olfato agudo para poner en puestos decisivos a los gigantes que lo acompañaron en sus diversos gobiernos. 

Otra más: la honestidad personal de Juárez que fue menospreciada en su momento. 

Cuando muere, su fortuna personal llegaba a poco más de 155 mil pesos, equivalentes a 7 mil 834 dólares o a 460 mil rublos.

Esta última característica la comparte con López Obrador. 

Y es que al presidente de México se le puede acusar de todo, menos de deshonesto. 

De entrada, carece de propiedades y de tarjetas de crédito. 

Su fortuna personal es modesta.

Y su salario de presidente es siete veces menos al de sus antecesores.

Los dos fueron congruentes en sus vidas públicas y privadas.

Los dos mantuvieron sus principios por encima de todo.

Se ha dicho que Gógol caracteriza a sus personajes a partir de los zapatos que usan, el largo de sus patillas o su forma de estar de pie. 

Si recurriéramos a esa gastronomía del ojo para analizar a Juárez tendríamos que incluir aspectos claves: su peinado lacio cortado por una línea de raya al lado, muy al lado; su único traje manchado de lodo, restos de sopas, algo de guisado y caquitas de mosca; sus únicos zapatos sin bolear. 

Su mirada seria, imperturbable. 

Sus ojos fríos que no revelaban emociones. 

El mentón duro, avaro.

Por otra parte está el Juárez, siempre de pie, con guantes blancos y traje de levita, y con los zapatos estrictamente boleados. 

Ese Juárez es el que crearon los ganadores de la revolución mexicana para celebrar el alma del indio que llegó a ser el mejor presidente en la historia de México. 

Faltaba más: ese juárez es una estatua de bronce colocada en todas las plazas públicas del país. 

Un héroe a la altura de la gastronomía del ojo, sí, pero también del alma mexicana.

Aunque últimamente tenemos un Juárez blanqueado y hasta mestizo. 

Un Juárez criollo con el mentón fuerte. 

Un Juárez bronceado con unas cejas pobladas que jamás tuvo. Es el Juárez de la Cuarta Transformación.

Si con esa misma gastronomía del ojo analizáramos a López Obrador las cosas serían reveladoras.

Su peinado actual nos habla de un hombre más preocupado por el fondo que por la forma.

Antes de ser presidente tenía sólo dos trajes en su guardarropa.

Sus zapatos no siempre están lustrados.

Prefiere el contacto con los pueblos que con los grandes empresarios.

Incluso a éstos los evita.

Sus trajes, además, parecen quedarle grandes y no son de casimir inglés.

Sus camisas blancas no son tampoco de algodón egipcio ni de un blanco impoluto.

Tampoco fueron diseñadas en una casa sueca.

Sus trajes no son Brioni ni Zegna, ni Boss.

Sus zapatos están lejos de la marca Ferragamo.

Algo es cierto: aspira a ser algún día una estatua de bronce en todas las plazas públicas de México.

Juárez enfrentaba a sus enemigos con una virulencia brutal.

Sobre todo a Maximiliano de Habsburgo.

Con éste fue implacable.

López Obrador ataca a sus enemigos todos los días y los llama conservadores, cobardes y corruptos.

A la prensa crítica la tira en el basurero de la historia y no la baja de pasquinera y mentirosa.

Parece que lucha contra el mal con las armas de los malos.

“No luches contra el mal con el mal”, escribió Tolstoi en el contexto de una literatura deslumbrante. 

Es decir: no puedes corregir el mal siendo malo.

Juárez combatió el mal de esa manera.

Un pasaje del historiador Agustín Rivera lo retrata:

“En efecto a las doce de la noche en punto – consigna- se paró un coche en la puerta del templo de San Andrés, y el jefe de la tropa abrió inmediatamente la puerta. Entraron únicamente Juárez y su ministro Sebastián Lerdo de Tejada. Al entrar se descubrieron la cabeza y se dirigieron a la gran mesa que estaba en medio del templo, en la que estaba tendido el cadáver de Maximiliano, completamente desnudo y rodeado de gruesas hachas encendidas, y se pararon junto al cuerpo. Juárez se puso las manos por detrás, y algunos instantes estuvo mirando el cadáver sin pronunciar palabra y sin que se le notara dolor ni gozo; su rostro parecía de piedra. Luego con la mano derecha midió el cadáver desde la cabeza hasta los pies, y dijo: ‘era alto este hombre; pero no tenía buen cuerpo: tenía las piernas muy largas y desproporcionadas’. Y después de otros momentos de silencio, dijo: ‘no tenía talento, porque aunque la frente parece espaciosa, es por la calvicie’. Lerdo no dijo nada.

“Luego se sentaron en una banquilla que estaba frente al cadáver,- continúa Rivera- siempre mirándolo. Juárez cruzó una que otra palabra con el jefe de la tropa, manifestándole su afecto por lo bien que estaba desempeñando su comisión de la custodia del cadáver, porque se había hallado en el sitio de Querétaro y porque años atrás lo había tratado de cerca y estimado bastante. Juárez y Lerdo se volvieron en el mismo coche. La visita duró cosa de media hora.

“Al día siguiente fue vestido el cadáver, y ya se permitió a varias personas la entrada a la iglesia de San Andrés a visitar los despojos mortales del ex emperador Maximiliano, previa licencia de una autoridad superior al jefe de la tropa, la que continuó custodiando de día y de noche el cadáver, hasta el día que fue sacado de dicha iglesia para ser conducido a Veracruz. Se permitió también tomar fotografías del cadáver”.

Para Justo Sierra las principales cualidades de Juárez fueron la fe y la voluntad, mismas que se identifican con López Obrador. 

Fe, en creer en lo que uno hace. 

Voluntad, en la persistencia en hacerlo.

La vida de Juárez nace en los terrenos felices del mito: un niño indígena, más pobre que una papa, que es pastor de ovejas y que aprende a leer y a escribir cuando sus compañeritos ya andaban de novios. 

Un joven estudiante que está a punto de ser sacerdote y que cambia los hábitos por un título de abogado. 

Un migrante en Estados Unidos que trabaja forjando puros en Nuevo Orleans al tiempo que sueña con la Patria vestida de blanco. 

Dos hijos de Pablo Benito muertos de hambre y de frío en el país del norte. 

Un gobernador de Oaxaca que obliga a su hija a bailar con un estudiante pobre en demérito de un muchacho de buena cuna y dinero. 

Un ministro de la Corte con sueños de justicia. 

Un presidente de la República que lleva a la Patria metida en una carroza.

La vida de López Obrador crece en un rincón del México marginado: un hijo primogénito de comerciantes tabasqueños y veracruzanos con un abuelo materno originario de Cantabria, España. 

Un estudiante modesto de la única escuela primaria del pueblo en que nació, que por las tardes ayuda a sus padres en la tienda “La Posadita”. 

Una familia que se muda a Villahermosa, Tabasco, en los años sesenta para instalar la tienda de ropa y zapatos “Novedades Andrés”. 

Un universitario sin monedas en el bolsillo que vive en la “Casa del estudiante tabasqueño” en la peligrosa colonia Guerrero de la Ciudad de México. 

Un hombre preocupado por la situación de los indígenas chontales que se hace amigo del poeta Carlos Pellicer. 

Un militante del partido oficial —el PRI— que queda al frente del Centro Coordinador Indigenista Chontal de Nacajuca y colabora en la Coordinación general del Plan Nacional de Zonas deprimidas y grupos marginados. 

Un militante de un partido de oposición que encabeza marchas delirante en contra de los fraudes electorales. 

Un candidato a la Presidencia de México al que le arrebatan en dos ocasiones triunfos ganados en las urnas. 

Un presidente de la República que quiere ser el mejor presidente de México.

¿Por qué digo que Juárez y López Obrador son personajes de novela rusa?

Porque concentran algunas de las características que aparecen en las obras de Tolstoi y Dostoyevski, entre otros: la melancolía, el arrojo, la eterna lucha del bien y el mal, el valor, la entereza, la sabiduría para salir de situaciones difíciles, la lealtad, el humanismo, la tragedia.

Quiero terminar con una frase de Gógol que representa parte de cierta alma rusa:

“Qué triste es este mundo, señores”.

Cierto.

Pero cuánta felicidad cabe en la tristeza.

Por cierto: Gógol también escribió que en San Petersburgo, más que en ningún otro lugar, el diablo en persona enciende las luces de la calle.

Ayer por la noche fui testigo de ello.
Fitis ritis in mermerus, locutus aproni

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