viernes, abril 19 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

Por supuesto que una persona –cualquier persona que trabaje y se gane y pueda darse la recompensa de hacer maletas para viajar– tiene derecho a hacerlo.

Claro que cualquiera, sí, cualquiera que así lo decida, puede emprender la graciosa y necesaria huida hacia una playa, una montaña o un desierto (en condiciones “normales”).

Si así le apetece, todo ser humano libre, hombre o mujer, puede comprar tickets y pagar un avión, o bien coger el auto y preparar una lista de canciones para manejar rumbo al destino que le plazca. De hecho, se puede ir puebleando, es decir, haciendo paradas en los pueblos para conocer y comer y beber y pernoctar en alguna cabaña. Todo depende del tiempo con el que se cuente, para así, darse a la aventura completa.

Por algo nuestro bello país es un destino tan socorrido para los extranjeros. México siempre ha ofrecido un abanico de posibilidades, no sólo para el turista que se deja llevar por un guía que le muestre los atractivos, sino también por los viajeros de mochila al hombro; esos que no se van fotografiando en las fachadas de las iglesias o con las estatuas, sino que se llevan en su memoria cada rincón del pueblo o la ciudad en cuestión.

Es un privilegio poder vacacionar en México. Todos lo sabemos. Es barato, es bonito, es hasta cierto punto muy seguro, si es que uno no se va a meter a alguna zona narco.

Cuánto se extraña viajar, ¿cierto?

Ahora que no podemos, queremos; soñamos con salir, mínimo a una procesión a Juquila o qué se yo, a un fin de semana jarocho para ir a comer mariscos y tomarse una nieve.

Pero no se puede. No se puede porque ya nos volvieron a poner en arresto domiciliario por la cantidad tan brutal de contagios de COVID.

Hay COVID en todos lados; pero todavía hay gente –necios o incautos– que no lo creen o no quieren creerlo, y si lo creen, les vale gorro; se la rifan, como dice la banda, porque hay que seguir comiendo, hay que salir a buscar el pan…

En casi todos los estados de este cuerno de la abundancia ya se regresó al semáforo rojo. Es preocupante; sobre todo a la gente le preocupa el tema económico. “Ya no la van a contar nuestros negocios”, dice una buena cantidad de micro empresarios. Y claro que es preocupante; con dinero baila el perro, y también con dinero es más fácil librarla si caes enfermo de este virus (aunque ser millonario no te asegura que salgas vivo de una intubación o si se te complica el virus en su fase inflamatoria).

Sin embargo, lo más preocupante, más que la recesión de los dineros, es el desastre sanitario. No hay un solo día, desde hace ya varias semanas, que los números disminuyan.

Dicen los que saben (y los que no saben también ya lo están comprobando) que dentro de poco tiempo cada persona de este país habrá perdido por lo menos a un familiar o a un conocido a causa del covid.

Es devastador el daño, ante todo psicológico, que esa expectativa genera.

No se sabe cuándo va a poder controlarse el desastre. Tampoco es posible predecir con exactitud la magnitud de la tragedia íntima, personal, familiar, local, estatal, nacional y mundial del asunto.

Todos somos tripulantes de este ballenero amenazado por un Moby Dick invisible y microscópico.

No se sabe, pero se huele el miedo. No hay un solo día que no nos enteremos por medio de las redes y la televisión que los casos siguen reproduciéndose y que las vacunas todavía son insuficientes.

Falta mucho para volver a abrazarnos, para volver a besarnos, para salir a la calle sin paranoia.

Tendremos, eso sí, que acostumbrarnos a seguir usando el barbijo o cubrebocas pues, una vez “curados” del COVID, uno queda muy vulnerable a que otros virus y bacterias se nos cuelen por nariz y boca, lo que no es nada grato si se tiene el sistema inmune tan bajo como te lo deja el coronavirus.

Por eso, y no por otra razón más (mezquina) es que se ha insistido tanto en el uso de la barrera, es decir, del mentado cubrebocas que tanto nos molesta y que muchos se siguen negando a utilizar.

Por eso, y no por otra razón, ver a López Gatell en la playita, con su novia, y mostrando esa sonrisa socarrona que lo precede a donde llega, causa tanto escozor entre la gente.

No tiene nada de malo que el Zar anticovid se tome un descanso, aunque lleve semanas, y antes meses, diciendo: “QUÉDATE EN CASA”.

El señor ha trabajado… y se merece, obvio, un receso. Sin embargo, volvemos al tema de poner el ejemplo en un país de tercos, reacios, soberbios y analfabetas…

López Gatell tiene derecho a viajar sin que se le juzgue por ello, sí, pero es poco sensible que lo haga justo una semana después de haber salido a cuadro, suplicando y casi llorando, que la gente permaneciera en casa y no viajara porque el bicho está desatadísmo.

Sí, López Gatell se merece un fin de semana en la playa; se merece, como todos, echarse unos tragos, leer, relajarse, convivir con su pareja, sí, pero poniéndose el cubrebocas en el avión y en la barra del hotel, y guardando la tan mentada sana distancia.

Por eso se hace escándalo cuando una figura pública es captada en estos momentos faltando a las medidas mundiales contra la pandemia.

Se hace un desmadre, sí, porque no es cualquier hijo de vecina; el señor es la imagen de la lucha contra el COVID a nivel nacional.

Por eso, señores, y no por reaccionarios, se incendia el país si aparecen fotos como las de Gatell en las playas Oaxaqueñas.

Porque no hay congruencia.

Sólo por eso.

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