jueves, abril 25 2024

Los parasiempres son flores que no se dan en cualquier clima; igual que los paraguas, que sólo sirven cuando llueve o para cubrirnos del sol (y ahí los bipolares cambian de nombre a sombrillas).

Cinco de la mañana.

Despierto con el estómago hecho un nudo pues, otra vez, la amenaza del COVID está latente.

Hace un mes, el microbicho verde con picos flotó impunemente junto a mi puerta, pero ha de haber encontrado un cliente más jugoso y desistió; pues bien, hoy está ya en el descanso de la escalera y… sí, pese a que he pasado casi toda mi vida pensando y preparándome para no acobardarme frente a la muerte, creo que todavía no es tiempo de enfundarme una pijama de madera. Menos a causa de un minibicho que ni siquiera da la jeta.

Eso pensaba a las cinco de la mañana; mientras pensaba, también, ¿qué carajos hace despierta una mujer que no debe cumplir con un trabajo de oficina y ya no tiene chamacos a los que dejar en la escuela, levantada en la madrugada como viejita? O como Yogui… Y sin gallo.

Entonces reparé en una situación: llevo casi dos años levantándome a las cinco de la mañana, no para bañarme o tomarme un medicamento o ponerme a levitar, sino para darle vueltas a viejos temas que según ya tengo bien resueltos:

1) cómo aprovechar con gracia y dignidad el último tirón de juventud.

2) Cómo mantener el misterio en el amor y subyugar a mi hombre

3) cómo aprender a decir que no.  

4) cómo evadir los impuestos, etcétera.

Problemas que no me machacaban el seso antes, ni fungían como resortes propulsores que me levantan de súbito de mi abullonado colchón.

Para las seis de la mañana comienzo a ser un verdadero humano (a las cinco soy todavía una larva), después de la primera taza de café, que también sirve para activar aún más mis engranajes cerebrales y así seguir pergeñando planes de cómo poder ser feliz en el desierto, es decir, acabar de soltar de una vez por todas y definitivamente esas ideas de posesión que no te llevan más que a ser un triste satélite de tus propias carencias. Hueva.

Hace dos años, en una de esas madrugadas cuando me quedaba dormida con la tele encendida sintonizando programas de señoras asesinas para acallar las voces de mi cabeza, llegué a la conclusión de que el mayor error que había cometido en mis pasados (porque son varios) había sido declarar una guerra estéril por el poder tanto con la pareja como en el trabajo y con las amistades.

A partir de ese día libré una victoria importantísima: decidí no tener amigas para volverme el centro de atención de mi pandilla de camaradas varones. Punto. Muy a la Maggie Tatcher.

La segunda gran victoria fue dominar mi necesidad de aferrarme a vivir con alguien, cuando, tras extenuantes jornadas de trabajo de campo, asumí que mi capacidad de asombro expira a los cinco años de convivencia bajo el mismo techo. Y cuando una persona, mujer u hombre, pierde la curiosidad en el objeto que antes era deseado, los trenes se descarrilan eventualmente y no de la mejor manera, al contrario, quedan huesos rotos, órganos reventados y sobre todo, huevos fritos y almas resecas.

Aún no logro mi tercer cometido, que es prender a delegar y resetear las viejas prácticas matriarcales de querer convertirme en la heroína de todas las causas ajenas que se me crucen en el camino, tales como reparar infancias, aplicar inyecciones, hacerla de plañidera y editar textos de a grapas.

Todo eso pienso de las cinco a las siete de la mañana mientras espero un nuevo resultado de prueba Covid y  riego afanosamente esos parasiempres que todavía no acaban de adaptarse a este clima.

 

 

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