jueves, marzo 28 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Mariana Rodríguez Cantú es congruente con su sino; está empeñada en ser una versión de Lady Dy regiomontana.

Acribillada en redes por casi todo lo que hace, la rubia es simple y llanamente el cartabón de la millennial que abandera una máxima: estoy en internet, luego existo.

Que si le hizo la campaña al mirrey de su marido, que si se disfraza de plátano, que si poner de moda los tenis naranjas, que si se hace la buena samaritana y se corta el pelo en solidaridad con los niños que tienen cáncer.

Ese pelo, en principio, no es arbitrario.

Los que nos hemos rapado a coco sabemos que una vez tomada la decisión no hay vuelta atrás. Es un pelicidio, un suicidio pequeño, una corrección. Una especie de arranque irrefrenable que lleva a la tijera a penetrar hasta lo más profundo dejando huecos espantosos para después proceder a la operación rasuradora.

Eso es raparse, no armarte un look a la medida.

Mariana y sus asesores sabían que al cortarse de esa forma sus caireles galopantes, el resultado le iba a dar un toque spenceriano.

Los regios son habilísimos para hacer dinero. Trabajan mucho, es cierto, son competitivos a morir, híper sociales sin pretensiones esnobs, y en su mayoría (con algunas excepciones) muy ignorantes.

Ahí está el producto. Mariana y sus lacrimógenas escenas en el DIF van completamente acorde con la idiosincrasia del millennial regiomontano de La del Valle. Lo que sorprende es que sorprenda y se haga un desmadre de ocho columnas.

Es el espíritu del tiempo entre los jóvenes. Como hacer reseñas de una bolsa Valentino infestada de cristales y anunciarla como la oferta del año. Como ver en Dubai la joya más grande del desierto no por lo grandioso, sino por lo grandote.

En mis tiempos, cuando la chaviza se juntaba nos preguntábamos, ¿y cuál es el último chiste de Pepito? Ahora es ¿cuál es la última chingadera de la primera dama de Monterrey?

Desde que todo se filma con un teléfono nos volvimos más vulnerables al caer en el vicio de la auto-exhibición. Y más con la pandemia; el encierro y la distancia corporal nos ha empujado a buscar nuevas formas de contacto, y a veces no reparamos en que se rozan los excesos.

Mariana se rapa y sus odiadores le dicen que si se cree La Madre Teresa, ignorando que la madre Teresa no era ninguna santa, pero el espíritu de su tiempo requería de una figura de esas características:  clerical, anciana, sacrificada, con una capacidad vicaria de entregar su vida al prójimo y desprendida de lo material (supuestamente).

Hay que dudar siempre de los falsos profetas, sin embargo, el medio siempre es el mensaje: y nuestro personaje del día ha respondido satisfactoriamente con los cánones de la era virtual: la alta frivolidad, la sensiblería, y la crueldad disfrazada de vanguardia en la consciencia.

Nuestro mundo hoy tiene un concepto que manosea y vende mucho: la experiencia.

Se venden experiencias inmersivas en museos, ¡entre usted a la mente caótica de Van Gogh sin visitar Arles o el D´Orsay!  Se vende la experiencia de pasar la tarde con un grupo de rock en la Condesa, se vende la experiencia de cocinar junto a un chef que logró hacer comestible un cubo de unicel, se venden saludos de cumpleaños por baladistas en decadencia. Y cuando digo vende, no hablo sólo de dinero, sino de ideas. ¿Qué es lo bueno ahora? ¿Y qué es lo malo?

Bueno es adoptar un perro callejero, bueno es vestir y humanizar a ese perro. Bueno fue sacar a los elefantes de los circos para mandarlos al matadero.  Bueno es comprar bolsas vegadas cien mil pesos y no bolsas de cabra de 50. Bueno es que el arte sea de todos y para todos. Bueno que los chavos se organicen para llenar tráileres de víveres en terremotos, pero no sepan lavar sus calzones, etcétera.

Malo es que se lea un libro donde un maestro se enamora de una menor de edad que lo manipula hasta demencia. Malo es que los niños miren un cuadro de una mujer abierta de piernas, malo es que Carmen muera en la ópera de Bizet porque es violencia hacia la mujer, malo es comer chalupas con manteca si se puede vivir de tragar un polvo carísimo saborizado con vainilla, malo, malo, malo.

 

Lo que ha hecho Mariana Rodríguez es lo consecuente a su establishment: invertir tiempo y dinero en golpes dramáticos mediante una EXPERIENCIA.

Ir a un hospital, como Diana Spencer, y tomarse la foto en el momento justo de la lágrima.

Vende empatía.

Diana Spencer fue la primera gran mercante de empatía: con los enfermos de sida, con los niños que vivían entre minas… fue también la “rompedora de cadenas” y vendió la experiencia de vengarse de un marido infiel siéndole igualmente infiel.

Claro que la realeza es la realeza, ¿no? Por eso a Diana se le entronizó y se perdonó todo, aun aquellos que vomitan la monarquía.

Con esto no estoy diciendo que la regia sea una aproximación de Lady Di.

Digamos que su tiempo, nuestro tiempo, es la mayor barrera para que fuera una versión mexicana. No es amiga Gianni ni de Elton ni baila un chachachá con Travolta.

Adoptó un bebé durante un fin de semana y el respetable se infarta porque qué daño le hacen a una vida inocente, cuando el bebé es incapaz de traducir lo que está pasando por su edad.

Del tema legal, ni hablemos. Hay que dejar que los que saben de leyes aporten lo suyo, aunque sabemos que esto también pasará porque es parte del show: es una experiencia. La experiencia del linchamiento y del olvido exprés.

Mañana esta chica reventará las redes con alguna otra impertinencia absolutamente premeditada y las legiones de jueces cotidianos en Twitter saldrán a empuñar la espada por un lado y la balanza por el otro.

Lo que hace esta mujer oscila en dos estadios: entre lo políticamente incorrecto (pero burdo) y lo que le alcanza intelectualmente.

Así que no chillen. El bebecito no quedará traumatizado.

Traumados y miserables los que, a punta de likes y votos, hemos llevado hasta ahí a estos personajes.

 

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