viernes, abril 19 2024

Tala/ por Alejandra Gómez Macchia

Aunque lleguemos a vivir cien o más años, a la hora de abandonar este mundo todos nos llevaremos –irremediablemente– la sensación de que acabábamos de entrar en él. Que el juego se acabó justo cuando se estaba poniendo interesante; porque después de miles de ensayos comprendimos que la cosa iba en serio, pero no era tan grave… y que la felicidad te encuentra a ti y no tú a ella, pues como buena dama, es caprichosa, voluble y llena de apetitos insaciables.

No son los viajes ni los títulos universitarios, ni las medallas ni los reconocimientos, lo que al final nos reconfortan. Eso quedará archivado en álbumes o en marcos que cuelguen (polvorientos) de la pared.

La memoria nos es útil mientras la maquinara que la acciona funcione bien, de otra manera –como dice Borges– sólo “las cosas” duran más que nuestro olvido.

He conocido a gente que posee una memoria privilegiada. Que recuerda el nombre de su primer maestro de kínder. Que sin mayor esfuerzo canta aquella tonada que su madre le susurraba para dormir.

Ese tipo de personas sobresalen siempre en la mesas, se adueñan de la conversación y mantienen atentos a los demás. Son seductoras. Surtidoras de imágenes y placeres.

En lo particular me impresiona y me causa cierta envidia que alguien pueda citar las frases más delirantes de una narración, o que recite de memoria poemas larguísimos que seguramente aprendió desde la tierna infancia.

¿Cómo le hace?, me pregunto.

¿Qué comió que yo no comí?, ¿qué vitamina me faltó ingerir en la adolescencia para ejercitar sus recuerdos?

Es frustrante tener en la cabeza el contexto, los matices, la tesitura y la intención de una frase y ser incapaz de soltarla, no por temor al yerro, sino porque simplemente la hemos colocado en las mazmorras del olvido.

Le pasa a menudo al distraído o al indiferente, pero lo que es casi criminal es que le suceda a alguien cuyo trabajo –y vida– dependan de la memoria, de las palabras.

Sin embargo, olvidar  puede ser bastante práctico para todos aquellos que en definitiva no han aprendido nada de sus errores.

Por ejemplo: quien olvida el sinsabor del desprecio y recae en las trampas del amor no puede ser catalogado como un necio o un imbécil; en este caso el olvido lo devuelve a un estadio de pureza que el hípertimésico jamás puede recuperar.

Si hablamos de viajes, lo más fácil para el despistado es remitirse a las fotografías, que no son más que muletillas engañosas de la realidad. Ayudan a la hora de ilustrar, pero nunca te transportarán al momento lleno de olores, texturas y sonidos que sólo se consigue alcanzar (o hasta corregir) cerrando los ojos y recordando, ¿y por qué no?, hasta mistificando un poco.

Pasa lo mismo con la música.

Al ser entidades vibrantes, siempre hay cierta nota –o serie de notas– con  las que nuestro cuerpo reacciona.

Pienso en un momento importantísimo en mi vida: la muerte de Carlos, mi bien amado abuelo: el viejo bachicha que durante noventa años se construyó un personaje maravilloso.

Mi abuelo estaba dotado de una memoria excepcional, sin embargo, esa virtud no hubiera sido tan poderosa de no haber contado con una imaginación que rebasaba –por mucho– su retentiva.

Desde joven exageraba los hechos y tejía fino alrededor de las historias.

De sus viajes decía recordarlo todo, y en verdad era apabullante escucharlo porque daba la impresión de obtener imágenes con zoom-in de lo que iba narrando.

Él amaba la música más que otra cosa. La música y las mujeres, mejor dicho. Y así como recordaba y potenciaba la anécdota que revivía con tal o cual canción, asimismo magnificaba la intensidad del romance al que lo direccionaba la tonada.

Aunque no fuera un Alain Delon, don Carlos Macchia te hacía creer con sus cuitas que las mujeres caían rendidas a sus pies como si lo fuera.

Traigo todo esto a mi débil memoria porque ayer estuve escuchando a “The Temptations” e irremediablemente la cabeza me llevó al lecho de muerte del abuelo; una muerte nada aparatosa y previamente anunciada por los médicos.

Oyendo “My Girl” (y frustrada por haber olvidado la sucesión de la letra) pensé en la frase con la que abro este texto, aquella que seguramente  tomé prestada de Montaigne: “Aunque lleguemos a vivir cien –o más– años, a la hora de partir de este mundo todos nos llevaremos irremediablemente la sensación de que acabábamos de entrar en él”. Y traje esa frase al presente porque antes de expirar el abuelo olvidó quién era y olvidó también el nombre de sus hijos. Lo que no olvidó fue el cabello de su esposa, con quien me confundió en el último momento (aunque la abuela y yo somos completamente distintas).

Dicen que el oído es el último sentido que se pierde, por lo tanto, el oído no sólo nos regala el equilibrio, sino que es parte fundamental de la memoria.

El abuelo ya había sido declarado muerto clínicamente, sin embargo,  si la ciencia no se equivoca, imagino que pudo escuchar mis últimas palabras (que por cierto he olvidado).

Sólo sé que fue mi voz lo que cerró la pinza. Mi voz y la canción de “The Temptations”.

Luego, cuando llegamos al cementerio, miré la tumba vecina y resultó que ahí descansaban los restos de un galán que se me murió a los 18 años.

Fue entonces cuando, sin conocer la citada frase de Montaigne, pensé precisamente en eso: que a pesar de cargar con 90 años a cuestas, don Carlos Macchia seguramente sintió que se estaba yendo demasiado pronto de este mundo. Así también el galancito que murió prematuramente en un accidente de moto: a pesar de los viajes, los amores, la experiencia y todo aquello que se acumula en la memoria, lo único que nos iguala y empata los tantos a la “hora de la hora” es el hecho de haber nacido.

Por eso sería conveniente que desde que uno va adquiriendo lenguaje se nos enseñara lo que es el Memento Mori.

Porque la vida sólo se puede disfrutar plenamente recordando todo el tiempo, oh sí, que somos mortales.

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