lunes, abril 22 2024

Por: Luis Conde / @luis_cond

En el ir y venir del día a día damos por hechas demasiadas cosas, unas más peligrosas que las otras y algunas más tan inofensivas que a nadie le importan hasta que uno se sienta a pensar en eso. 

Hace unos días mi padre me voló la cabeza con una frase muy inofensiva pero que mi cabeza sólo pudo interpretar como una ráfaga de huracán categoría 5: “Hey, me caes muy bien, eh”. 

¡Exacto! En el ir y venir de la vida diaria una de las cosas que siempre di por hecho fue que al ser hijo de mis padres y hermano de mis hermanos y primo de mis primos y sobrino de mis tíos…tendría que caerles bien. El caso de los hermanos es peculiar, pues en nuestra educación muy mexicana está dentro de los rangos aceptables golpearnos, ser a veces abusivos y ligeramente groseros. Lo tradicional, pues. 

Pero esa simple expresión de aprobación paternal –que tampoco necesitaba ni pedí– me hizo recordar una vieja idea que se me metió a la cabeza hace mucho tiempo y que se me había olvidado. ¿Y si no le caemos tan bien a nuestros padres a final de cuentas? 

Es decir, los padres, madres, padres-madre, madres-padre se han ocupado de mantenernos la mayor parte de nuestras vidas porque ha sido su obligación y porque pues tampoco les quedaban muchas opciones. Pero ¿y si les caemos bien porque “debemos” caerles bien? 

La idea tiene un trasfondo por demás interesante y que se basa en la bendita educación sentimental y tradicional de la que poquísimos han logrado escapar. A las madres, desde que se sabe que nos llevan en sus adentros, se espera que sean como nos dijeron que debe ser una madre: amorosa, protectora, guía, ejemplo…etc.,etc…Y con los padres sucede más o menos lo mismo, pero con su respectivo toque machista: protector, fuerte, proveedor, amoroso pero no como lo haría una madre, porque la sociedad no ve bonito el amor en todas sus formas.

En fin. Con todas las cosas esperadas y dictadas por la sociedad es complicado que los padres se desprendan de lo que se espera que hagan y que digan y que repliquen y que enseñen. Y en esa turbia marea de expectativas se nos olvida que nuestros padres también son humanos y que al igual que cualquier no-padre, tienen derecho a detestar a otras personas, incluyéndonos a nosotros, los (im)polutos hijos. 

Quizás la idea de que al final del día no somos del total agrado para nuestros padres podría ser un poco escandalosa, pero debemos admitir que sería sumamente estúpido e ingenuo (quizás más ingenuo que estúpido) pensar que por ser nosotros seremos agradables para todos con los que cohabitamos un espacio. Pensemos un poco: ¿y si a nuestra mamá le produce escozor nuestra forma de vestir o nuestra forma de hablar? ¿Y si a nuestro padre le fastidia que pongamos música a volumen alto? ¿Y si piensan que olemos feo? ¿Qué pasa si critican nuestros hábitos? 

Tampoco seamos tan fatalistas. Es obvio que en la mayoría de los casos hay amor de por medio y sabemos que por amor hacemos una que otra cosa extraña. Aquí es donde pienso en unas bellas palabras de Juan Gabriel: “Es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor”. Nuestros padres pudieron acostumbrarse a nosotros y a nuestros malos hábitos y manías con el paso del tiempo y el amor les llegó después…o bien, nos amaron y no tuvieron más alternativa que amarnos con todo y nuestras feas prácticas. El paquete completo, pues. El todo o nada. El bebes o la derramas. 

Sin embargo, insisto en que todo esto es culpa de nuestra educación. Nos hace olvidarnos que nuestros padres son seres humanos y que tampoco tienen por qué caernos bien todo el tiempo. Y mucho menos tenemos por qué esperar que actúen como se nos enseñó que deben actuar los padres. 

Así que este texto es también una invitación a los padres y madres para liberarse. Para rebelarse contra sus hijos y para admitir públicamente que se han cansado de ser como se espera que sean.

Para que no tengan miedo de decir quién de sus pequeños les desagrada, quién les cae mejor y (por fin) digan quién es su favorita o favorito. 

Es un llamado para que tomen sus cosas, para que digan “NO”, para que no les importe nada por un ratito, para que reconecten con sus demonios y fantasmas y se den el bonito lujo de ser humanos. 

Sabemos que nuestros amigos no son tan buenas personas como quisiéramos y que los adversarios no son tan malos como creíamos. ¿Por qué debemos seguir esperando que nuestros padres quepan en un molde oxidado? 

***

Me he pasado como cinco años preguntándole a mi madre cuál de sus hijos le cae mejor. No he obtenido una respuesta satisfactoria.

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About Author

Luis Conde

Incipiente lector. Defensor del lenguaje. Coordinador de Sala de Prensa de la Facultad de Comunicación de la BUAP. Peganotas que aspira a editor en 24 Horas Puebla.

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