viernes, abril 19 2024

por Alejandra Gómez Macchia

El cancionero popular mexicano apapacha a muy pocas mujeres entre sus estrellas. Corrijo: es extraño que esas canciones, llevadas a las alturas, sean reconocidas por los autores, salvo excepciones en donde es el propio “bleeding heart” quien las interpreta.

Lara, José Alfredo, Guanga y Manzanero sí gozaron de las mieles del reconocimiento y se hicieron merecedores no sólo de un lugar en el Parnaso musical por sus interpretaciones, sino por ser las cabezas detrás de aquellas odas al desprecio y el desamor.

El mundo del bolero es torvo como torvas las cantinas y torvos los parroquianos que brindaban al son de Álvaro Carrillo (casi siempre interpretado por Tríos) o Manuel Esperón o Chucho Monge o Luis Alcaraz o Federico Baena.

Uno de los casos más trágicos entre los compositores es el de Tomás Méndez, pues no sé porqué las generaciones siguientes a los boomers (interesadas en este tipo de humor musical, obvio) atribuyen su más grande éxito a José Alfredo.

Yo, que ya he luchado contra toda la maldad (como dice Bola de nieve) y que me he dado a la tarea de recorrer bares y tugurios en los que se rasgan las guitarras al mismo tiempo que las vestiduras y las medias, he escuchado muchas veces cómo los bebedores piden al trío “Curcurrucucú, de José Alfredo. ¡Ay!

Por eso digo que el caso Tomás Méndez es trágico: parió un hijo prodigioso y se lo pepenaron.

Cuando uno anda en la francachela, y más ahora con la frialdad de las listas cargadas en los dispositivos móviles, pasa de largo la figura que engendra aquellos monstruos que nos llevan al paroxismo del melodrama. Uno simplemente pone PLAY y se lanza al abismo de la victimización y el desgarramiento con o sin motivo. No hay nada mejor que aderezar la decepción o el júbilo o la revancha, que con un buen bolero (ranchero o románico), sin embargo, el vehículo del panchito casi nunca es pilotado por esa alma que quiso compartir con el mundo su bancarrota emocional. Más bien vamos como comparsa de Luis Mi o de José José o de Toña La Negra o Chavela o Los Ases o Paquita, etcétera.

Entre mis canciones favoritas del repertorio abrevenas  del bolero y la balada mexicanos sobresalen dos escritas por mujeres, esas pocas mujeres que se atrevieron a echarse un quienvive con las cacas grandes de tacuche y bigotito: María Greever y Emma Valdelamar.

Alma mía suena casi siempre cantada por un panzón o un fumador padrote y engominado que le hace a la faramalla, sin embargo, esas son las versiones con las que se quedan los dipsómanos a la hora del brandy y el marrascapache y cuando se empiezan a besar entre sí. La versión, por ejemplo, de Luz Casal, es floja; no surte el efecto deseado de arrancatripas que sí consigue Marco Antonio Muñiz y Los Ases.

Alma mía, sola, siempre sola… y nomás nunca se encuentra el alma porque el bolero es así: es la sacralización de la pena sobre la resignación.

Todo este choro es para llegar a Mucho Corazón, de Emma Valdemar.

Desde que nací escuchaba este tipo de música porque mi papá y toda su parentela son bohemiazos profesionales, así que yo en vez de crecer oyendo Timbiriche, crecí comiendo barbacoa de chivo en Coapan con tríos y una nube de moscas como telón de fondo.

Cuando Emma Valdelamar tenía 17 años y era cajera de una tienda, conoció a un sujeto de más de cuarenta que hizo su compra y acto seguido la invitó a tomar un café. Un inocente café. Estamos hablando que en esa época las niñas de 17 ya no eran tan niñas y no se condenaba el escarceo entre un señor y una debutante.

Lo que pasó en esa cita fue que el bribón intenseó y se lanzó a hacerle a la joven un interrogatorio nivel DEA sobre sus antecedentes amorosos. La autora, indignada, llegó a su casa y anotó: “De mi pasado preguntas todo, qué como fue”.

¿Qué clase de pasado pecaminoso podía tener una muchacha de esa edad en los años 40?

 No sabemos ni sabremos nunca si después de esa cita, Emma estableció un romance duradero con su dulce-amargo muso, pero lo que sí sabemos es que gracias a ese pasaje incómodo nació uno de los mejores boleros escritos en México.

Mucho Corazón causó tal conmoción que Benny Moré fue quien lo dio a conocer, y de ahí lo demás ya se sabe.

Es una de las canciones más grabadas, así como Bésame Mucho, de Consuelito Velázquez, que la oímos hasta el hastío en versiones tan bizarras como la de Ray Conniff, o con Nat King Cole. Aunque la más extraña es la de Elvis.

Está bien que el rey de rock tuviera una voz maravillosa, sin embargo, Bésame mucho se volvió una “mexican curious” gracias a él y su risible sombrero de charro; de esos que usan los gringos imbéciles para intoxicarse en Puerto Vallarta o Playa del Carmen.

 

Tengo la buena o la mala costumbre (monomaniaca) de agarrar una canción desde que me despierto y buscar todas las versiones posibles, y casi siempre me quedo con dos: la original y la más chaquetera. Esto para evitar caer en vicios de esnob.

Las nuevas interpretes mexicanas de este tipo de piezas nos quedan casi siempre a deber, pues donde canta Ximena Sariñana suena igual la Lafourcade o Julieta Venegas. Es lo que hay.

Lo que sí pasa cada vez que me clavo en un bolero es que acabo haciendo un entripado por la poca curiosidad que tiene la gente de conocer el origen.

Todos los que nos dedicamos a alguna actividad artística vivimos en la zozobra y con el temor de que nuestros trabajos sean padroteados por alguien más famoso o conocido. Aunque en el caso de los escritores o los pintores es poco probable que alguien ajeno se lleve el abucheo o el laurel (en la escritura sufren los editores, los traductores, y en la pintura o la plástica los dealers, pero se desquitan a la hora de la comisión, entonces no es tan grave).

Los que sí sufren este ninguneo son los músicos, los autores de canciones o piezas que en determinado momento “la rompen” y pasan a ser obra del cantante o el ejecutante.

Como músico frustrado que soy, apelo a que haya una educación total a la hora de exponer el material a la banda despistada.

Pocos conocen el nombre Emma Valdelamar, pero casi todos hemos escuchado mucho corazón. Con eso pasó a la historia, pero una historia injusta, velada por el olvido.

La maravillosa frase “Antes de amar debe tenerse fe” debería estar acuñada en algún decálogo que se ofrezca cuando uno anda quedando con alguien, para no llegar al extremo, al otro lado del puente que se sintetiza muy bien en ese otro bolerazo de Bobby Capó titulado “Sin fe” o “Poquita fe”, que es la radiografía de un carnal que se la vive enculándose y cuando llega la buena, !tómala! le pasa lo de Pedro y el Lobo.

La historia detrás de cada canción puede ir de lo sublime a lo ridículo, pero nos desvela mucho de la diferente visión que tiene el hombre y la mujer a la hora de rumiar sus males.

Por eso siempre que oigo hablar de letras insisto en que los contertulios investiguen de dónde vienen, y ya después se digan salú.

Es otra forma de estudiar los vicios y las patologías, los talones de Aquiles y la toxicidad de cada genero.

 

 

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