jueves, abril 25 2024

Hasta hace unos días me gustaba aumentarme la edad dadas las circunstancias en las que he encaminado mi vida amorosa. Digamos que jamás me adapté a salir con personas, ya no digamos de mi misma edad, sino de mi misma generación (tomaremos ese rango a diez años sin vueltos ni propinas). Por eso, el pasado jueves que cumplí 38 años yo celebré mis cuarenta. Así lo he hecho desde que cumplí treinta.

Cosa extraña: las mujeres generalmente se quitan la edad. Las de mi familia son especialistas en pretender burlar el flujo del tiempo y hacerle creer a la gente que son más jóvenes, como si a la gente le interesara ese dato o como si pudieran engañar a los demás miembros de la familia, que son profesionales a la hora de echar carrilla y dejar en evidencia a los demás.

Mi familia es buena para poner apodos y mirar la paja en el ojo ajeno. Son estupendos árbitros morales. Extraordinarios en el arte del teléfono descompuesto.

Pero no hablaré mal de nadie. No por ahora.

El caso es que una vez más llegó el 24 de septiembre y con él la necesidad de pasar revista en mi participación como miembro activo de este mundo paralizado por la pandemia y por la parsimonia de nuestros gobernantes.

Desde que existe el Facebook muchas personas me felicitan desde que el reloj marca las primeras horas de “El día”; cosa que antes, por supuesto, no sucedía.

Hace una década, aproximadamente, tengo más “amigos” que zapatos y patologías. Todo gracias a las redes sociales.

Lo malo es que al tener una lista robusta de contactos amables que se toman su tiempito para felicitarme, es menester que, por educación, ponga una manita con el pulgar alzado o les responda un “gracias, querido amigo”, aunque jamás haya cruzado palabra con esa persona. Lo de menos, pienso, es hacer un copy-paste a cada mensajito, sin embargo, eso resulta mezquino, por no decir que es una chingadera. En fin, la hipocresía…

Desde que tengo uso de razón siempre me han emocionado más los días previos que los merosdías; me explico: cuando va a ser navidad disfruto comprar el árbol, envolver los regalos, organizar la pachanga, pero llegada la ceremonia esa emoción decrece considerablemente. Asimismo, cuando se acercan la vacación de semana santa gozo inmensamente los días anteriores por el simple hecho de pensar que tendré una semana para echar la flojera a mis anchas o bien recibir a algún familiar que hacía tiempo no veía, pero, ¿qué pasa cuando me cae toda “La Burrón”? Los recibos de la mejor manera, con pompa y circunstancia, les ofrezco deliciosas y generosas viandas, pero pasada la primera francachela ya me urge que se retiren a sus respectivas ermitas intelectuales.

Digamos que sufro de un síndrome muy peculiar que no puedo clasificar ni darle nombre, y consiste en un rapto de euforia aderezado de planes megalómanos que desaparecen cuando la fecha de celebración se materializa y que vuelve a aparecer sólo unos días antes que el evento se aproxime.

Esa es quizás la segunda razón por la que le aumento números a mi edad…

Debo reconocer que este año ha sido sumamente aleccionador (para todos, espero). En mi caso, en vez de repetir como tarabilla ese nuevo lugar común que surgió a partir del confinamiento y que dice “este año no cuenta porque no pudimos hacer nada”, para mí ha sido al revés.

El encierro que se prolonga cada vez más me ha caído sobre los hombros como un pesado yunque de hierro. Lo noto físicamente y también mentalmente.

Los primeros meses fueron como estar en medio de un experimento. Disfruté mi casa, acomodar mi horario en lapsos más relajados, no llevar a la niña a la escuela, jugar con la fotografía en interiores, hacer TikToks, comprobar por enésima vez que no sirvo para la cocina, etcétera.

La cosa cambió drásticamente cuando el dark side de la pandemia me azotó en el estado de ánimo llevándome a visitar mucho más seguido los acantilados de mi conciencia.

Cada mañana que voy directo al espejo del baño noto que, muy por el contrario de lo que los demás dicen o anhelan, este año valió el doble o el triple para mí, tanto en desgaste emocional como físico.

La falta de una actividad física rigurosa que no sea vía zoom me ha hecho perder pulso y equilibrio, condición física al aferrarme al humo como método catártico (y fallido) contra la ansiedad y masa muscular.

Sí, este cumpleaños festejé mis 38, o sea mis cuarenta mentales y oficiales, pero a la hora de apagar las velitas comencé a sentir que me entrampé en mi propia mentira. Y que mejor ya tengo sincuenta (así con s).  

Y no contesté los mensajes del Facebook.

Tampoco atendí a las llamadas de todos los apreciables miembros de mi kilométrica familia paterna.

Ahora bien, este es el primer año que disfruto no sólo de la víspera sino del merodía (así junto).

Quizás por que la cosa está complicada y no sabemos si mañana despertaremos vivos o sin un tubo que nos haga respirar artificialmente.

O si lleguemos bailando al próximo escalón.

Además, fue un día feliz porque estuve rodeada de mis grandes amores (Elena, Carlos, mis papás) y ellos también están bien.

Por eso, porque todo ha cambiado y porque ahora menos que nunca tenemos la certeza de un porvenir sin sobresaltos, es que no debemos permitirnos que la expectación del futuro o las tribulaciones del pasado arruinen nuestras vivencias del presente.

 

 

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About Author

Alejandra Gómez Macchia

Truncó su carrera de música porque se embarazó de Elena. Fue bailarina de danzas africanas, pero se jodió la rodilla. No sabe cómo llegó al periodismo (le gusta porque se bebe y se come bien). Escribe para evitar el vértigo. En el año 2015 publicó “Lo que Facebook se llevó” (Penguin Random House), y en unos meses publicará un libro de relatos, “Bernhard se muere”, en la editorial española Pre-Textos.

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