sábado, abril 20 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

Volví a Tulum después de diez años de haber vivido ahí los días más vertiginosos. Tenía entonces 27 años, con la piel de una mujer de 27 años y las energías que dotan los 27 años.

Para ese momento Tulum sólo contaba con un minisúper justo en la orilla del camino hacia Boca Paila, en donde ya se aglomeraban una buena cantidad de campings con cabañas y algunos hoteles boutique, como el del hijo de Pablo Escobar.

Ese hotel estaba justo enfrente del hostal que tomamos como casa mis amigos cordobeses y yo. Recuerdo bien que a mí me invitaron para que fungiera como madre misericordiosa, una especie de tutora de aquellos que pretendían arrendar el lugar para hace negocio con los turistas que llegaban al sitio.

Nuestro camping tenía una especie de río interior en el que vivía un cocodrilo joven. Si tenías suerte, por ahí de las 7 de la tarde del verano quintanarroense, podías verlo asomarse entre las piedras. Muchos juraban haber visto al cocodrilo, pero yo creo más bien que era parte de sus alucinaciones.

Acepté ir a vivir a Tulum para hacerme cargo de pintar las palmeras del camping y para organizar las fiestas alrededor de la fogata sin mayores aspavientos porque estaba harta del bullicio de Playa del Carmen. La condición fue que mi pago sería estar hospedada en una cabaña personal con mosquitero y wifi y comida gratis.

No dudé ni un momento en irme puesto que era en Tulum donde se daban las mejores clases de danza africana, no sólo del estado, sino del país.

Al llegar me apropié de una bicicleta enana, algo oxidada, que me llevó por todos los senderitos que van de la carretera hasta la reserva de biósfera.

La estancia no fue tan larga como pensé debido a que el dueño original del camping se echó para atrás en el trato, y mis amigos tuvieron que abandonar el proyecto.

Sin embargo, Tulum me había cautivado a tal grado que busqué un nuevo hospedaje y pude permanecer más tiempo.

¿Qué tenían Tulum que ningún otro lugar tenía?

El color. No sólo del mar o de la arena.

A veces, sentada en sobre algunas piedras, sin más pertenencias que mi mochila llena de cigarrillos, repelente de moscos y un par de shorts, fantaseaba con la idea de que ese era en verdad el paraíso.

Si en la escala Pantone buscáramos la tonalidad de ese azul, no la encontraríamos. Tulum, además de tener la zona arqueológica más alucinante del mundo maya, de ser el SPA de los mayas, es aparte un color. Un color que no existe en otra parte.

Tulum era lo más jipi de la Riviera, por lo tanto, no llegaban las gringas como termitas a beber barras libres y a ponerse hasta la madre para luego ir bailando semidesnudas gritando por las calles con sus yardas de Margarita.

A Tulum llegaban, sobre todo, europeos otoñales y viajeros de mochila que acababan volviéndose ciudadanos del pueblo, parte del paisaje.

A ese Tulum no iba muy seguido la horda de italianos rapados que vendían cocaína y tachas en Playa entre las pizzas y dentro de los asientos de las motos que rentaban, o si iban, era sólo para un after: hacían su bisne y se retiraban con las bolsas llenas de euros y de almas resecas.

Ahora que volví a Tulum lo hice con cierto recelo. No quería ser testigo de la devastación del paisaje. Quería quedarme con la imagen de esa playa íntima en la que viví y morí durante más de tres meses.

No sé que tiene la arena de Tulum que de inmediato me pone de su color cuando la toco. En Tulum vuelvo a un estado semisalvaje, a esa piel de los 27 años que me abandonó hace mucho gracias a las altas dosis de nicotina y destilados que consumo.

Lo vi cambiado, pero no a tal grado de ponerme a llorar.

La urbanización le ha comido una buena parte al foro del modesto mirador que nos anunciaba que ya habíamos llegado a nuestro Edén.

La gente que pasea en bicicleta por Tulum es parecida a esa otra gente que conocí, sólo que ahora ven el espectáculo con el filtro del celular entre el mundo y sus ojos.

No hay hoteles altísimos como los que hicieron de Cancún un Monterrey con playa y lagunas. Aunque sí, el paso de Roberto Palazuelos se nota: un aire de hípster Brioni difumina ya la esencia original del lugar.

Estando ahí, diez o doce años después, hice una lista mental de las razones por las cuales no recaería en la tentación de vivirlo de nuevo  y realmente los motivos eran débiles si se pondera lo bueno sobre lo jodido.

También repetía en mi cabeza un poema que ayudé a escribir una vez que estuve fuera de la onda:

 

“Yo conocí a los drogadictos de Tulum

Ellas eran las madres de la tribu y cuidaban a los drogadictos con un amor

que no conoce edades (…)

Iban a las ciudades a engañar a la gente y cambiaban espejitos por botellas de ron

Los vi robando en los supermercados

Y subiendo a los descapotables más lujosos

Los vi temblando ante un cajero con sus American Express

Los vi doblándose de pánico

Ante un harponazo de heroína

Decodificando el miedo en horas-droga

Vi a las mujeres de los drogos

Deprimidas ante la impotencia de sus hombres

Frustradas por la ausencia de erecciones

Las oí contando su desgracia a la luz de la metanfetamina

A la hora en que las aves de la playa

Sólo tienen ojos para los atunes y los bacalaos

Yo vi a los drogadictos de Tulum

Perdidos en las bocas de sus amigos como una salida

a su falta de erección

Los vi justificando su poca sed de amar

a la hora del tea party y el micropoint”.

 

Pero hay lugares, y sobre todo momentos, que deben quedarse ahí, suspendidos en esa línea casi imperceptible de la memoria para no pervertirse. Siempre hay un dejo de belleza en lo monstruoso.

Tulum puede parecerse a mi Tulum de antaño. Con algunas erratas, ratas y  sus respectivas notas al calce.

La que ha cambiado drásticamente soy yo y mis conceptos de placer y felicidad se han transformado, ya no encajan con el dub, con las conchas huecas, con la humedad ni con el vehemente y no por ello menos hipócrita amor a esa falsa Pachamama que hace años inventamos para sobrevivir desnudos y exiliados.

 

 

 

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