jueves, marzo 28 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

Navajas, peines y espejos; eso usaban los esquiladores en Grecia y Roma.

Aún no se les conocía como barberos. Nadie hablaba de moda, sin embargo, estos personajes eran quienes, por sus habilidades en el arte del afeite, marcaban la agenda estética del tiempo.

El barbero siempre ha tenido que ver con el debate público. Apoltronados en sus sillones y a la merced del juego de utensilios punzocortantes, los clientes hablan, expresan opiniones políticas y dan rienda suelta a los rumores.

También los esquiladores sacaban muelas y asistían o hacían las veces de cirujanos.

El barbero sabe demasiado, ¡siempre!

Tanto saben de casi todo, que hubo una vez en la Puebla de antaño, un personaje misterioso que litigaba y ganaba juicios rubricando sus papeles dibujando una manita.

Ese personaje fue un barbero que tenía como clientes a jueces, abogados y magistrados, y de puro parar oreja, aprendió términos y estrategias jurídicas.

El barbero se metía a los juzgados y litigaba como profesional. La gente y los juristas murmuraban… ¿quién era el “Manitas” y por qué de pronto firmaba los legajos con seudónimo?

Nadie sospechaba que, entre trapos calientes, esencias de lavanda, peines, espumas y revistas Jajá, el barbero cachaba en el aire las recetas de cómo sacar a alguien del bote o cómo llevar una sucesión.

Hasta que se supo… El barbero sabía demasiado, pero tenía dos contratiempos: no era abogado ni sabía escribir. Por eso el tema de la manita…

El sillón de los Fígaros es una especie de diván o confesionario.

Al barbero, como al cura o al abogado, no se le oculta nada.

Y es que hay algo en medio del ritual del corte que, al despojarse del cabello o el vello facial, el hombre como que necesita exorcizarse de otros males para salir más ligero y limpio.

¿El barbero sueña con barbas y bigotes?

No se sabe, pero antes, mientras esperaba al cliente, leía una revista, afilaba la navaja con la chaira y tocaba la guitarra.

Un buen barbero era también un aspirante a trovador.

¿Qué hacen ahora para matar el tiempo muerto?

Miran en las redes sociales noticias, memes o algo referente al pelo.

Durante muchos años el oficio del barbero pareció evanecer con la irrupción de las estéticas unisex y las cadenas de salones de belleza.

Estos lugares dieron un paso importante a la inclusión. En ellos se comenzaron a mezclar los sexos, cosa que antes era impensable.

Los barberos eran hombres, siempre. Y les cortaban el cabello a hombres. Nunca a mujeres, salvo alguna excepción en la que el peluquero envidiara tanto la melena femenina y el crepé, que quisiera ejecutar sus suertes, sin embargo, era mal visto.

Uno de ellos despachaba en el centro de Puebla y se llamaba Leovigildo, conocido peluquero gay de los años sesenta que se rifaba en hacerles peinados de tres pisos a las señoras. Peinados más largos que sus minifaldas, por cierto… Aunque para esos menesteres era mejor y más prudente que las señoras fueran con Delfina, quien tenía una estética frente a los célebres Caldos Angelita.

Los machos mexicanos no permitían que las mujeres les tocaran el cabello. Mucho menos que se lo cortaran o peinaran. Era una especie de tabú.

Las cabezas de los varones eran casi casi consideradas como otra parte íntima.

Si una mujer les cortaba el cabello, su sexualidad quedaba entre dicho.

Como en todos los oficios, existían barberos de distintas élites. Pero los más experimentados y marrulleros eran, sin duda, los de barrio.

Ahí, en los barrios, las barberías resistieron el paso del tiempo y la transformación del mercado.

No hace falta decir que donde se vea un cilindro con rayas rojas y azules, habita uno de ellos. Y en los barrios más bravos no había peluquería sin gato; esto debido a que, por ser establecimientos jodidos, se les metían los ratones, luego entonces alguien experto debía hacerse cargo, y qué mejor que un felino domesticado.

La barbería suele ser un negocio familiar o de camaradas que comparten los mismos intereses. Donde hay un barbero seguro está otro: su hermano o su mejor amigo. Y el auxiliar, que se encarga de barrer los pelos y dejar el piso impecable.

¿Cuántos secretos, cuánta fuerza masculina se va diariamente a la basura luego de ser barrida en la peluquería?

El barbero está rodeado de mitos geniales y de negocios alternos. Chambitas…

Uno de ellos tiene que ver con la necia labor de algunas mujeres de atraer al macho mediante hechizos relacionados con esta fibra que nace, crece, se reproduce, y al parecer, es la última en desaparecer. Cuando uno muere, el pelo y las uñas siguen creciendo, ¿por qué será?

Sobran historias en las que las damas sobornaban al Fígaro o al ayudante para que les guardaran un mechón del ser amado, para así, llegar a casa y someter el mechón a una reparación de miel y hierbas en aras de que se consumara el amarre.

¿Será que es por el pelo, y no por la boca, que muere el pez?

Algunas siguen creyendo que sí, como bien lo retrató el gran Gabriel Vargas en sus historietas de La Familia Burrón.

Don Regino es, pues, la confirmación de que donde hay un peluquero se escriben historias delirantes, si no habría que echar una ojeada a la tira cómica y dirigirse al Rizo de Oro.

 

Hoy en día hay un nuevo boom de barberías y peluquerías gracias al arribo de una especie urbana llamada los hípsters, quienes han retomado la estética de la barba y el bigote, pero eso sí, con otro matiz: más cercano al metrosexualismo o al relajamiento que a la simbología del vello facial como muestra de virilidad. O como seña particular de un estatus social…

Los bigotes y sus cortes han ido cambiando conforme el espíritu de la época, y cada uno de estos estilos fue bautizado dependiendo del personaje que los puso en circulación.

Existe el revolucionario, el imperial, el de morsa, el de herradura; el bigote inglés, el de lápiz, el fifí, el refifí, el tecolín, el chevrón, el bigote Dalí, el Nitzcheano, el Toothbrush, que no es otro más que el de Chaplin.

Por la razón que sea, las barberías están de vuelta con todo, y se han convertido en un negocio redituable que, además, embellece la calle en donde se instalan. Atraen a la memoria personajes y hazañas que nos han formado como barrio, como comunidad, y le devuelven al lenguaje expresiones coloquiales descontinuadas tales como el jicarazo o el casquete corto.

Cosas que debemos saber.

Por eso el renacimiento de las barberías no es sólo un asunto de esnobismo, sino todo un rescate antropológico y social.

 

 

 

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