A NATALIA LA MATÓ UN NIÑO (tenemos que hablar de ALEX)

por Alejandra Gómez Macchia

Kevin es un niño no deseado. Su madre es una joven artista, intelectual, amante de los viajes… su padre es un tipo trabajador y amoroso enamorado de esa mujer quien, al enterarse que está embarazada, comienza a amargarse la vida pensando en cómo va a modificar la maternidad su dinámica social, laboral e intelectual.

Para cuando Kevin nace, la madre trata de ser paciente, jugar con él, darle tiempo de calidad en aras de enseñarle cosas básicas como ir al baño y decir sus primeras palabras, sin embargo, el niño parece traer desde el vientre un resentimiento profundo por ella.

Los años fundacionales de Kevin, su primera infancia, transita entre el berrinche, la grosería, y una visible manipulación infantil hacia esa señora que se esfuerza enormemente por darle cariño y educarlo para hacer de él un hombre de bien.

Kevin llega a la pubertad, siempre se decanta por el padre, a quien trata con respeto, lo llena de abrazos y de miradas tiernas, no como a ella, a la señora que iba siempre tras él limpiando el mugrero que dejaba a propósito con tal de fastidiarla y hacerle patente su desprecio.

Kevin llega a la adolescencia, y su madre ha parido a una pequeña niña después de un embarazo premeditado con tal de darle una compañía a ese mocoso rebelde, para ver si así podría llevar una niñez más feliz. Las cosas se ponen peor cada vez; los adolescentes son adolescentes porque les duelen muchas cosas; creen que el mundo no los merece, se quejan de que la nariz les crezca más rápido que el cerebro y el pene, se llenan de granos, descubren la masturbación, y hacen de esa actividad el centro de su vida íntima. Kevin llega a los 16 años y planea desmadrarle la vida a su mamá. No a arruinársela, sino dar un golpe fulminante que la deje tirada en el piso, que la lleve al deseo de nunca haber nacido como revancha de aquellas noches en las que musitaba angustiada a su panza, que quizás era un error traerlo al mundo. Kevin corona su odio llevando un arco a la escuela, y emulando al Robin Hood de los cuentos, deja caer cientos de flechas sobre sus compañeros; mata a más de cinco, la escuela arde, la madre es avisada de que algo sucede, y al llegar al lugar de los hechos, mira salir a su vástago, con una mueca triunfal y las manos en alto, sumiso ante los policías que lo llevan al cofre de la patrulla, en donde su madre lo observa a lo lejos, y él esboza la sonrisa más sincera que le ha visto jamás. Kevin es un asesino ejemplar porque además de matar a sus compañeros, previamente sacrificó a su padre y a su hermana. Todo está consumado. El adolescente que fue un niño problema y un bebé no deseado acaba de dar al blanco: mató a su madre en vida.

Esta escena es la trama de la novela de Lionel Shriver, “Tenemos que hablar de Kevin”, misma que fue llevada al cine de una manera magistral por Lynne Ramsay, en donde Ezra Miller interpreta al demoníaco Kevin, y la enigmática

Tilda Swinton encarna a la madre.

Así como Kevin es una ficción, también lo es el protagonista de la serie a

“Adolescencia”, dirigida por Philip Barantini; una brutal producción en plano secuencia que nos retrata la vertiginosa captura de Jamie Miller, un niño de 13 años que ha matado a su compañerita de escuela porque esta lo rechazó para tener una cita fuera del colegio. La furia del niño se desencadena a partir de que el círculo escolar lo empieza a tildar de “Insel”, que no es otra cosa más que ser un niño aún casto. El crimen se desvela desde la primera escena y es el porqué lo que forma el cuerpo de la serie, en la cual la escena más reveladora es cuando la psicóloga de la comisaría interroga al niño e intenta llegar a las causas que lo llevaron a matar.

En la primera historia no intervienen aún las redes sociales, salvo cuando el muchacho pide por Amazon una docena de candados de bicicleta con los que cerrará las puertas del colegio para evitar que sus víctimas puedan huir de la lluvia de flechas con la que ha fantaseado durante meses.

En la segunda historia, las redes juegan un papel fundamental a la hora de interpelar la baja autoestima de un puberto que arruina su vida en un ataque de ira como válvula de escape de todo el bullying que ha vivido vía internet y por sus compañeros de clase.

Estas dos escenas son de cine, seguramente basadas en hechos reales.

Así está la sociedad de enferma; así las infancias rotas, alienadas por el internet y sus estándares demenciales de belleza y éxito.

Pero hay historias que parecen de ficción y suceden en la puerta de al lado.

Conocí a Natalia Andrade hace casi 10 años, siempre fue amable, alegre y educada. Una madre de familia que amaba a su hijo y trabajaba para sacarlo adelante. Nunca se metió en problemas, sin embargo, hace tres meses alguien la asesinó. El escándalo no tardó en esparcirse puesto que la escena del crimen se dio en uno de los fraccionamientos de moda en Puebla: Lomas de Angelópolis.

A Natalia la asesinaron, y las especulaciones no tardaron en comenzar, sin embargo, nada de lo que se pensaba resultó cierto. Uno podría pensar que por las características del crimen, hubiese sido pasional o alguno de esos terribles “accidentes” que les suceden a los hombres que se enojan mucho mucho con las mujeres… tanto tanto que acaban matándolas.

Pero no.

Lo de Natalia, al parecer, no fue un feminicidio – tomando en cuenta que el feminicidio tiene como móvil el odio de género, matar por el hecho de ser mujer–.

La cosa aquí está más podrida, porque a Natalia no la habría matado un asaltante, ni un despechado, ni un enemigo. El asesino de Natalia vivía muy cerca, entraba a su casa con normalidad, como entra un amigo. De hecho, era un amigo, pero no de ella. Porque las mujeres de 40 y tantos no tienen amigos de 12 años. El que sí tenía un amigo de 12 años era su pequeño hijo, de 11.

Alex  N, alumno del prestigiado Colegio Oriente, y vecino de Lomas de Angelópolis, presuntamente entró a uno de esos retos estúpidos que hacen los jóvenes en internet. No se sabe en qué consistía dicho reto. Lo que sí sabemos hoy es que la cosa le salió muy mal, y acabó matando a la mamá de su amigo. A Natalia Andrade.

Un niño de 12 años que actúa como una bestia, no será castigado más que con guía y vigilancia psicológica, porque según nuestras leyes porosas, los niños que matan no son delincuentes, sólo un poco tontos, sólo un poco desorientados.

Alex N no pisará ni siquiera una correccional pues  la correccional es para jóvenes más grandes, esos que según los cartabones sociales, ya germinan malicia.

Hoy Alex N ha sido vinculado a proceso, pero quedará impune.

Crecerá libre, quizás con sus propios demonios persiguiéndolo.

O quizá no.

Quizás los niños como Kevin, Como Jamie y como Alex N, han perdido la capacidad de identificar los límites, y son de esa clase de seres humanos que navegan la vida desde lo que Hanna Arendt llamó “la banalidad del mal”.

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