viernes, noviembre 22 2024

Tala/ Alejandra GómezMacchia

«También la pobre puta sueña.

La más infame y sucia y rota y necia y torpe, hinchada, renga y sorda puta,sueña.

Pero escuchen esto,autores, bardos suicidas del diecinueve atroz,del veinte y de sus asesinos:sólo sabe soñar al tiempo mismo de corromperse.

Ésa es la clave. Ésa es la lección.

He ahí el camino para todos:soñar y corromperse a una».

(Lamentación por una perra (Monelle) / Eduardo Lizalde)

Dicen los expertos que Facebook está destinado a la extinción. No se sabe bien cómo ni cuando, sin embargo, la red social que unió al mundo (y desunió a millones de parejas) tiene los días contados.

No sorprende. Las tendencias son así. Lo hemos visto siempre: recordemos cuando recién inaugurado el siglo éramos adictos al ICQ, al Messenger y al HI5. Plataformas que duraron unos cuantos años y que desaparecieron sin que las extrañáramos demasiado.

El ser humano es así: diletante, caprichoso, insaciable. Y lo es a causa del mercado. El capitalismo es lo máximo para los golosos; gracias a él la humanidad come más, corre más, coge más y ve más allá. ¡Vivan los medios de producción! Aunque el planeta esté a punto de reventar. Ni modo. Lo que será, será y ya no hay quien lo pare…

Volviendo al punto: las redes sociales sufrieron una metamorfosis vertiginosa desde su irrupción; pasaron de ser un espacio para compartir archivos, fotos y tareas (la idea original de Zuckerberg) hasta que llegaron a convertirse en un lugar inexistente en donde se vende y se compra todo. Hoy Facebook te va eliminando poco a poco de la interfaz si ve que no le das a ganar un duro. Maldito dinero, bendito. Que todo lo crea y todo lo destruye.

El heredero natural de Facebook es Instagram, que nació de otro vientre endemoniado, pero que fue deglutido por el emporio de Zuckerberg. Era de esperarse, el muchacho que empezó su empresa timando a un par de gemelos ñoños de prosapia, terminó siendo un atascado que hoy monopoliza todo.

Y es precisamente en Instagram en donde se explota otro tipo de recurso del que poco se habla, pero que se utiliza a diario, hasta en la casa más modesta: el capital sexual.

El grueso de la gente entra a Facebook por un tema de compañía. Sí; Facebook es una plataforma mucho más sencilla y por lo tanto más cálida, en la que el punto neurálgico es la conversación. Ni en Twitter ni en Instagram se ven esos chorizos kilómetricos en el área de comentarios. En Facebook la gente se siente menos sola. En el chat de Facebook se han fraguado grandes romances y grandes traiciones, y han terminado otras tantas.

Facebook es la Celestina virtual. Sus algoritmos están maquiavélicamente diseñados para encontrar el perfil de la gente que te interesa, y lo más importante: puedes crecer tu lista de amigos de un día para otro tan sólo con invertir un poco de horas nalga.

Esto no sucede en Instagram.

Para aumentar tu lista de seguidores es necesaria cierta logística: los hashtags, las menciones de otros grupos, etcétera.

La pregunta acá sería: ¿por qué si es más complicado de usar, la gente ha migrado masivamente hacia allá?

La respuesta la di unos renglones arriba: porque en Instragram no se explota tanto el capital social (como en Facebook o Twitter) o el capital cultural o económico; Instagram es el triunfo del capital sexual por encima de los otros capitales.

El capital sexual es fácil de definir: se trata del valor social que un individuo o grupo acumula como resultado de su atractivo sexual.

El capital sexual es también convertible y se echa mano de él para adquirir otras formas de capital, incluido el social, el cultural  y el económico.

¿Una definición aún más sintetizada?

El capital sexual es el poder de la nalga bruta.

En ese tenor, surgen varias preguntas.

Siendo Instagram una vitrina en la que uno se exhibe voluntariamente, ¿cómo se genera plusvalía a través de esas fotos que las bloggers y las así llamadas influencers suben sin parar?

La respuesta vuelve a ser cosa de niños: Instagram es el supermercado de la belleza, y las marcas cooptan esa belleza y la capitalizan. No es más que otra forma de la ley de oferta y demanda: la mujerona ofrece su medio de producción (la belleza) y la empresa le inyecta capital, generando así un producto que en corto le generará jugosos dividendos.

Ahora bien, ¿el capital sexual sólo se explota de esa manera tan sintética?

No.

El  concepto “capital sexual o erótico” siempre ha existido, sin embargo, adquirió este nombre muchos siglos después de su descubrimiento (que sin temor a equivocarme dataría desde el momento precioso cuando la primera mujer que pisó este planeta descubrió que sin tener que ser proveedora o líder de la tribu podía manipular a su hombre (y a otros hombres) mediante el infalible poder de su sexo.

Siglos más tarde, después de Marx y sus teorías, y después de que el socialismo fuera degenerando, surgió una mujer que hizo de sus nalgas y de sus pechos y de su boca y de su melena el mejor medio de producción de riqueza. Hablo, por supuesto, de Marilyn Monroe, quien saltó a la fama y ganó dinero (y el favor y patrocinio de todos los hombres posibles) no por sus innatas dotes de actriz –que fueron mejorando en cuanto conoció a un hombre sensato (cabrón) y cultivado como Arthur Miller y se puso a estudiar con Lee Strasberg – más bien por invertir sus primeros sueldos en platinarse el cabello (era castaña cuando no era “La Monroe”) y comprarse buenos trapos de diseñador que resaltaran su marfilino palmito.

A partir de ese momento el término “capital sexual” comienza a aparecer en los mamotretos de economía y sociología. 

Hace unos días en medio de un cotilleo de café volví a caer en la tentación de ausentar mi cabeza de la mesa en la que estaba, para poder escuchar la plática de la mesa vecina. La conversación de las otras mujeres versaba sobre una tercera que no estaba presente y que se acababa de divorciar.

La mujer «A» le decía a la mujer «B» que la mujer «C» (ausente) era una pendeja porque en el convenio de divorcio había cedido a todo lo que el marido ofreció… lo que al parecer era una miseria.

La mujer «A» dijo: Tantos años que le invirtió C a esa unión: la crianza de los chavos, la organización de la casa, los eventos a los que la llevaba como un vulgar objeto de ornato, los cuernos, las vacas flacas, los sinsabores del desprecio, y aparte matándose en el gimnasio para evitar que la grasa terminara por borrar lo que le quedaba de autoestima, ¡para que el mierda ese saliera con tal convenio!

«B» replicaba: Es una pinche injusticia. Pero qué le vamos a hacer si los jueces también son unos misóginos que no valoran el trabajo que uno hace en la casa, y deja tú el trabajo, el vampireo del que somos objetos las mujeres por parte de los hombres. Y más en situaciones como la de C, en las que el tipo aparte se la agarró chavita y le succionó toda la energía y la juventud. Debería haber una ley que ponderara todo eso, por ejemplo, “C” no era una mantenida del marido, “C” aportaba no sólo servidumbre y fidelidad sino que le dio los años más importantes de su vida. “C” no tiene un título, ¿qué va a hacer “C”? a sus cuarentaypelos, cuando su principal aportación a la sociedad conyugal se ha extinto. ¿Ya viste que se está quedando calva por tantas extensiones que se ponía? ¡Y ya se tiene que cambiar las prótesis, se le ven de perra flaca!”.

Se llama Capital Sexual, y no, no debe ser ninguneado pues el macho alfa hace usufructo y obtiene cuantiosos réditos (físicos y emocionales) de él.

Debería existir una memoria histórica del patrimonio erótico doméstico, por aquello de que, a la postre, toda esa voluptuosidad sólo es recordada como el polvo de aquellos lodos.

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