viernes, noviembre 22 2024

Por: Mario Alberto Mejía

El cacique gordo de Cempoala terminó convertido con el tiempo en un aliado de los españoles.

Desde esa posición, destruyó comunidades, arrasó con pueblos enteros y creó un  evangelio de la corrupción.

Ese casique gordo es el diputado de la Cuarta Transformación que hace leyes a modo y negocia posiciones con las empresas que luego lo contratarán.

El mestizaje es un extraño producto con el que hemos vivido durante siglos.

El tiempo borró las fronteras de lo obsceno y lo obtuso.

Los hablantes de lenguas originarias se volvieron ladinos: abandonaron los huaraches por las botas.

Hasta las ofrendas de muertos permitieron la aparición de las Coca-Colas y los Baronet.

Todo se colapsó.

El imperio azteca creo en el imaginario colectivo que no había más pueblo que el suyo.

La historia no miente: los mexicas tenían sojuzgados a estados, señoríos y cacicazgos.

Eran, pues, los tiranos de la época.

Al llegar los españoles, los oprimidos se unieron a quien resultó el opresor.

La derrota de Tenochtitlán fue en una buena parte la caída del autoritarismo.

No todo estuvo mal en la conquista de México.

No hay civilización limpia, dicen los historiadores.

No podemos cargar hoy la infancia de nuestra historia.

Fue una infancia difícil, sí, pero aleccionadora como todas las infancias.

Los viejos no pueden aspirar a regresar al pasado pese a Esquilo y sus tragedias.

No hay barca que nos devuelva la virginadad.

En una etapa fuimos anti gachupines.

Hoy amamos sus vinos, su literatura, su música, su comida, sus ciudades.

En la adolescencia mexicana perdimos los rencores.

Y aunque añoramos las pirámides, nunca tiraremos las iglesias para subir en ellas.

El mestizaje también es crecimiento.

No nos debemos nada.

La deuda está pagada.

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