jueves, noviembre 21 2024

Por Palmira Bernhard

Hasta hace poco tiempo, la esperanza de vida de un ser humano oscilaba entre los 55 a los 60 años. No vamos muy lejos: esta cifra se desprende de la postguerra; cuando el fuego cesó y llegaron catástrofes, pandemias y otros males.  

La tecnología, el avance en las ciencias de la salud y otros factores han obrado el milagro: el hombre y la mujer hoy viven plenamente (si llevan un estilo de vida algo ordenado) de 75 a 80 años en el mejor de los casos.  

Este cambio ha impactado en la manera de vivir de las personas. No sólo en la confianza que puede adquirir alguien al pensar que, por causas naturales, sobrevivirá  más de lo que sus padres o sus abuelos, sino que ahora el tiempo nos da más rango de movimiento para errar una y otra vez, y poder corregir esos yerros. 

Vamos atrás… 

A principios del siglo veinte, las mujeres eran consideradas mujeres –y no niñas– a partir de los 13 o 14 años. Esas mujeres eran raptadas o pedidas por hombres allegados a la familia y se casaban muy jóvenes, casi al mismo tiempo en el que les aparecía el primer periodo menstrual. Eso era hasta cierto punto “la normalidad”, y nadie se horrorizaba de ver, por ejemplo, a una muchacha de 15 años embarazada y llevando las riendas de una casa.  

Las mujeres se unían con hombres generalmente más grandes, mayores de edad, lo que hoy genera repudio y escarnio, sin embargo, ¿cuántos de nosotros no venimos de familias cuyas mujeres parecían hermanas mayores de sus hijos? Por consiguiente, las mujeres envejecían más rápido, tomando en cuenta que iniciaban con responsabilidades de mujer casada antes de tiempo y se llenaban de tareas. El parto –recordemos- no es un estornudo, y deviene desgaste en el cuerpo femenino. Ahora añadamos el factor trabajo y la poca información que se tenía sobre enfermedades que ya  son perfectamente curables. Resultado: la mujer era vieja a los 35 años y moría sin mayores sorpresas a los 45 o 50. 

Hoy la cosa es completamente distinta. 

El mundo condena la unión de una menor con un hombre maduro. La mujer ha salido a la calle a pelear por un lugar digno (si no es que de honor) en la sociedad, y de ser posible evade el matrimonio y los hijos.  

La mujer contemporánea cuida su alimentación y su cuerpo para vivir más años en plenitud por ELLA, y no por la práctica rudimentaria del sacrificio en pos de una familia: esa institución que ha venido sufriendo una serie de metamorfosis increíbles.  

Hoy una mujer de cuarenta es una mujer vital, joven y de lo más atractivo.  

Las cuarentonas van por el mundo presumiendo una fuerza inédita que les dota tanto la experiencia personal como la laboral.  

La mujer de cuarenta años vive su mejor momento: es guapa, es sexy, es madura y sabe diferenciar lo que le conviene y lo que no.  

Lejos han quedado aquellos días en los que las cuarentonas eran mujeres echadas al lado por ser consideradas “viejas”. No vayamos muy lejos; basta con sumergirse un poco en los libros para observar este fenómeno en el que casi todas las heroínas románticas decimonónicas –e incluso las protagonistas de historias febriles de principios de siglo XX– transitaban por las páginas padeciendo las injusticias propias de su contexto histórico, siendo abandonadas y desdeñadas por sus amantes (de igual o mayor edad) con lujo de crueldad, por una razón imperdonable: los estragos del tiempo.  

¿Hay vida, buena vida, después de los cuarenta? 

Ahora sabemos que sí, y no sólo eso. Para muchas mujeres, como las que presentamos en este número de Dorsia, la vida comenzó (o recomenzó) en ese peldaño de la escalera.  

Los cuarenta no son los nuevos treinta. Los treinta son una edad en la que todavía nos podemos permitir actuar con arrogancia y soberbia.  

Luego, sobreviene la luz… 

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