viernes, noviembre 22 2024

Hoy, 9 de marzo del 2020, no sé cómo, no sé porqué, pero amanecí muerta.

O al menos eso creo.

Lo curioso es que, aunque sé que amanecí muerta porque mi amigo Alejandro Mondragón dio la lamentable noticia en su programa, yo puedo ver y puedo escuchar lo que los demás dicen.

Sé que ahora (muerta) viviré mis quince minutos de fama. Los que me conocieron dirán que fui buena, aunque no haya sido ejemplar. Los que no leyeron mi libro, le darán el beneficio de la duda y lo leerán por morbo o por culpa de haberlo abandonado, autografiado, en sus libreros. Se hablará de mí bien por un solo día, pues la muerte suele borrar los defectos del muerto. Sin embargo, yo que estando muerta y que aún así los puedo leer, preferiría que esos quince minutos de indignación dijeran la verdad sobre mí: lo bueno y lo malo. Ya muerta no podré defenderme ni apelar a su comprensión.

Pero si mal no recuerdo, hasta hace unas horas aún no estaba muerta.

Lo sé porque pude disfrutar la bocanada de humo de mi cigarro y porque besé la frente de mi amado a las 7:30 pm. Le medí la temperatura a mi hija y la abracé y reímos al ver cómo la terrible Lizzy succionaba el último jugo de un hueso de res. También hablé con mamá y nos pusimos al día del último chisme familiar.

Ayer también fue la manifestación del día internacional de la mujer y vi como miles, millones de mujeres alrededor del mundo salieron a manifestarse. Iban de verde o de morado.

Las que marcharon en la Ciudad de México se confundían con las jacarandas que nacen esta época. Las fotografías captadas con drones mostraban una inundación morada, ríos de jacarandas que se movían por las venas de esa imbatible ciudad. Se veía hermoso. Lástima que el contexto sea tan lastimero, pensé entonces…

Lo último que hice antes de hoy, del día que amanecí muerta, fue darle de comer a mi perrita unos deliciosos huesos de roast beef, y platiqué mucho con mi hija; cosa que no solía hacer porque es adolescente y por lo general chocamos a la hora de conversar. Sin embargo, no sé por qué la tarde de ayer decidí ser la madre que casi nunca fui. Las tres reímos y cantamos y bailamos a pesar de que Elena, mi hija, tenía influenza.

Después de comer con Elena y mi perra fui a ver a Carlos. Cuando estaba viva, recuerdo, es lo que más me gustaba hacer desde que lo conocí. Me gustaba estar con él porque es divertido, es brillante y ácido. Me llamó y me dijo: “ven”, y como en ese poema de Nervo, “si él me decía ven, lo dejaba todo”.

Fue una tarde encantadora. Hablamos de muchas cosas. Me dio gusto verlo tan vigoroso como siempre: sonriente y con esas ganas de bromear y ladillar a los demás. Cuando llegué a su casa me dijo que me veía muy guapa, aunque después criticó mi chamarra de mezclilla. A él no le gustan las chamarras de mezclilla, pero sí las zapatillas altas que dejan al descubierto los dedos de los pies. Lo bueno, pienso ahora, es que la última vez que me vio antes de que me muriera, pudo pasar su mano por mis pies y yo tenía impecable el pedicure. Y lo mejor, pensé también, es que la última vez que lo pude ver lo vi contento y con gran apetito; su mesa rebosante de oficios y yoyos con los que nos gustaba jugar.

No pasé tanto tiempo a su lado porque tenía dos pendientes: regresar a atender a Elena y su influenza, y pasar a dar el pago de mi tarjeta del Palacio de Hierro.

Lo bueno de haber amanecido muerta hoy, pienso, es que ya nunca tendré que preocuparme porque llegue el día 8, para ir a pagarle al Palacio de Hierro todos los pares de zapatos y los lentes que compraba ahí; ni que el 27 me las vea negras para pagar al mismo tiempo a Bancomer y a Liverpool; ni que los días 14 tenga que depositar el dinero de la mensualidad del carro que compré en diciembre pensando que viviría para liquidarlo; ni que cada día 10 hable a la escuela para jurar que ora sí el 15 me pongo al corriente con las colegiaturas que el padre de mi hija jamás se dignó a pagar.

En términos frívolos y económicos, amanecer muerta me convino. Le conviene más a mujeres como yo, que somos madres solteras, y que al morir, los hijos quedan liberados y hasta protegidos por un seguro que los propios bancos te hacen el favor de empujarte cuando tramitas una tarjeta. Amanecer muerta hoy me libró de hacer corajes cada fin de mes porque el maldito SAT se traga todo lo que trabajo.  

Cuando una amanece muerta se da cuenta que, en efecto, ya todo acabó. Y por lo general la que amanece muerta no acabó de ser, no acabó de estar.

La muerte nos extirpa como si fuéramos un tumor benigno mal operado. Nos toma por sorpresa ya que todavía teníamos cosas que hacer, palabras que decir, besos que dar, sueños que traducir, errores que enmendar.

A mí me pasó todo eso al mismo tiempo.

Hoy que amanecí muerta, desperté en un lugar sin nombre que no es el cielo, por cierto… tampoco el infierno, mucho menos el descontinuado limbo de los cristianos.

Amanecí en lo que, de hecho, parecía mi recámara, sólo que un silencio insoportable la rodeaba. No había más ni menos luz. Todavía pude ver la luna que no se acababa de esconder tras los volcanes.

Amanecí muerta y mi perrita seguía ahí junto a mí, acostada, con su carita puesta sobre mi mentón. Ella abrió los ojos y me lengüeteó la cara como siempre, pero me veía de una manera extraña, como si en verdad, caray, estuviera muerta.

Vi el teléfono como todas las mañanas y noté que tenía varias llamadas: mi papá 5, Carlos 2 y los pendejos de Banamex 20 y Toño Hernández y Genis el puntual monitoreo de medios. También Toño Robledo y Meza envió artículos de opinión y videos musicales de primera.  

Lo bueno de amanecer muerta es que los de Banamex ya no podrán acosarme día y noche con sus llamadas para ofrecerme saldar una cuenta de 7000 pesos pagando sólo 2000, ¡gran promoción!, pensé. ¡Chinguen a su madre los del call center! Ahora, aunque quieran, no les puedo pagar.

Como ya dije, pensé que este era un día normal en el que despertaría y tomaría café y me pondría a escribir a las siete de la mañana. No iría a dejar a Elena porque tiene influenza y porque hoy, curiosamente, las mujeres habían sido convocadas a no salir, a desaparecer del mapa como protesta ante tantos asesinatos y violencia contra ellas.

Yo pensaba quedarme tranquila en casa este día. Pensaba escribir una columna ordinaria y comerme las deliciosas fresas que compré el día anterior.

Pensaba que no cumpliría al pie de la letra la indicación de desaparecer como lo sugerían las reglas del paro. La tarde anterior, al despedirme de mi novio, me dijo: comamos mañana. Y yo en vida tenía dos debilidades: la comida y el vino, y él. Jamás pude decirle que no a él porque estar con él me gustaba. Y jamás pude decirle que no al vino porque, como decía mi buen amigo Hernández y Genis, “decirle que no al vino es decirle que no a la vida”. Y tenía razón. Hoy que amanecí muerta caigo en cuenta que nunca más podré disfrutar de esos placeres porque en el plano en el que ahora estoy atrapada no hay licorerías, y las que hay, están cerradas.

La última voz que escuché ayer mientras aun estaba viva fue la de Adriana Ochoa. Le llamé saliendo de ver a Carlos y quedamos de vernos pronto. Ella estaba dispuesta a no salir hoy porque por primera vez en su vida creía en los movimientos de mujeres. También me propinó una última mentada de madre por haber votado por AMLO. Me preguntó cómo estaba, le dije que bien. Le dije que contenta porque pasé una buena tarde y no tan contenta porque tenía que ir a dejarle mi dinero al Palacio de Hierro, pero que ya casi, le dije, ya casi liquido mi deuda y ahora sí ya nunca volvería a engolosinarme firmando dinero que no tengo, juré. Y no me creyó. Y reímos y quedamos de hablar más tarde y no hablamos porque llegué a casa, di de cenar y me acosté a ver una serie terrible sobre un niño francés que fue asesinado en 1984 por uno de sus familiares.

A últimas fechas me gustaba ver series y películas como parte del entrenamiento que cualquier escritor debe tener para nutrir su escritura.

Ahora ya veía de todo cuando antes me negaba a perder el tiempo echada frente a la tele. Veía programas españoles con mi viejo y en casa veía películas y series. Y lo último que vi, antes de caer dormida, fue la historia de Grégory, quien fue asesinado por un pariente que se pasó amenazando a su familia durante años antes de acometer su atroz crimen. El asesino fue llamado “El cuervo”. Entonces antes de dormir pensé en ese exótico animal y en toda la mitología que se ha levantado sobre él.

Vi cuervos en mi mente antes de caer en la etapa más profunda del sueño. Y también vi las fotos de la marcha: millones de jacarandas inundando las calles, e irremediablemente pensé en mi admirado Alberto Ruy Sánchez, que tiene un excepcional libro sobre estos maravillosos y perennes árboles.

El último sueño que tuve fue más bien una pesadilla.

Yo creo que me quedé ciclada con lo que miré en la serie: el niño, el depredador, el cuervo. Y también me fui a la cama pensando en cómo se iban a ver las calles al día siguiente: sin mujeres. Pensé en levantarme temprano como siempre y asomarme a la avenida que pasa debajo de mi edificio y medir la respuesta del paro con la cantidad de carros que por lo general conducen las mamás que llevan a sus hijos a esa hora a la escuela. Pero amanecí muerta, sin embargo, sí pude ver (como ahora puedo escribir) que, en efecto, la avenida tenía un tránsito fluido y el parque Metropolitano estaba vacío. No había ni mujeres con perro ni mujeres sin perro. No sé, ahora estoy confundida. Quizás no soy yo la única que amaneció muerta. Quizás todas las mujeres murieron anoche y están como yo: pensando que están medio vivas y tratando de comprender qué es este estado que no se siente bien, pero tampoco nada mal porque dentro ya no hay amenaza.

Imagino qué pasará ahora con los hombres que conviven conmigo a diario.

Pienso que, al enterarse que estoy muerta, mi padre se volverá loco de dolor. Lamento no haberle respondido ayer sus llamadas, en verdad lo lamento porque sé que él será quien más sufra mi ausencia. Su vida, creo, dejará de tener sentido. Lo extrañaré, pero no tanto como él me extrañará. Finalmente yo era su mayor orgullo.

Si todas las mujeres amanecieron muertas como yo, será un alivio pensar que mi Elena no tendrá que enfrentar este mundo hostil sola, sin mí. Me duele saber que estará en las mismas condiciones que todas y que no disfrutará lo que yo sí pude: no viajará a París para ver a Delacroix, no sentirá un amor tan grande como el mío hacia ella, ni un sentimiento tan profundo y dedicado como el mío hacia el hombre que dejé vivo, preguntándose mientras lee las noticias en su ipad: ¿qué cambiaría en mí si ella pudiera volver de la muerte?

Amanecí muerta y otro que sentirá mi ausencia será mi amigo Mecinas. ¿Con quién irá ahora al Kamafruta a desayunar y platicar sobre los últimos escándalos políticos de la aldea?

¿Y Luis Conde? Si los vivos pueden leer a las muertas le digo: quédate con la revista y hazla un crack. Ya no tendrás bellas mujeres para ponerlas en portada. Si todas estamos muertas, ahora tendrás que buscar hombres que cuenten sus historias en nuestras páginas. Pero sólo te pido algo: que el balazo en la portada de abril diga: “Están todas muertas… y están mejor”.

Son las 8 de la mañana y mientras escribo esto siento el impulso de asomarme a las redes y ver por la ventana: nada. No veo mujeres. ¿Qué está pasando? ¿Será que sí? ¿Que todas desaparecimos de verdad?

Es hora de contar mi horrible sueño, son imágenes difusas y terribles no aptas para gente híper sensible.

Era el día de hoy, el día que las mujeres no debíamos salir. Yo estaba en una casa que colindaba con el garaje donde estacionan camiones de ruta. Una casa antigua, con rejas en vez de portón. Conmigo estaban Mariana, Elena y otras niñas. Era de noche. Salía a comprar algo o en busca de algo cuando de pronto me percaté que no había mujeres en las calles y los hombres andaban desorientados, como locos. De pronto me metía a la estación de camiones a observarlos, cuando de repente un grupo de tres muchachos como de 25 años, se acercaba a mí. Uno de ellos comenzaba a masturbarse mientras los otros reían. Me habían visto ahí, guarecida entre los camiones. Yo, asustada como nunca por el matiz de sus risas perversas, sentí por primera vez el miedo que dicen sentir las mujeres víctimas de una violación. ¡Corte! La escena se desvanece. Creo que desperté porque mi perrita se movió en la realidad. Volví a dormir y en la siguiente escena veía a una muchacha amarrada en el techo de una furgoneta. Amarrada como si fuera una maleta. Tenía las nalgas descubiertas y forcejeaba para liberarse. Era la misma noche de la estación de autobuses porque yo venía asustada e iba rumbo a esa casa que supongo que era una reminiscencia de la casa en donde creció mi pareja (la mente siempre asocia en el sueño datos aleatorios: los camiones y la casa antigua del centro son, seguramente, lo que me asía a una realidad remota).  La chica forcejeaba. Yo me aproximaba cuando oí unos pasos. Era un hombre, no tan viejo, pero sí de unos setenta años. Blanco, pero sucio. Un hombre de coleta que se parecía, de hecho, al periodista que vi en la serie del niño francés asesinado. Ese hombre me veía, se percataba que yo iba a auxiliar a la chica que estaba amarrada. Al acercarme noté que era mucho menor de lo que sus formadas nalgas delataban. Era una pubescente como de 13 años. Al sentirme descubierta, corría hacia la casa con rejas. Entraba. Elena y Mariana seguían ahí. Lejos escuchaba la voz de mi abuelo Carlos (no sé a qué hora apareció en mi sueño). El hombre lograba entrar, tiraba de las rejas hasta que una cedía. No se escuchaba ruido en la calle más que el rugir de los camiones lejanos. Una vez que lo tuve enfrente, lo golpeaba con un objeto pesado. El hombre caía, ensangrentado de la cabeza. Pedía cuerdas para atarlo. Lo ataba. Y mientras lo ataba disfrutaba propinándole patadas por todo el cuerpo. Pero el hombre en vez de gritar, reía. Reía como el muchacho que se masturbaba entre los camiones de ruta. Y yo le preguntaba y le sacaba la confesión: esa niña que te estás llevando es una niña, viejo cerdo. ¿Por qué una niña, cabrón hijo de puta? El hombre reía y de pronto de tanto reír, se le salían las lágrimas. Yo lo sometía y le seguía atizando con el casco de una botella. Lo hería mucho. Y por último le preguntaba: ¿Eres uno de esos animales que abusan de los niños, ¿verdad? El hombre asentía, sometido, pero ya no reía. Yo, desquiciada, acababa matándolo con mis propias manos.

Y desperté. Desperté muerta y vi que Lizzy estaba ahí, junto, abriendo sus ojos redondos apenas. Lengüeteándome la cara.

Tomé una foto de la luna que se escondía detrás de los volcanes. Había también una nube que curiosamente cambiaba de color, del azul plomizo al rosa.

Amanecí muerta y tomé el teléfono. Vi que tenía varias llamadas, pero la única a la que le respondí con un mensaje fue a la de Carlos. Le puse, sin pensarlo demasiado: ¡buenos días!, anoche caí MUERTA y no oí que me marcaste. Se me pasó llamarte ayer llegando a casa. Te busco más tarde. Te amo.

Amanecí muerta, o al menos es lo que se supone que deberíamos hacer hoy las mujeres. Para ser vistas, para ser valoradas. Por nuestros hombres, por todos los hombres.

Las demás amanecieron muertas también, pero sin duda, mañana reviviremos todas. Y el mundo seguirá marchando igual. Dando vueltas sobre su eje en lo que pasan 24 horas. Dando vueltas alrededor del sol que tardan 365 días.

La noticia habrá sido falsa. Yo seguiré viva mañana como la mayoría de las que hoy amanecieron muertas por una suerte de performance aleccionador.

Pero ¿y las que no?

Abro el internet percatándome que, si bien estoy supuestamente muerta, sigo viva. Sin embargo, leo en varios portales perdidos que: “en pleno día de la mujer se registraron dos feminicidios”.

Esos son los que se registran. ¿Y los que no?

¿Quién, que no soy yo, amaneció muerta hoy?

¿Quién dejó de contestar el teléfono y no pudo hacer el mega simulacro?

¿Qué familia tendrá que detener su reloj para ir a enterrar a una hermana o una madre que todavía ayer estaba dispuesta a vivir la experiencia multimedia de #undíasinnostras?

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