lunes, noviembre 25 2024

por Irma Gallo

¡Benditas redes sociales! ¡Cómo disfrutamos subir fotos de nuestras vacaciones! Y mucho más si las pasamos en el extranjero, porque eso nos da más caché. O de nuestros novios, más guapos que George Clooney y Brad Pitt, por obra y gracia de los filtros de Instagram, por supuesto. O de nuestras ropas de diseñador, de nuestras joyas, de nuestros amigos, siempre igual de guapos y exitosos que nosotros (más no, porque entonces ya no nos conviene). Dicen (y dicen bien) que las comparaciones siempre son odiosas.

¿Cómo presumíamos antes? Juro que ya no lo recuerdo. Yo estoy lejos de ser nativa digital. Nací cuando 1971 estaba a punto de acabarse, y mi papá y mis tíos usaban pantalones acampanados mientras que mi mamá mostraba, toda oronda, sus minifaldas, sus huaraches y sus morales bordados, muy hippie.

Sin embargo, orgullosa de mis 46 años de edad, puedo decir que fui de las primeras de mi familia y de mis amigas en abrazar con pasión a Facebook hace ¿9, 10? años, y a Twitter algunos menos. Será porque soy exhibicionista. Me encanta que me vean. Tal vez por eso trabajo en televisión.

Bueno, pues no soy la única. La única exhibicionista, quiero decir. Y sobre todo, la única exhibicionista que disfruta, agradece, adora, las redes sociales. Me encanta subir fotos cuando me maquillan para el programa que conduzco junto a Huemanzin Rodríguez, Semanario N22, o cuando estamos grabando el programa. Disfruto tomarle fotos a las copas llenas de mis amigas (y la mía por supuesto) con la champaña del mes. Fui feliz cuando pude compartir mis fotos de Nueva York, la ciudad que tanto había anhelado conocer y que me “regalé” de cumpleaños el año pasado, justo para celebrar mis maravillosos 46. (De los que también, he de confesar, estoy orgullosa porque mi trabajo me han costado… y más trabajo que no se noten, o bueno, no tanto).

El caso es que, para presumir, las redes nos han caído como anillo al dedo.

Lo malo es que, como decía mi abuelita, “si te llevas, te aguantas”. Y esa es la parte que no soportamos. Nos gusta exhibirnos -y que nos vean, por supuesto- en nuestros mejores momentos. La selfie espontánea no existe. Todo autorretrato que se respete exige un montaje y un proceso de preproducción de varios minutos (o, si somos más obsesivos, hasta de horas), y cuando nos agarran con las manos en la masa no solo se acaba la diversión, sino que nos empeñamos en negar que esos que aparecemos en YouTube con miles de reproducciones, replicados en Twitter y en hasta en los muros de Facebook de nuestros compañeros de trabajo -o incluso, horror de horrores, de nuestros jefes- somos nosotros. Sí, nosotros mentándole la madre a unos policías que nos quieren llevar al Torito porque llevamos un nivel de alcoholemia suficiente para incendiar el Bosque de Chapultepec. Somos nosotros, llamándole “indio” o “naco” al que nos toca el claxon porque nos pasamos un alto -no importa que hayamos estado a punto de causar un accidente-.

Somos nosotras, las que nos decimos defensoras de derechos humanos pero ofendemos a la mujer policía que nos arrestó porque se nos pasaron las copas y nos salimos del consultorio de un doctor sin pagar la cuenta.

Somos nosotros, los que le aventamos el Mercedes al ciclista que se atrevió a reclamarnos por circular en el carril exclusivo para bicicletas. Pero ¡cómo nos vamos a quedar callados!, si a nosotros ningún pinche jodido nos enseña el dedo medio.

Porque sí, hay irresponsables que, borrachos y drogados, manejan un BMW lleno de desconocidos a 200 km por hora en la madrugada chilanga, se estrellan contra un poste y los cuatros desconocidos terminan partidos por la mitad, igual que el BMW. Esos irresponsables hijos de papi que nunca han sabido lo que es enfrentar las consecuencias de sus actos. Y más allá de cualquier juicio moralino que pudiéramos hacer, esos personajes no solo son #Lords o #Ladies; simple y llanamente no tienen madre.

¿Nosotros? Bueno, a nosotros solo se nos fue el avión (y la compostura) un ratito. Y resultó que, para nuestra mala suerte, como en el 1984 de Orwell, había un ojo vigilándonos. Y para nuestra peor suerte, ese ojo era la cámara de un teléfono celular. Y para nuestra mil, un millón de veces maldita suerte, el teléfono celular estaba conectado a una red wifi… y en menos de lo que decimos ¡puta madre! la expresión feroz de nuestro racismo, clasismo, prepotencia y estupidez, ya se estaba replicando miles de veces y en unos segundos alguien nos bautizó como #LordPizza, #LordPrepotente, #LadyDefensora, #LordPirruris, #Lady100 pesos, #LordWalMart o hasta donde le alcance la imaginación, o nuestra pendejez.

¡Carajo! ¿por qué no tiene el mismo número de reproducciones el video de nuestra bella, elegante y perfecta boda?

Porque, no nos hagamos, eso a nadie le interesa.

Y sobre todo, porque el que se lleva, se aguanta.

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