jueves, abril 25 2024

por Alejandra Gómez Macchia

«En algunas ocasiones no es nada más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que nosotros llamamos mundo real, y un poco de viento puede abrirla».

Stefan Zweig

Supongo que desde que el hombre es hombre, por una urgente necesidad de asirse a algún recuerdo, inventó los festejos.

Hoy estamos saturados de los así llamados “días internacionales de”. Hay día internacional de la mujer, día internacional del vino, día internacional del orgasmo sin pareja, día internacional del gato callejero, día internacional de los granizados de fresa, día internacional de los poetas fracasados, día internacional de la vaca lechera, día internacional de la esposa desesperada, día internacional del día internacional.

Pues bien, como cada año, y gracias a la necesidad de exhibición que tenemos, hoy se llenan los muros de Facebook con graciosas o no tan graciosas fotografías de niños. Sí, de los niños que fuimos y que por desgracia no volveremos a ser.

Algunos, los más optimistas, ponen textos bajo sus fotos. Y ahí los ves: con sus moñotes y sus remolinos. Encima de los animales de los santos reyes. En las piernas de sus padres. La mayoría, si es que son de la generación Baby Boomers para atrás, lucen sendas chapitas retocadas al pastel, o de plano la foto sale en el más solemne blanco y negro.

Creo que nunca me he subido a ese tren. Tengo fotos de niña, claro. Fotos que no me gustan nada, por cierto, porque salgo movida en casi todas (era tremendamente inquieta). Aparte debo confesar que la niña que fui no me cae muy bien.

Pero regresando a las fotos que se suben cada 30 de abril, he observado atentamente que todos, o casi todos, desean volver de un modo a la tierna infancia. Plasman anécdotas encantadoras de ellos mismos como si gracias a ese niño no fueran hoy esos adultos desastrosos, sin embargo, lo que más me sorprende es que esos adultos replican una frase trillada de los libros de auto ayuda: le piden perdón al niño que fueron.

Veamos…

Hoy es 30 de abril, y no, no le pido perdón a la niña que fui.

Si el pasado pudiera irse a visitar y me viera a mí misma en mi fiesta de 5 años, con ese vestido ridículo de tira bordada, no, no le diría: “perdóname Alejandrita por haber torcido el rumbo, por no haberte advertido que era poco prudente espiar tras la puerta. Perdón porque no debiste oír nunca esos pleitos ni ver volar esas botellas. No debí empujarte a montar a caballo sabiendo que te ibas a caer”. O “Perdón, Alejandra, porque no supe poner alerta. No te dije que no era conveniente enamorarte a los trece años. No era correcto, no, que, a falta de niños en la familia, besaras a tus primas y te convirtieras en una libertina precoz. Perdóname porque por mí culpa hasta hoy te da miedo quedarte a oscuras. Debí acostumbrarte a los “no”. Debí decirte que un día tendrías que dormir sola y que podrías practicar no yéndote a acostar al piso del cuarto de tus papás. Debí evitar a toda costa que tomaras esos discos y esos libros que te llevarían a ser distinta a tus amigas; por esos libros y esos discos siempre te juntarías con gente mayor y jamás ibas a poder volver a convivir con tus contemporáneos sin pensar que son un poco idiotas”.

Cosas por el estilo.

Si tuviera que irle a ofrecer disculpas a la niña que fui, diría algo parecido a lo anterior. Sin embargo, el tiempo no existe, por lo tanto no regresa, por lo tanto no puede cambiar, por lo tanto es una ilusión, por lo tanto trato de conservar los mejores recuerdos de esa infancia: nunca me gustaron las muñecas, siempre fui un poco hombruna en los juegos: luchas, espadas, bote pateado.

Me gustaba, eso sí, cantar y leer en voz alta. Grabar comerciales contra la calvicie en mi aparato de música General Electric, pero sobre todo me gustaba inventar. Inventaba historias de todo: desde que tenía una gemela blanca de ojos verdes que se llamaba Andrea, hasta llevar a cabo una mentira monumental como afirmar que era capaz de llevar dos vidas paralelas siendo yo misma. De hecho, en ese mundo interior recreaba todo el tiempo diálogos alternos con la gente que habitaba el mundo real, y sí, ganaba siempre las discusiones, y obvio, era la mujer (porque mi otro yo siempre fue adulto) más amada de este mundo.

Por eso, tomando en cuenta que la niña que fui me aburría por el simple hecho de ser niña y no podía participar de la vida adulta, renuncié muy pronto a ella.

Ahora, cada vez que alguien (mi padre, mi mamá o mi amado) me dice “niña”, acepto que me vean así porque sólo de esa manera llego a sentir esa protección que me negué a recibir porque la vida era demasiado corta como para pasar un cuarto de ella teniendo que acatar y callar. Que obedecer y esperar.

Ser niño está estrechamente ligado a ser paciente involuntariamente.

Por eso no, no le pido perdón a la niña que fui. En ese caso, que venga ella y me explique por qué aprendió a decidir tan pronto lo que era “bueno” para las dos.

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