jueves, abril 25 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Con la muerte de Maty Huitrón (la mujer que se hizo célebre al ser fotografiada por Nacho López haciendo una lúbrica caminata en la Calle Madero), se me vino a la mente la portada del primer número de Dorsia, en la que rendimos homenaje a esa foto y a las maravillosas curvas de Maty.

El primer número de esta revista fue una respuesta necesaria para hacer contrapeso a la satanización de los hombres que se dejó venir como una ola de Tsunami a partir del movimiento #Metoo, que si bien en sus inicios fue completamente legítimo, con el tiempo se fue pervirtiendo gracias a los tribunales instantáneos de las redes sociales, en donde cualquiera puede desechar sus frustraciones y descalificar y acusar sin pruebas obteniendo una sentencia automática que queda en manos de los árbitros morales del internet.

También –justo ayer– alguien me envió un texto que escribí el año pasado sobre los machos.

Lo volví a leer con curiosidad y con lupa, y como suele suceder con los textos que uno cree muertos, al revivirlos encontré una serie de defectos, que de nos ser por la magia del internet y la oportunidad de re editarlos, quedarían ahí: instalados en nuestro museo particular de los horrores.

Del texto rescato muchas cosas, ante todo la esencia.

Sigo pensando que (en mi caso particular) los machos han sido parte fundamental de mi educación sentimental (para bien o para mal), empezando por el que considero el primer macho que marcó mi vida, es decir, mi padre; quien siendo tan macho y pareciendo un verdadero macho mexicano me curtió para poder ver más allá del sentimentalismo ramplón y de la sempiterna victimización de las mujeres que nacen y crecen rodeadas por esos especímenes que hoy ninguneamos llamándolos “machos”, así, en su acepción más peyorativa.

A un año de haber escrito “Los machos de mi vida”, estoy más convencida que nunca de que, fuera de lo que se pueda pensar, no soy  adicta al patriarcado; más bien trato de encontrar la belleza en las espinas de las rosas y no sólo en sus suaves pétalos.

De los machos sólo he recibido eso para lo que se supone (o lo que dicen quienes los denuestan) que vinieron al mundo: los machos me han protegido, no de ellos, si no de mí misma.

Gracias a sus enseñanzas –a veces crueles, a veces benévolas– he conseguido entrar en su psique y comprender el porqué de sus respectivos procederes.

En un mundo de machos, la mujer que se mueve grácil junto a ellos se gana su respeto.

Hablo de movimientos precisos, llenos de sutilezas, nunca de sumisión. Amar a un macho requiere cierta coreografía, habilidad en las piernas y temple en la cabeza.

El hombre me dijo un día: te voy a domar. Y yo le contesté: no quieres domarme porque en ese momento dejaría de ser yo misma y te hartarías de mí. Luego reímos.

Ese tipo de frases son completamente válidas en medio del cortejo y el cotilleo, así como es legítimo –y placentero para muchos– dar rienda suelta a las perversiones y a las fantasías mientras sean de ida y vuelta.

Todo esto es parte, creo, del encanto del escarceo que se pierde irremediablemente con la convivencia diaria bajo el mismo techo, donde todo suele ser tan aséptico que genera trastornos de higiene, pues dejar que un macho te diga en la cama «eres mi puta, mi perra, mi mujer», desmorona la imagen sacralizada que se nos endosa (a huevo) cuando nos volvemos esposas… pero no si se entiende que el lenguaje llega a enriquecerse hasta con esas vueltas de tuerca que parecieran retorcidas, sin embargo, no lo son cuando se asumen como parte del cachondeo.

El hombre mal llamado «macho» se rige sobre todo por instintos, una respuesta involuntaria de supervivencia. Y qué bueno que sea así, pienso, porque de otra forma pasaríamos el tiempo sitiados detrás de una barrera impenetrable que no nos dejaría rango a equivocarnos, y a algo mejor: a corregirnos como especie.

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