jueves, abril 25 2024

por Alejandra Gómez Macchia

En “El amante de lady Chatterley”, el escritor D.H Lawrence dice que “el sexo es una de las más antiguas convenciones y formas de dominio”.

Le creo y no le creo.

Uno puede dominar a alguien por medio del sexo, pero ojo: sólo por un tiempo.

No hay, no existe hombre o mujer que obtenga el dominio absoluto de su pareja aunque sea un Dios o una Diosa en la cama. De ser así, las prostitutas serían las soberanas del mundo. Patronas y amas de las voluntades masculinas.

Si el sexo es un crack, es más fácil conservar durante un tiempo prolongado el encanto. Por medio de un buen sexo se pueden limar asperezas sin tener que pasar por el trámite engorroso de la discusión abierta.

Tener de compañero a un buen amante es un punto a favor (gran punto). El sexo jamás resta a menos que sea entre tres y uno sea mandado por los tabacos. El sexo es, sí, una dinámica de poder, pero una vez que se tiene el poder hay que conservarlo.

A Constanza, protagonista de “El amante de Lady…”, como a Emma Bovary y Anna Karenina, la literatura las plantó en el Parnaso de la historia y la convirtió en heroínas románticas (trágicas) gracias a su arrojo de desafiar las convenciones de sus respectivos tiempos para lanzarse, no en busca del amor cortés ni platónico, ellas querían básicamente hombres que les dieran una buena cogida, para acabar pronto.

Los maridos de este trío singular son muy diferentes entre sí: Charles era un médico rural mediocre que perdió el respeto de Emma cuando quiso volverse un cirujano exitoso (para agradar a su pinche vieja inconforme), y en vez de eso se convirtió en un médico rural desprestigiado cuando en su primera intervención le provocó una gangrena terrible al buen mozo Hippolyte, que culminó en amputación. Si para ese momento Emma ya había tenido sus deslices con Rodolphe Boulanger (mismo que la dejó plantada cuando la ilusa quería que huyeran juntos), luego del trance de la amputación de Hippolyte, la señora le perdió aún más el respeto al pobrecito Charles, quien tanto la quería y se hacía de la vista gorda cada vez que Emma se iba a follar al otro ingrato de León Dupuis, en vez de ir a tomar sus cursos de piano.

Con León fue lo mismo: Emma buscaba desesperadamente a alguien que le saciara sus apetitos. Y pues sí, acabó enamorándose, y cuando una se enamora, ya se sabe, pierde el dominio, y al perder el dominio, la que se enamora se lo cede al otro, y si el otro no está totalmente enamorado (o es un culero sin corazón) es cuando ocurren las fatalidades que todos conocemos.

El marido de Karenina, el señor Karenin, no era un don nadie como Charles. Era un alto funcionario, aunque viejo y aburrido. Pero un funcionario ruso tiene todo el derecho a ser viejo y aburrido y conservar a su mujer si la mujer no descubre un buen día, ¡oh!, que a su marido viejo y aburrido le han crecido desmesuradamente las orejas. Sí, porque si no recuerdan, el detonante final del hartazgo de Anna no se da cuando empieza a acostarse con Vronski, sino cuando se da cuenta que le dan asco las orejas de don Alekséi Aleksándrovich Karenin.

Así de crudo el asunto. Así de ojete.

 

Y vaya que Tolstoi fue el genio más grande de la humanidad y que algo sabía de condición humana, y dentro de esa condición humana existe un fenómeno sumamente desconcertante que no es otra cosa más que la pérdida de química. Eso que se da tan seguido, como cuando te percatas que después de varios años de dormir con el mismo hombre o con la misma mujer, ese hombre o esa mujer desprende un olor que no te gusta nada. Un olor que, seguramente, ha estado ahí siempre, desde que la pareja que hoy se odia se amaba, sin embargo, sabrá Dios qué tuerca se le zafa a uno en el día menos pensado y ¡rájale! El olor que te atrajo como un viril carnero a tu hembra o como una gata en celo a tu gatito pardo, ese mismo olor se vuelve insoportable.

Así a Anna Karenina con las orejas de Karenin. Orejas que obviamente no le crecieron de un día para otro, más bien la señora tuvo que buscar una coartada infalible para zafarse del viejo gordo de Karenin que ya la tenía aburrida y harta con sus rituales de funcionario ruso y bla bla bla.

El tercer marido desdeñado, pero sin duda el más listillo de los tres anteriores, es Clifford Chatterley. Y digo que fue el más listo porque no opuso resistencia para que su mujer, Constanza, se fuera a darle vuelo a la hilacha con el guardabosques mientras él tomaba el sereno y leía los periódicos en su residencia. Finalmente Clifford sabía que estaba casado con una bella mujer, joven aún, y que él, Clifford, no podía darle lo que ella necesitaba (sexo) porque estaba paralizado de las piernas para abajo desde que se casaron.

Constanza la tenía más fácil. Yo creo que por eso es la única que no acaba matándose. Aunque a decir verdad, los móviles de los suicidios de Emma y Ana son los respectivos desdenes de los amantes (y la falta de varo y glamour) y no la intolerancia y la brutalidad de los esposos.

Porque recordemos algo: una vez muerta Emma Bovary, Charles encuentra la correspondencia ardiente entre su mujer y sus dos amantes. ¿Y qué hace? Llora. Llora no por haber sido el cornudo del Ruan sino por no haber podido darle en vida la venia de ser feliz aunque fuera sin él (¡aplausos de pie a este joven!). Por lo tanto yo digo que el verdadero héroe del gran clásico de Flaubert no es Emma, sino Charles. Pero de eso hablaré en otra ocasión.

Anna Karenina, por su parte, fue más atrabancada. Ella sí abandonó el hogar y dejó a su amado hijito por seguirle los pasos a Vronski. ¿Y qué hizo el señor Karenin? Ahí sí se puso denso el ruco. Se puso denso, pero nunca violento. Lo más rudo que hizo fue decirle a su hijo que su madre estaba muerta. Pero incluso cuando intuyó el desenlace fatal del romance extramarital de Anna, dio muestras de que estaría dispuesto a hacerse de la vista gorda aunque aplicando una buena condena. Pero no. Anna no iba a regresar nunca a la monotonía conyugal después de haber probado las mieles de Vronski “bebé”, y mucho menos iba a volver a su casa a ver cómo le seguían creciendo las orejas a su viejo marido.

Pero Constanza… ella sí rifó, como dice la banda. Constanza se salió parcialmente con la suya y no dejó atrás una ola de calamidades. Lo que nunca sabremos es cómo le fue con su guardabosques una vez que pudieron vivir su amor sin el toque del clandestinaje.

¿Complicado, no?

Lo que puedo concluir (así a vuela pluma) de estos tres casos, que no son más que casos que se repiten cotidianamente en la historia mínima de todos los pueblos y todas las metrópolis y todas las comarcas, es que el buen sexo parece ser casi todo aquello de lo que se sostiene una relación duradera. Pero aguas: ese “casi” no es una pequeñez.

Uno puede tener el mejor sexo del mundo con fulano o con zutana, sin embargo, si después del sexo no hay nada que hablar (no hay risas, no hay café en la cama, no hay música o incluso la sensación de angustia de perder lo que tanto se ama) y quieres irte por los cocas al oxxo o ponerte a tuitear “te odio Luisito Rey”; si eso pasa cuando todo lo sabroso pasa, ese “casi” que parece nada, se convierte en un acantilado más profundo que las quebradas del camino a Transilvania.

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