sábado, noviembre 16 2024

Memorial
Por Juan Manuel Mecinas

Los discursos terminan por agotarse. El ciudadano quiere encontrar salida a sus problemas, que en realidad son problemas de todos: servicios básicos, educación, seguridad, empleo, bienestar, desarrollo. En algún momento, los discursos pueden usarse para paliar las penas de quienes sufren por la inseguridad, el desempleo o la falta de agua. Tarde o temprano las víctimas demandarán algo más que “empatía” de la clase política.

La derecha y los anti-AMLO lo saben y creen que ha llegado el momento. Apuestan a que el feminicidio de una menor -aún sin conocerse a fondo el asunto- será el punto de quiebre de un gobierno que algunos aborrecen y que esperan ver caer o al menos fracasar. Los odiadores del Peje huelen la sangre. Saben que no existen las condiciones para que el gobierno de López Obrador -o de cualquier gobernador que se quiera nombrar- haga valer la ley y con ello disminuyan a cuentagotas los índices de delincuencia e impunidad.

El gobierno del Peje insiste en que ese no es su tema: que la transformación requiere tiempo, esfuerzo, centrarse en lo esencial y que las reformas que emprende la 4T son las adecuadas. Pero las señales que envía son contradictorias. Por un lado, quiere acabar la corrupción, encarcela a Rosario Robles y a Lozoya. Por otra parte, no denuncia a Peña y protege a Manuel Bartlett. En el Tema de feminicidios, homicidios e inseguridad el discurso del presidente tiene un cortocircuito: la realidad muestra que la violencia es rampante y que no es solo cuestión de voluntad y de lucha contra la corrupción, sino de políticas públicas bien aplicadas, a largo plazo, que puedan lidiar con el hartazgo. 

Y el presidente se equivoca. Que haya feminicidios e inseguridad no es solo una cuestión que pueden explotar sus adversarios, sino que es una realidad que impacta a su gobierno porque si no puede lidiar con el dolor del ciudadano y con los embates de sus adversarios, debería cambiar de discurso. Y, además, si los números siguen arrojando tragedias y violencia, de poco servirá la transformación que quiera impulsar. No puede haberla sin que cesen la impunidad y la violencia.

 Y no todo es cuestión de corrupción. Un juez que debe decidir 3,000 asuntos al año -y procesarlos- puede ser un juez corrupto, ineficiente o solo superado por el excesivo trabajo puesto a su consideración. Andrés Manuel cree que el bienestar florecerá con la muerte de la corrupción, pero hasta ahora no hay país en que esta haya muerto -es tolerada en mayor o menor medida- y, sobre todo, hay áreas que no solo dependen de cesar a los funcionarios corruptos. En otras palabras: al juez que se ve superado por el trabajo que debe realizar, habría que quitarle la excesiva carga de trabajo. 

Tal vez AMLO tenga un plan B, pero hasta ahora su apuesta principal tiene claroscuros. No conecta los ciudadanos y sus acciones son adecuadas o terminan en bandazos. Parece no haber términos medios. Sus declaraciones no son sino símbolo de un político que piensa que hablar menos del tema es bueno para su gobierno. Esa estrategia puede dar resultados, pero no en el largo plazo. Peña y Calderon incluso instaban a los medios -cómo olvidarlos- a no contar las historias horrorosas del narcotráfico que ganaba terreno en el país. AMLO debería hacer algo distinto: aceptar que el crimen manda en muchas ciudades, barrios y colonias. Que la impunidad alienta a los machistas a delinquir contra la mujer. Y que la lucha contra la corrupción es el primer gran paso, pero solo el primero. Todo lo demás no sirve: porque el dolor de las personas es profundo y sus pérdidas son irreparables a causa de la inseguridad, la violencia y la impunidad. El presidente popular debe demostrar que también sabe dar resultados. Después de casi 15 meses en el gobierno, López Obrador puede aprobar en encuestas, aunque la realidad sigue siendo de muertes y violencia. Al menos una parte de la realidad. Esa, de la que el presidente no quiere hablar.

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