Carros, hombres y rocanrol (La Fórmula E en Puebla)
por Alejandra Gómez Macchia
Por estas fechas se cumple un año más de la plácida muerte de mi abuelo Carlos. Lo recuerdo siempre por su cariño sin regateos, por sus cigarrillos kilométricos, su afición a los quesos rancios y a los discos. Pero también por haber sido el gran mistificador que me enseñó a alterar un poco la realidad para hacerla más afable.
Será porque en estos días he tenido intensas conversaciones sobre automóviles que anoche soñé con él, con el abuelo, y con un carro en especial: un Galaxy que le regaló a mi abuela y mandó a pintarlo de color de rosa. Así decía y presumía el viejo mientras doña Lupe rezongaba a sus espaldas, arremetiendo contra el mal gusto de aquel que sólo pretendía complacerla y resarcir sus descalabros amorosos con una pieza tan bizarra y tierna.
Para mí, don Carlos Macchia siempre fue un viejo, era el prototipo del abuelo, del bachicha gritón que arrasaba con las conversaciones aunque a veces lo único que podía contar claramente eran mentiras delirantes.
Pero volvamos al Galaxy rosa…
Ese carro que –me cuentan– era un avión, un día fue a estamparse dentro de la abarrotera más afamada de Córdoba, llevando a mi abuela a los titulares de los diarios locales; el sueño dorado de las señoras popof de la época; sin embargo, la cabeza de la nota distaba mucho de entrar en el agrado de la señora Moreno porque, en vez de exaltar su belleza indiscutible o su labor como buena samaritana, la acusaba de ser una amenaza en potencia frente al volante.
Así que despertando del sueño, hurgué en mi memoria inmediata y remota para cavilar sobre la velocidad que alcanzan los cuerpos cuando se encuentran dentro de esas cápsulas metálicas que los transportan de un lugar a otro, con y sin rugido de motor, con o sin música de fondo, con y sin copiloto distraído, con o sin manoseo a la hora del stop.
En unos días asistiré a mi primera carrera de autos. Correrán naves silenciosas a no sé cuántos kilómetros por hora, a no sé qué tantos caballos de fuerza, con diestros pilotos que, además de fungir como anuncios ambulantes de bebidas energéticas, aditivos, marcas de relojes y de sus respectivas escuderías, se pelearán un título que los pondrá en el Parnaso de las élites. Lo poblanos, tan rendidos siempre a las tentaciones de fajotear con el glamour (aunque sea efímero), tendremos la oportunidad de despeinarnos ante esos carros que jalan más que las carretas que luego son desbancadas por un par de tetas.
Como soy dada a las obsesiones, quise adentrarme en el tema de los carros; me puse a googlear lo más trascendente de este tipo de eventos, encontrando tanto material que acabé por ahogarme y mejor me bajé del tren del mame y fui a buscar algo más romántico al respecto, algo que no tuviera que ver con violines…
La importancia de los carros, la hegemonía del asfalto y el costo-beneficio que trae consigo ese invento que vino a movernos con más comodidad y rapidez, pero que al mismo tiempo se convirtió en la antesala de un inminente desequilibrio con el entorno. La ira del subsuelo, sangrante como corazón de roquero, ante el paso masculino de una maquina que puede resultar hasta un objeto cargado de sensualidad.
Fui a asomarme a un texto de Giovanni Papini incluido en las cuitas del no tan joven Gog, en donde este personaje grotesco, pero necesario, se entrevista con Henry Ford, y he aquí lo que andaba yo buscando para acabar de alimentar mi curiosidad e ir con una idea más clara sobre lo que significa el automóvil, no sólo el bulto, sino sus metáforas:
Cito:
“Usted sabe- me ha dicho- que no se trata de desarrollar una industria, sino de realizar un vasto experimento intelectual y político. Nadie ha comprendido bien los místicos principios de mi actividad. Sin embargo, no pueden ser más sencillos: se reducen al Menos Cuatro y al Más Cuatro y a sus relaciones. El Menos Cuatro son: disminución proporcional de los operarios, disminución del tiempo para la fabricación de cada unidad vendible, disminución de tipos de los objetos fabricados, y, finalmente, disminución progresiva de los precios de venta.
“El Más Cuatro, relacionado íntimamente con el Menos Cuatro, son: aumento de las máquinas y de los aparatos, con objeto de reducir la mano de obra (…)
Entre los europeos y los asiáticos aumenta cada día la manía de poseer aparatos mecánicos más modernos y disminuye al mismo tiempo el amor hacia los restos de la vieja cultura. Llegará pronto el momento en que se verán obligados a ceder sus Rembrandt y Rafael, sus Velásquez y Holbein, las Biblias de Maguncia y los códices de Homero y los joyeles de Cellini y las estatuas de Fidias, para obtener de nosotros algunos millones de coches y de motores. Y de este modo el almacén retrospectivo de la civilización universal deberán venir a buscarlo a los Estados Unidos, con gran ventaja, por otra parte, para las industrias del turismo
Yo no busco, como usted sabe, la riqueza. Solamente los pequeños industriales atrasados se proponen como fin el ganar dinero. ¿Qué quiere usted que yo haga con los millones? Si vienen no es culpa mía, sino el resultado involuntario de mi sistema altruista y filántropo”.
“Personalmente vivo como un asceta: tres dólares al día me bastan para alimentarme y vestirme. Soy el místico desinteresado de la producción y de la venta: las ganancias excesivas me fastidian y no aprovechan más que al fisco. Mi ambición es científica y humanitaria; es la religión del movimiento sin reposo, de la producción sin límites, de la máquina liberadora y dominadora.”.
Del Galaxy rosa de mi abuela paso a recordar el viejo Grand Marquis del abuelo, al que por cierto le cambió varias veces el claxon porque era un neuroticazo que se acababa “la corneta”, como él decía, así que no dudo que haya sido uno de los pocos seres humanos que haya gastado tanto en claxones y que haya contribuido a la terrible contaminación auditiva en Tehuacán. Luego doy un salto: el Le Baron azul 1982 de mi papá, el primer carro que me llenó de asombro porque hablaba. El pinche carro era más listo que muchos que conozco y decía siempre: por favor, abroche su cinturón, con una voz entre viril y entre automatizada, en los albores del inminente tiempo del art-nacó.
Salto y llego a mis 15 años, cuando papá me regaló un vocho 1967, reconstruido cortado a dos plazas, que en Cholula y sus alrededores fue bautizado como el Lambor-vocho, porque jalaba como pocos y envanecía, no en los pits, sino en los bares más sórdidos de la milenaria ciudad.
No enumeraré mi relación con los carros, pero si existe un memorable ese fue uno que tenía nombre y apellido: el Mostaza Joe: Fairmont color mostaza, lugar en el que por ciertio viví mis primeros devaneos sexuales con algún camarada cuyo nombre he olvidado.
En los últimos años he tenido una relación más estrecha con el mundo de los carros: tuve oportunidad de manejar y hacer una sesión de fotos a una colección de autos clásicos: un Ford 29, un Porsche como el del Santo, varios Mercedes tamaño cafetera y un maravilloso Rolls Royce.
¿Cuál es la relación hombre-máquina?
Existen demasiados punto de encuentro; el carro es, al final del día, un reflejo de los anhelos y las aspiraciones del hombre, una relación simbiótica que va de lo práctico a lo sexual. Un recurso de poder.
El auto se convierte, para muchos, en otra extremidad, en una extensión de su cuerpo, y en el caso de los macho alfa, de su orgullo o su debilidad falocéntrica.
Por eso asistir a una carrera de la FIA me genera tal agitación, pues es un caldo de cultivo para cualquier voyerista de la condición humana: un desfile de tecnología maridado con la más alta dosis concentrada de testosterona.