viernes, noviembre 22 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Los fines de semana se hicieron para descansar, dicen, aunque muchos nos decantamos por la búsqueda conversación y juego.

El juego es una actividad que se satisface a sí misma. Jugar puede ser, desde tocar un instrumento (play), o inventar nuevas formas para distorsionar la realidad.

Pertenezco, aunque reniegue de ello, a una generación que ya no le interesa establecerse; que carece de compromisos, que vive el tan manoseado “aquí y ahora”.

Pertenezco y no, pues desde muy temprana edad me asumí como un alma vieja, como contemporánea de mis padres o quizás hasta de mis abuelos.

Tengo costumbres que no embonan con las de mis camaradas, o mejor dicho, mis camaradas son aquellos que bien hubieran podido ser mis tíos o mis padres.

Observo el Instagram y me topo con mis ex compañeros de escuela y sus dinámicas de fin de semana me parecen sosas, huecas y predecibles. Las redes sociales han surtido un efecto demoledor en la imagen que tengo del mundo. Pero no debo jugar con eso, puesto que sé que ellos, mis verdaderos contemporáneos, ven en mí a una ridícula contumaz que no le apena casi nada; una mujer que se lame los bigotes observando a los otros y que ya está muy vieja para el rocanrol, sin embargo, es lo que me fascina: soy una voyerista sin remedio.

Desde que me mudé de casa he notado que prefiero habitar y llenar este espacio que ir por ahí ocupando el oxígeno que a los otros les hace falta. Mi generación se aburre pronto de las cosas y de los lugares porque vive aburrida de sí misma. Ahora con la pandemia no pueden viajar, que es lo que más les gusta hacer a los cuarentones que se costean ese gusto, sin embargo, noto que, aunque viajen mucho, tienen muy poco mundo. Un mundo de monografía y de Open Table.

En mi caso creo haber encontrado el mundo sin subirme a los aviones: leer es un vehículo que te lleva a todas partes sin tener siquiera que quitarte las legañas y el pijama.

Este fin de semana no asomé la nariz ni por error a la calle. El boiler se descompuso y como detesto el agua fría no me bañé. Mi cabello está hecho una maraña inmunda…

Desde que me dieron de alta del coronavirus noté que mi capacidad de concentración había mermado. Me frustraba enormemente sentarme a leer un libro y no poder terminarlo porque todo me distraía.

Mi trabajo se empobrece si no puedo leer, porque si no leo no viajo, y si no viajo me abismo en la realidad que de un tiempo para acá me gusta más verla con tres o cuatro alcoholes encima.

Hace unos días alguien me preguntaba por mis horarios de trabajo. No tengo. Si quiero puedo pasar media semana haraganeando, pero eso sí, cuando hay que ponerse la pila me obsesiono e igualo los tantos.

Este fin de semana me lo pasé cebándome entre el sudor y pensamientos rancios. No soy una mujer súper positiva, pero tampoco me regodeo en el nihilismo. No creo en las falsas posturas de los yoguis y los falsos jipitecas Gucci de Cholula; a ellos los miro parapetados en la pantalla del Instagram, con esa sonrisa imposible, la sonrisa perfecta y permanente del permanente idiota que ya se cree trascendido.

¿Ven por qué no salgo con gente de mi edad? ¡Con mis paisanos menos! Mi época “Blowing in the wind” pasó hace mucho, cuando tenía 16 años y creía que con una blusa bordada y un carrujo de mota iba a contribuir a cambiar el sistema y el mundo. En eso descubrí a Frank Zappa, y ¡saz!, me di tres sentones de realidad. Aprendí a burlarme de la banda, pero ante todo a no tomarme en serio a mí misma.

Sábado.

Sin boiler, sin romance, sin tacones y sin ganas de abandonar a mi perrita, me pongo a hacer lo segundo que más me gusta cuando no puedo hacer lo que más me gusta (beber, conversar y besar)… el paliativo a la ausencia de las anteriores es travestirme, disfrazarme, ser otra, salirme de mí, callar las voces disonantes de mi cabeza; lista para salir a escena: posar y despojarme de mi faz, que es la fachada.

Tomar fotos… ¿qué fotos? De esa otra persona que vive en mí y que por lo general no saco a pasear porque es una desfachatada.

De un tiempo para acá me importa un bledo lo que piense la gente. ¿Qué gente? ¿Esa que todo lo ve liso, plano y pulido? ¿La que espera que seas un clon del clon de alguien para formar parte de un club de zombis?

Sábado por la mañana.

Leo la columna de mi admirada Alma Delia Murillo en Reforma. Brillante, como siempre, habla sobre la presión que ejerce ver a Jennifer López a sus 52 con un cuerpo que te cagas, mientras nosotras las cuarentonas ¿tenemos que a fuerza intentar ser eso mientras lavamos trastes, bañamos chamacos y recogemos mierda de los perros?

BAH… ¡Que se jodan J.LO y Ben Affleck!

 

Cuando llegué a esta casa tenía un tragaluz enorme que refractaba lastimosamente la luz, así que le mandé a hacer una especie de pérgola para aminorar la entrada de los rayos. ¿Resultado? Un juego de luces alucinantes que cambian al unísono de las manecillas del reloj.

Entonces sale mi otro yo: el que se toma obsesivamente fotos, no por narcisista, sino por onanista y sensual, también para no afantasmarse.

Esas fotos que no siempre van a parar al Instagram son un divertimento que me saca del laberinto de la neurosis. Y una cosa lleva a la otra: si me disfrazo, poso, si poso, bailo: entonces cumplo la cuota de quema de calorías que no elimino porque detesto ir al gimnasio a ver a gente ultra positiva que cree que lo liso es perfecto y que la proteína es mejor en polvo.

Las imágenes obtenidas en el tragaluz me ofrecieron un sinfín de historias sobre mí misma: conforme el mundo gira, las sombras aparecen, y ahí en medio de las sombras, me dispongo, no necesariamente como objeto de primer plano, más bien como parte intrínseca del paisaje.

Entonces, al editarlas, asumo que lo mío no es un mal de Narciso, sino una obsesión con las distintas formas que puedo adoptar; un camuflaje entre las rayas. Soy un nahual o una lagartija o una mosca, y por un instante conquisto el equilibrio que no poseo en mi vida cotidiana en donde el boiler está jodido y la única fidelidad que conozco es la de mi perrita.

Las redes sociales están llenas de solitarios que esperan que otros solitarios entren para hacer un corro de solitarios muy bien acompañados. Una falsa sensación de bienestar acompañada de ese concepto tan de moda llamado empatía.

En eso pienso mientras se cargan las fotos y veo un documental de Anaïs Nin. De hecho, yo me creo Anaïs Nin a la poblana (qué aberración).

La empatía, pienso, está más cerca de la solidaridad que del amor. Se empático no es amar ni querer. La empatía es, como todo concepto acuñado en nuestro tiempo, una respuesta pasajera; una palabra luciérnaga que se apaga pronto, que se oxigena sólo en el presente.

Las fotos que tomé para pasar el fin de semana y evadir el trago de buró y la zozobra de las ausencias, se van a una interfaz en la que sólo sobreviven unos cuantos segundos.

¿Qué veo yo en esas fotos, en esos autorretratos?

Sin duda, no veo lo que los demás ven.

Los otros ven un cuerpo medianamente estable, un rostro de perfil y un escenario armónico. Ven también que no soy torpe a la hora de captar la imagen. Ven cierta maña en el arte de la selfie. Ven horas de ocio fifí. Ven un par de piernas conejudas y un saco abierto. Algunos encontrarán belleza, puede ser. Otros, ridiculez. Muchos más, exhibicionismo.

Por ahí he escuchado que quien se toma demasiadas fotos y las comparte es en el fondo un gran inseguro en búsqueda de un poco de aceptación. Puede ser. Tal vez en mi subconsciente anida una persona urgida de apapachos virtuales porque en la realidad ha sido echada a un lado. Puede ser… Sin embargo, no me motiva la obtención de likes, sino sacarme de la cabeza ciertos temas que me atribulan. Imágenes que no abonan a mi paz.

Domingo.

El boiler sigue sin servir y mi cabellera podría ser donada para la manufactura de trapeadores.

Los fines de semana se hicieron para descansar, dicen. Pero a mí la cama me escupe a las 7 de la mañana. Podría emplearme de lechera o de voceadora.

Está nublado, así que no se pudo jugar con las luces que entran por la pérgola.

Leo en Twitter que Jorge F. Hernández, genial escritor dibujante y diplomático, fue despojado de su cargo en Madrid porque un inútil llamado Marx Arriaga (el que dice que leer por placer es una actividad de consumo capitalista y burgués) se ofendió con una brillante columna que nuestro admirado amigo publicó en Milenio, titulada “Por Placer”.

Entro en una ligera depresión cuando caigo en cuenta que estamos en manos de una panda de resentidos sociales que no escuchan, no ven y no entienden que no entienden.

Y el título de la columna maldita de Jorge me da la respuesta a mis cuestionamientos del para qué configurar un archivo fotográfico de mi onerosa existencia.

Por placer.

Simplemente por placer y una debilidad especial que me precipita hacia todo lo que tiene que ver con lo erótico.

La respuesta surgió del despido de Jorge F. Hernández (que se volvió tendencia en Twitter).

Y es que de pronto nos asusta hablar de lo erótico porque los persignados o los legos (algo muy parecido a una ex esposa sin pasión ni aspiraciones) lo confunden con porno o con una fijación narcisista. 

No.

El narcisista consumado no conoce los límites y ve al mundo como una proyección de sí mismo (bastante distorsionada). En cambio, el sensual, el erotómano, se conduce hacia fuera; en un mundo que dispone bello en aras de desprenderse de sí y volcarse un poco hacia el otro.

 

 

 

 

 

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