jueves, noviembre 21 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Mentir para convivir

 

A la gente siempre le hace falta hablar. Hablar mucho. ¿De qué? De lo que sea.

Para soportarse a sí misma, para no sentirse sola, para creer que le importa a los demás.

Hablamos para hacer transacciones. Casi todos los días estamos negociando algo: un mejor sueldo, bajarle el precio a un bien, sacarles un permiso a los papás, tratar de convencer a los hijos que la están regando… negociamos para adaptarnos a los pensamientos del otro. Con los sentimientos no; esos por lo general son irrenunciables: se ama o no, se quiere o no, hay interés o no, estamos apasionados o no. Lo que sí, es que, esas negociaciones en el plano personal son casi siempre ventajosas para una de las partes, pero esa es otra historia.

 

Inicié el año con el deseo de comprar una bicicleta.

Fui a la tienda de bicicletas. Vi la bicicleta que me gustaba. El dueño me dijo: ¡excelente bicicleta!, claro, siempre me voy por lo más caro… Pregunté el precio. Me pareció razonable dada la marca. Es una bicicleta usada, pero en otras condiciones saldría al doble. No soy fanática de lo reciclado. Me gusta el olor a nuevo, pero esta vez comprar una bici nueva es una necedad, y más viendo ésta, absolutamente impecable.

El dueño del lugar me dice que me apure a decidirme porque vienen reyes magos y vuelan los productos. Tiene razón. Ya van tres veces que paso a la tienda y se me va la bici que me ha gustado. Simple desidia. Esta ocasión no fallaré. Intento negociar. Él no cede a la primera. Hace una contraoferta. No me convence. Yo insisto y hago como que ya me voy. El comerciante acaba haciendo una última oferta. Acepto. Pero no le saco el dinero luego luego; le digo que regreso mañana.

 

Hoy cobré una lana y me fui directo a la tienda de bicis. Mientras manejo fantaseo con que ya voy trepada en ella y vuelan mis cabellos y mis piernas empiezan a ponerse más firmes. Es una buena compra, pensé. Y lo es.

Me bajo del carro y noto que el vendedor de ayer no está. Ahora es otro, muy parecido. Me dice que es su hermano.

Ah, digo.

Ajá, dice él.

Voy directo a ver mi bici, la alzo, la observo; no la huelo porque no huele a nuevo. Le digo que ayer vine a verla y que ya traigo el dinero. Me dice que sí, que él vio cómo ayer negociaba con su hermano, pero añade algo: “lo regañé por dejársela a ese precio”. Le digo: pues es lo que trigo, lo siento. Si no es así, buscaré otro lugar.

El tipo se agazapa. Insiste en que me la regaló. Yo insisto que un trato es un trato y que si quiere le hable a su hermano. “Te perderás la venta, carnal”, agrego.

Trata de convencerme que un poquito más; trescientos pesos más. Le digo que no, que traigo el dinero justo. Entonces se saca de la manga algo: bueno, necesitas tu casco, la cadena para atarla.

Es cuando uno empieza a mentir para salirse con la suya.

–Tengo casco y cadena.

Mentía. Jamás he usado casco; sé que es por seguridad, pero odio los cascos: me apachurran la greña.

 

–¿Ya le daba a la bici antes?, agrega él.

 

Y vuelvo a mentir para no entrar en polémicas.

 

–Sí, y tengo casco y cadena, que fue lo único que saqué de mi casa… ya sabe, los divorcios te agarran distraído.

–Ah, se separó usted y no sacó la bici.

–Sí, sólo jalé lo que me cupo en las manos.

 

Si bien es verdad que tengo una separación en mi haber, de eso tiene ya muchos años, y no había bici en cuestión; solamente que no quería comprar el casco y la cadena y por eso inventé eso; para que no preguntara más el fulano, sin embargo, uno nunca sabe qué fibras toca del otro lado cuando conversa, aunque esa conversación sean puras falacias.

El hombre se soltó  a contarme que justo ayer estaba en las mismas:

–Fíjese que yo ayer estuve a punto de ya, de agarrar mis cosas e irme. Sería mi segundo divorcio.

–Ah mire… pues si no es por algo grave, le recomiendo que no lo haga. Es duro estar solo.

–No es grave, sólo que ella no aguanta ya, dice que no hay lana, y no comprende que debe ser paciente, acabamos de empezar este negocio.

–Mmmm, qué le digo: las mujeres podemos ser un poco complicadas.

–Sí, pero la verdad es que en el fondo yo no quiero separarme; de mi primer matrimonio tengo un hijo, ya de 14 años, y su madre no me lo deja ver. Ahora con esta tengo uno de 3.

–Uy, pues está muy mal. Sin embargo, así pasa, ¿verdad?

–Ajá… pero pues no. Le juro que anoche lo veía todo negro.

–Era de noche. Las noches son negras. Con la claridad disminuyen las dudas.

–Eso. Eso pasó. Ahorita que ya estoy acá, chambeando, noto que quizás no está tan jodido todo.

–Usted échele ganas y téngale paciencia a ella para que ella le tenga paciencia a su vez.

 

El hombrecillo quería seguirme contando su drama doméstico mientras alistaba la bici que compré.

Insistió una vez más en que le parecía que su hermano me la había rematado.

–Pues pa la otra póngase trucha y no deje que su hermano hable de dineros.

–Eso sí. Me agarró en la lela; ya sabe, mi mujer me quiere dejar.

 

La versión había cambiado; de ser él quien supuestamente se iba a ir de la casa, resultó que era la esposa quien seguramente le daría un palmo de narices.

Pagué. Me entregó la bicicleta. Mi hija llegó para tomar el carro y llevárselo mientras yo me llevaba la bici andando.

En lo que pedaleaba pensé en la necesidad que tiene la gente de contar sus cosas, y si son penas, mejor.

Autocompasión… siempre será menos pesado cargar entre varios la cruz.

Pero esa charla que no venía al caso surgió de mi necesidad de salir del entuerto colgándome de una mentira inocua como que había dejado el casco en la casa de mi ex.

Cuando no hay ni ex ni hay casco.

Uno miente a veces para fintar al contrincante, pero en muchísimas ocasiones, como le pasó al vendedor de bicis, uno miente sólo por convivir.

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