viernes, noviembre 22 2024

por Dorsia Staff

En 1960 no existía el término “emprendedor”, o sí, existía la palabra emprender, sin embargo, las cosas no se etiquetaban de la manera facilista como se hace hoy, en aras de que una actividad sea sobre explotada por gente que, tal vez, no tenga las capacidades para ello.

Emprender un viaje, un negocio, un matrimonio, un proyecto de vida con hijos, perro, casa donde vivir… La palabra es simple, siempre ha existido, pero antes, cualquier persona que quería salir adelante tenía que ¡chingarle!

Básicamente, trabajar mucho sin pensar en etiquetas ni en modas. Tomar un elemento, convertirlo, hacer un producto y salir a ofrecerlo.

Eso hizo don Pascual Vicente, fundador de La Churrería de La Catedral. Aunque la cosa no fue tan mecánica y, de inicio, su plan original era vender tortas en un pequeño local a espaldas de la Catedral poblana.

Torterías en Puebla… conocemos varias: están las del Tío Memo, Tortas Luis, La Colosal y El Rayito por mencionar algunas.

Torta: un pan (preferentemente de agua) relleno con pierna, milanesa, carne enchilada, huevo… se les conoce como tortas compuestas.

Don Pascual era, pues, un comerciante de tortas hasta que un buen día el azar lo llevo a un camino inesperado: los churros.

Churro: harina, agua y sal.

Tres ingredientes con los que se pueden hacer muchos alimentos, incluso engrudo para piñatas y ostias. Pero el secreto del churro va más allá: se requiere la incorporación correcta de los elementos y una fuerza descomunal en los brazos para que la masa adquiera la consistencia ideal.

Don Pascual sabía de los churros de El Moro, en México. El estudió, los probó, el propio dueño de la churrería le obsequió su primera máquina para hacer la forma. No fue un regalo arbitrario, ya que Pascual se lo ganó al hacer la mezcla perfecta que, sin saberlo, lo llevaría a las grandes ligas de la gastronomía local hasta cruzar la frontera y ser hoy por hoy la churrería que ganó la plaza en los Palacios de Hierro más exclusivos de la imbatible Ciudad de México.

Los Churros de don Pascual poseen algunos polvos mágicos; un secreto que ha sido transmitido a sus hijos y lo han sabido salvaguardar con celo.

Por eso La Churrería está más viva que nunca.

El pequeño local de la 2 sur creció a tal grado de comerse a los comercios vecinos. Se fueron los de las copias, llegaron temblores, gripes aviares, gobiernos buenos y malos, erupciones de volcanes, debacles económicas, cambios clericales, y La Churrería ha sobrevivido a todos ellos. Sólo un evento consiguió que se cerrara durante tres meses: la pandemia del Coronavirus. Tres meses en los cuales el centro parecía un pueblo fantasma.

La gente se encerró por temor y muchos comerciantes tuvieron que cerrar para siempre. Y sin Churros, eso es claro, la vida es un poco más triste.

Muchos “emprendedores” de ocasión no aguantaron la embestida del virus, pero La Churrería sí que lo hizo. ¡Y de qué manera!

El churro está históricamente asociado a la comunión familiar. Junto con el pan y el café, están el churro y el chocolate como parte fundamental del hogar. El hogar: que como bien dice la palabra, es la hoguera, el fuego en el que se congregan los seres queridos.

Es un alimento económico, dulce; no requiere cubiertos para consumirse. Se puede comer churros en una mesa, en la calle, dentro del carro. Caminando, parados, sentados. Como postre, desayuno, colación o cena. En una fiesta, en un bautizo, de tornaboda; en funerales, en actos solemnes y para aderezar el comadreo. El churro se comparte y siempre se vuelve a él.

Don Pascual no midió la magnitud de su visión. O tal vez sí; lo sabía, lo supo cuando no claudicó al momento de vender cuatro tortas el primer día que abrió su negocio; y lo intuyó en el fondo cuando preparó los tres kilos de masa que darían el banderazo de salida a un oficio tan noble como es endulzarle la vida a la gente.

Tres kilos de masa que se convirtieron en las famosas roscas; que no son más que una espiral de varios metros que toma cuerpo, textura y color dentro de un cazo de aceite hirviendo. Luego esa espiral se corta, se baña en azúcar y canela, y listo: el antojo se transforma en una bolsita de estraza rebosante de alargados sueños.

Los lugares míticos de una ciudad suelen ser paradas obligatorias para los turistas, pero también para los visitantes distinguidos.

Por La Churrería han pasado presidentes, gobernadores, embajadores, actores, cantantes, luchadores, y millones de poblanos que siguen haciendo fila para llevarse sus churros llueve, truene o relampaguee.

Los fines de semana y días festivos la fila crece y crece, tanto que uno piensa que esa hilera bien podría ser de devotos prestos a congregarse en Catedral, pero no: el churro unifica, uniforma, no discrimina, no juzga y no requiere de expiación.

A partir de esos tres kilos de masa, no hubo un solo día en que don Pascual no estuviera ahí, atendiendo su labor, dándole vuelta a la gigantesca pala que mueve esa masa que parece desafiar a la gravedad.

Su última visita fue a bordo de la carroza fúnebre. No podía irse de este mundo sin apersonar su espíritu frente al recinto que tanto le dio.

Pronto se volvió un oficio familiar. Todos sus hijos siguen atendiéndolo; se turnan; y a ellos se les han unido las esposas y los hijos.

Los Churros pagaron las universidades de cada uno de los miembros de la extensa familia Vicente Cabrera.

Ves ahí a Juan Carlos, a Flor de María, a María del Rocío, a Óscar, a José Abed o a Víctor Hugo, abriendo vicariamente a las siete de la mañana en medio de una mezcla de olores legendarios ya.

Venir a Puebla y no visitar La Churrería es un viaje incompleto.

En la ciudad podrán faltar guarniciones, semáforos, buenos funcionarios, señaléticas y ciclovías, pero nunca Churros de La Catedral.

Ni tortas de pierna, de enchilada o milanesa.

Ni chocolate caliente.

Ni borrachitos o donas.

Los tres kilos de masa hoy se volvieron ciento cincuenta y contando…

De eso hablamos cuando hablamos de emprender.

 

 

 

 

 

 

 

 

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