Una melancolía llamada maternidad
por Marianna Mendívil
Ser madre probablemente es el cambio más grande en la vida de una mujer. Cuando tienes hijos, no nada más vives los cambios físicos y psicológicos más significativos de tu vida. Pasas también de ser quien eras para convertirte (antes que nada) en la mamá del diminuto ser que acaba de nacer. Tu identidad se modifica irremediablemente.
No importa cómo haya sido tu embarazo, ni qué tipo de madre seas. Una cosa es segura… tu vida no volverá a ser la misma.
Mi primer embarazo llegó de sorpresa. Algunos doctores, no me explico con qué fundamentos, me habían dicho que por temas de salud me iba a tomar tiempo. Todo lo contrario.
Algo que me llamó mucho la atención durante esos meses fue la poca información que hay sobre qué es lo “correcto” durante un embarazo. Siempre he sido la peor paciente: googleo de más, cuestiono todo lo que me dicen y no me preocupa cambiar de doctor las veces que sea necesario.
Durante mi embarazo pasé por ocho doctores en busca de alguno que compartiera conmigo la importancia de tener un parto natural. No hay muchos. Tampoco hay un consenso sobre casi nada.
Por ejemplo:
¿Se puede tomar café en embarazo? ¿Se puede comer sushi? ¿Tomar alcohol? ¿Correr? Cada uno te dará una respuesta distinta, ninguna basada en datos reales.
Ningún doctor te habla tampoco del postparto. Los cambios en tu cuerpo son brutales. Ochenta por ciento de las mujeres pasan por un periodo de melancolía (baby blues) causada por la falta de sueño, los cambios en tu estilo de vida y la caída de la producción de estrógenos y progesterona. Las hormonas nos controlan.
La depresión postparto es también común. Afecta a alrededor del veinte por ciento de las mujeres. Puede estar acompañada de psicosis y durar años después del nacimiento de un hijo. En muchos casos, la mujer no es capaz de ver por su hijo. Como se habla tan poco del tema, normalmente no se atiende. La gente espera que brote de pronto tu instinto maternal y te hagas cargo. Lo que puede ser fatal en un caso así.
La semana que llegué con mi primer hijo del hospital fue dura. Los primeros meses transité por esa melancolía. Tu nueva vida se va desdoblando poco a poco. Las cosas que parecían una prioridad hace apenas unos días dejan de importar. De algún modo, tu instinto de supervivencia no te permite pensar en muchas otras cosas que no sean el bebé y en dormir cuando puedas.
La maternidad es una etapa llena de nostalgia por la persona que fuiste, pero también de asombro por la persona que puedes ser. Cada vez que pienso en las maneras en las que la maternidad me ha cambiado, la lista se hace más grande.
Por ejemplo, tener hijos te obliga a descartar. Yo siempre decía que sí a todo. Padecía de miedo a perderme de algo. FOMO (Fear of Missing Out), para los millenials.
Pero cuando tienes hijos ya no se puede decir que sí a todo. Las desveladas son irremediables. Primero es la leche a media noche y luego las pesadillas. Yo llevo seis años sin dormir una noche completa. A veces organizo todo para dejar a los niños con alguien y salir. Y cuando llega el momento, me veo tentada a cancelar los planes e irme a dormir.
Cuando nació mi segunda hija empecé a correr. Mi primer hijo acababa de cumplir tres años y, por supuesto, mi vida había cambiado radicalmente en ese periodo de tiempo.
Por lo menos durante los diez años anteriores me dediqué a viajar. Me encantaba improvisar, llegar a lugares sin saber exactamente qué iba a encontrar. Muchas veces viajaba sola y con poco equipaje. Después, un día, nacieron mis hijos y el mundo se frenó.
Los primeros meses de su vida duermes poco y después dedicas el día a contemplarlos. Eres absolutamente todo para ellos. Les das de comer, los calmas, los duermes. Las grandes emociones de tu día son sus primeras sonrisas. Salir de tu casa con un bebé implica una infinidad de cosas: qué hay que planear y empacar, qué hay que prever. Correr se convirtió en el espacio que necesitaba para pensar en otra cosa. De alguna manera el ponerte una meta, que parece en un inicio inalcanzable, te regala una dosis de adrenalina.
Siempre me consideré una persona que sabía controlar una situación y tomar decisiones. Jamás entraba en pánico ante algún riesgo. La primera vez que mi hijo se cayó de la cama (mi cama es muy alta), salí corriendo. No corrí a ayudarlo. Simplemente corrí. Entré en pánico. Pensé lo peor. Tuve que controlarme antes de regresar a verlo. No podía creer lo que acababa de hacer. No fue una decisión racional. Simplemente la idea de que algo le hubiera pasado me hizo actuar de maneras que jamás hubiera pensado.
Algunos años después, mi hija tuvo un terrible accidente.Tenía un año. Se quemó el pecho y parte de la cara con una taza de café hirviendo. Esta vez reaccioné mejor. Sabía que debía actuar. Su vida estaba en peligro. Pero en cuanto la situación estuvo controlada —ella, aún, con una terrible quemadura—, yo no pude dejar de llorar. Pasaron días. No había forma de controlarme. Ver sufrir a alguien a quien amas de esa manera, y que depende por completo de ti, es una experiencia que me rebasó por completo.
Tener hijos cambia la forma en la que mucha gente te percibe. Eres la mamá de alguien, antes de cualquier otra cosa. Hay tanto que se espera de ti. Durante medio año invertí, si me iba bien, por lo menos dos horas todos los días recogiendo a mis hijos. Uno salía a las 12:30 y el otro a las 13:45. Tenía una hora para llevar al primero a la casa, hacer pipí, tomar un vaso de agua y regresar. Además, antes o después había alguna reunión del colegio a la que debía asistir. Algunas mamás firmamos una carta que decía que no teníamos tiempo para hacer otra actividad productiva durante la mañana. La respuesta fue una: “No es momento de que hagan otra cosa”.
Me fui dando cuenta de que tengo un hijo hipersensible. Se abruma con facilidad. No soporta muchos ruidos. Cuando era más pequeño teníamos que salir corriendo de las fiestas cuando veía que sacaban una bocina para el show.
A veces lo veo lleno de dilemas existenciales e inseguridades ¡a sus seis años! Es un niño intuitivo. Hace las preguntas más perspicaces, a las que muchas veces no encuentro respuesta. Cada vez tengo más cuidado de todo lo que escucha y lo que ve. Hace poco oyó una conversación sobre algunas mujeres que sufrían de psicosis durante la menopausia. Sufrió por mí y todas las mujeres que pasaremos por eso durante días.
Su imaginación lo lleva a lugares dignos de una película de terror. Últimamente tiene miedo de que llegue la noche. En la madrugada termino contándole historias para ayudarlo a olvidar sus pesadillas.
Me ha contado algunas en las que yo lo traiciono, o está atrapado sin salida o con una enfermedad terminal. Irreparablemente sus miedos terminan quitándome también a mí el sueño.
Batallo mucho por llevar una maternidad sin culpa. Pero si le rascas un poquito, siempre está ahí. Me cuestiono mucho si lo estoy haciendo bien y si tengo lo que se necesita para ayudar a mis hijos en momentos difíciles. Si algo es verdad de toda esta experiencia, es que para criar a un niño se necesita una aldea. De lo contrario puede ser una experiencia solitaria y más difícil de lo que debería.
Los lazos entre las mujeres se vuelven mucho más significativos y profundos. Tener un hijo me hizo ver a mi madre desde un lugar completamente diferente. Entendí todo lo que dejó y valoré como nunca cada uno de sus días.