jueves, noviembre 21 2024

por Marianna Mendívil 

Un día entré a un Best Buy en Brownsville, Texas, frontera con Matamoros. Me dirigí a uno de los encargados en español. Estaba buscando la pieza para una cámara fotográfica. Me hizo cara de no entiendo y me ignoró. Lo intenté con otro empleado y me pasó lo mismo: “no spanish”.  Entonces traté de explicar en inglés lo que necesitaba. Me hicieron caso de mala gana y me llevaron a donde estaba lo que buscaba. De salida escuché a un grupo de empleados, incluyendo a los dos que “no me entendían”, platicando alegremente en español.

¡Claro! Porque alguien como yo tenía que asumir que eran mexicanos, y no ciudadanos americanos por generaciones, y que me tenían que hablar en español. No lo volví a hacer.

Una de mis primeras experiencias fuera de México fue cuando tenía diez años. Pasé un verano en un campamento en Texas. Entre los cientos de niños que había no éramos más de cinco mexicanos. Había un par de niñas que insistían en preguntarme por qué no parecía mexicana. Les contesté, cada vez más molesta, que sí parecía. Los “mexicanos” de los que hablaban, entre comillas, eran migrantes del sur: peruanos, ecuatorianos o de cualquier otra nacionalidad. Para ellas, todos eran mexicanos. Me preguntaban si sabía lo que era el cine o si montaba burros para ir a la escuela. Estábamos a un par de horas de la frontera con México, pero me sentía como si viniera de un planeta remoto.

A los doce años me fui a vivir con una familia a un pueblo llamado Plattsburgh, al norte del estado de Nueva York. Mi maleta estaba llena de todo lo que pensaba que iba a extrañar: todo eso que me hacía sentir mexicana. Cuando viajábamos de niños, mamá tenía la costumbre de meter de contrabando limones en los zapatos y chiles serranos entre la ropa. Porque, claro, el tequila no sabía igual con otro limón y no se puede comer sin picante. Plattsburgh era un pueblo sin mucho que hacer. Tampoco había muchos migrantes de otros países. Cada vez que decía que era mexicana, la conversación invariablemente acababa con que algún conocido había estado una vez en Cancún.

Con el tiempo pasé algunas temporadas en África. Cuando cumplí 19 años me fui un semestre a vivir a Zambia. Todo fue a través de una organización inglesa que trabajaba en temas de conservación en Kafue, una reserva natural. Todos los que iban como voluntarios eran ingleses. Trabajábamos con un grupo de cinco biólogos que llevaban el proyecto. Uno era australiano, otro era de Zambia, y los demás ingleses.  Esta vez no llevaba nada que me recordara a México.

Antes de volar a Zambia pasé unos meses en Europa. Llevaba un tiempo fuera y ya no estaba dispuesta a viajar cargando botellas de salsa. No tenía más que lo que entraba en una mochila: una carpeta de CDs y un discman. Corría el año 2004.

No me topé con ningún otro mexicano durante todos los meses que estuve en Zambia. Vivíamos en Ngoma, una aldea dentro de la reserva. La mayoría de quienes vivían ahí trabajaban en algo relacionado con la conservación de la propia reserva. No teníamos agua ni luz, y cocinábamos en una fogata. Usábamos una letrina y dependíamos de los guardias del parque para salir a hacer lo de todos los días.

De los que estuve rodeada durante casi cuatro meses, yo era la única que no se mortificaba de más cuando los guardias llegaban 15 minutos tarde. Entendía perfectamente el San Lunes: ritual que surge cuando los trabajadores se pasaban de copas. Ahí entendí que ese santo también existe en otras latitudes. Terminaba ingiriendo cada vez que podía —en casa de algún vecino— comida condimentada y con un poco de picante.

Tiempo después pasé un año en Sudáfrica como estudiante de intercambio de Antropología. Era la única mexicana, o más bien extranjera, que estudiaba esa carrera.

La división durante el apartheid tenía que ver sólo con el color de la piel. Estaban los negros, los coloureds —que incluían personas de origen indio o familias interraciales—, y los blancos. Había casos de familias en las que un hermano entraba en una categoría y otro en otra. Por lo tanto, asistían a escuelas diferentes, tomaban distintos medios de transporte, y aberraciones de ese tipo.

Y aunque desde que Mandela salió de la cárcely se convirtió en presidente hizo mucho por crear un país en el que todos pudieran coexistir, las tensiones estaban siempre latentes

Físicamente yo podría pasar como ciudadana de casi cualquier país occidental. Pero ser mexicana en Sudáfrica siempre resultaba una ventaja. Quienes eran de descendencia inglesa, siempre tenían algo que decir sobre los afrikáners, y viceversa.

Una vez en un bar estábamos un amigo mexicano y yo tratando de pedir una cerveza en la barra. El mesero, que era negro, lo ignoraba absolutamente cada vez que intentaba pedir algo. Dentro de los estándares del apartheid, mi amigo hubiera sido coloured: esta categoría completamente arbitraria que estaba colocada entre los negros y los blancos. Me dijo que, en su experiencia, los negros tendían a tratarlo mal. Llamé al mesero y me contestó a la primera. Lo primero que le dije fue “we are Mexicans”. Sonrió de oreja a oreja. No dejó de servirnos toda la noche.

Como mexicana podía tolerar mucho mejor la incertidumbre que los otros pobres viajeros, quienes no entendían por qué íbamos fuera del itinerario. Los camiones salen cuando se llenan, no importa que horario te dieron. Las llantas se ponchan en los baches. El camión se descompone. Los itinerarios siempre cambian.

Viví un año en Londres mientras cursaba una maestría. Es una ciudad tan grande que hay una pequeña parte de todo el mundo circulando por ahí. Compartí un departamento con una india. Me sorprendió lo mucho que teníamos en común.

Viviendo en Londres encontré un restaurante, cerca de Trafalgar Square, que se llamaba Lupita. Cuando me entraba la nostalgia, me comía unos tacos al pastor. Claro, por 12 libras.

Algo que no he encontrado, más que estando rodeada por mexicanos, es el gusto por la sobremesa. En México, una comida se puede convertir en cena, y acabar de madrugada. Eso no pasa en otros lugares. Los chilenos comen y se van. La última cucharada del postre es el final. Tenía la idea de que así éramos los latinos, pero no: así somos los mexicanos.  Las reservaciones en los restaurantes son por dos horas. Apenas si te alcanza el tiempo para un digestivo. No te puedes quedar sentado hasta que te gane el sueño y se te hayas acabado todos los temas de conversación. 

Nunca es difícil reconocer a un mexicano cuando estás fuera. Es el que acapara la salsa Tabasco en las pizzerías. Es el que no se quiere salir a tiempo de los restaurantes. Es el que canta México Lindo y Querido, aunque cuando está en México se la pase mentando madres.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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