Todos somos El Sapo (el poblano MataHondureños de Texas)
por Mario Alberto Mejía
Vas manejando sobre la avenida Zavaleta. De pronto, un ciclista se atraviesa ante ti. O un motociclista. A veces da lo mismo. Tu Neandertal te dice que le avientes el auto. Estás a punto de hacerlo, pero tu Sapiens llama a la prudencia. Ocurre todos los días.
No odio a los ciclistas. Tampoco a los motociclistas de Rappi que se meten intempestivamente en tu ruta. Hace tiempo quedó sepultada la regla de que se rebasa por la izquierda. Todos rebasamos todo el maldito tiempo por la derecha. Somos ese motociclista de Rappi que lo único que tiene es prisa para sobrevivir. Yo tengo prosa. Sólo prosa. Eso quiero creer.
Las imágenes del hombre rodeado de policías en las afueras de la Fiscalía son terribles. Decenas de ciclistas le gritan asesino, borracho, delincuente. Él está mojado. Alguien le lanzó orines o agua, o un líquido desconocido. Se ve angustiado. ¿Qué hizo? Aventó su auto a los ciclistas que se manifestaban en contra de alguien que había matado a uno de ellos violando todas las normas de convivencia.
¿Por qué todos los asesinos potenciales van ebrios? ¿Qué hace el alcohol —qué mueve— dentro de nosotros? Alcohol y auto, terrible combinación. Alcohol, auto y molestia: pasaporte a un infierno en vida. Alcohol, coca, auto deportivo y ganas de correr: visa directa a una celda en el desierto.
El hombre que parece llorar ante la Fiscalía y que está a punto de ser linchado no volverá a ser el mismo. Su estampa ya es la del asesino inclemente que busca ciclistas para matarlos.
Quien mata a un perro será el “mataperros” toda su vida. ¿Cómo se le llama al que mata ciclistas?
Un volantazo cambia la vida de la gente. Una distracción ante el volante es fatal. Alguien nos manda señales desde algún lugar del universo cuando por un descuido estamos a punto de arrollar a alguien. En ese momento entendemos cómo está organizado el mundo y agradecemos que los astros nos hayan salvado de terminar siendo vulgares asesinos. Prometemos no tuitear mientras vamos al volante. Soñaremos con la atroz escena varias noches. Nos prometemos no recaer en distracciones. Es inútil: pronto seremos otra vez los mismos.
Antes las cosas no funcionaban así. Recuerdo las calles de hace algunos años. No había ciclistas ni motociclistas. Rappi vino a mover el modelo de negocios, y algo más: nuestro concepto particular de lo que debe ser un carril.
Antes, no hace mucho tiempo, creíamos que el carril por el que transitábamos era sólo nuestro. Rappi nos enseñó que la calle es de ellos. Un trabajador de Rappi o uno que reparte pizzas tiene una construcción mental distinta. Importan tres cosas para él: el producto que tiene que entregar contra reloj, su movilidad —no la nuestra— y el castigo que habrá de enfrentar si llega tarde a su encuentro con el glotón.De eso depende que ese maldito día tenga un pan para comer.
Nosotros vamos en cambio con el estómago y el buche llenos cuando las ganas de aventarle el auto a un Rappi cruzan por nuestras mentes. Un volantazo es la diferencia entre el antes y el después. Si obedecemos al Neandertal que nos habla al oído terminaremos dentro de un espectáculo cotidiano formado por un charco de sangre, un hombre en el piso, una moto destrozada, dos policías agresivos, y las luces de una patrulla dando vueltas como nuestra mente.
Y algo más: un ciudadano filmando todo con su celular y haciendo comentarios del tipo “al parecer el masculino viene tomado”.
Voy al frente del volante. Veo un ciclista por el retrovisor. Bajo la velocidad. Dejo que me rebase sin problemas. Sigo al volante. Veo un Rappi. Casi me detengo para que pase. Sé que su construcción mental le dice que puede salirme al paso por la izquierda o la derecha. Pienso que la calle democratiza el gallinero. Llego a la conclusión de que soy racista, clasista y fascista. Ser políticamente correcto tiene su precio. Así como no debo invadir el carril de un Rappi no debo prejuzgar absolutamente nada.
Hemos pasado de la Ley de la Selva a la Ley de una Sociedad con Tipos Rigurosamente Vigilados. Todos somos como El Sapo, ese poblano que asesinó a cinco hondureños en Texas. ¿Por qué lo hizo? Porque en la estúpida pirámide en la que vivimos siempre hay uno más abajo: uno que, creemos, vale menos que nosotros.
Voy al volante de mi auto. En una esquina de Zavaleta, un hombre pobre, con un niño en los brazos, me pide limosna. Tiene tono de centroamericano. “Es hondureño”, pienso. Un migrante hondureño perdido en Puebla. Desde una camioneta de lujo, una señora lo mira con odio contenido, y algo escupe que no oímos.