jueves, noviembre 21 2024

por Carlos Meza Viveros

“Me acordé de lo que me había dicho mi madre: «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.»  (Juan Rulfo/Pedro Páramo)

En un mundo tan conectado virtualmente por el internet y otras tecnologías, quienes se trepan al tren bala de la novedad comparten un pensamiento curioso: conviene morirse. Conviene morirse porque, al ser ya todo tan efímero, ese desprendimiento obrará el milagro de que se hable mucho de ti por unos cuantos días. Si eres “famoso” o estás en el ojo público, la gente pegará en sus muros de Facebook y demás redes, tu foto; y los comentarios te redimirán, y quienes hablaron mal de ti, cambiarán el sentido de su verbo hacia algo más benevolente pues, has muerto, y no es bien visto expresarse negativamente (o quizás definir con exactitud) a alguien que ya no puede defenderse. Eso pasa, pienso yo, con personajes que la sociedad y la mercadotecnia infla sin razón, con hombres y mujeres que, por un golpe de suerte o influyentismos, se apoderan de la conversación frívola que consume la gente sin criterio. No así, con aquellos que verdaderamente dejan un legado. Salvador Rocha Díaz es un hombre del que se habló todo tiempo: como jurista, como legislador, como maestro y cabeza de familia. Tiene una legión de pupilos que siguen yendo a explorar sus casos y ponencias, y sigue siendo asombroso el ojo clínico que poseía y el conocimiento profundo de las leyes. Hoy se cumple un año más desde su partida, y heme aquí recordando siempre esa forma tan elegante, pulcra y sobresaliente de ir injertando en lo demás la pasión por el derecho. En casa se preparan ya los chiles en nogada que año con año le hago llegar a su hija Cristi para que los comparta con Geni, mujer de don Salvador, y sus hijos, quienes se siguen reuniendo cada miércoles para comer, porque el ser humano es, en esencia, una criatura de rituales, y de alguna otra manera, esa ceremonia no se detendrá pues es una de las formas para conversar con su ausencia. El último año ha sido, quizás, uno de los que más he traído al presente la imagen y la voz del maestro Rocha dadas las encomiendas laborales en las que me he sumergido; resulta que ahora tengo un peloteo cotidiano con abogados y especialistas en distintas materias con los cuales el intercambio de ideas se da en un plano de altísimo nivel, muchas veces en otro idioma, y en airadas conversaciones de temas específicos de energía, sobre todo, la voz de Rocha entra en mi pensamiento como un murmullo del páramo rulfiano.¿Y qué sucede entonces? Que confirmo la modernidad y la universalidad de todo aquello que conseguí retener en los años de experiencia que me dotó estar en su despacho.   Queda claro que, para llegar a ser un personaje de su talla, don Salvador recolectó conocimientos no sólo de los enormes mamotretos jurídicos, sino también de las obras cumbre de literatura universal (ensayos, novelas, dramaturgia), pues la abogacía está íntimamente ligada a la experiencia y la condición humana. Así como el arte de la esgrima verbal que se campea en mesas llenas de bohemia y la cercanía e incorporación de los círculos de poder. Por eso digo que personalidades como la de Salvador Rocha Díaz sobreviven a ese paso conveniente que es la muerte en esta era en donde todo es reemplazable y fugaz. De él se ha escrito y se ha hablado desde que empezó a ganarse un lugar en el Parnaso mexicano de las leyes. Fue, es y seguirá siendo un referente entre los académicos y juristas de este país. Una ausencia que pesa y se manifiesta desde un lugar sin tiempo entre aquellos que lo admiramos.      

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