Chismes de Vecindario (La Señora Huidobro vs la Puta del 3)
No tenía la menor idea de lo que iba a pasar conmigo.
No sabía si al salir del lugar estarían esperándome dos policías con esposas para apresarme.
No exagero. En este país, en este mundo, nadie sabe lo que le va a pasar si, por ejemplo, pasa uno de largo meterse a la página de internet del SAT para hacer sus declaraciones.
Afortunadamente salí del la oficina de contribuyentes con buenas nuevas: como soy autora no tengo por qué declarar mes con mes. Y como los autores casi no facturamos porque ganamos una mierda, no hay mucho que demostrar.
Escribo. Dedico horas y horas «nalga» observando a la gente desde mi computadora o desde la silla de un restaurante. Es ahí de donde saco mis historias.
Parece que soy una prángana más. Una Nini.
Mis vecinos murmuran: “esa tipa ha de ser puta porque vive en un buen lugar sin trabajar. Se lo pasa entrando y saliendo de su departamento. Va al Walmart de enfrente a surtirse de cigarros y cápsulas de café y se vuelve a encerrar, o pasan por ella, generalmente hombres en carros de lujo (ora un Mercedes, ora una Land Rover, ora un BMW), y se va a comer o a cenar con ellos. Luego regresa extrañamente sobria. Entra por el lobby con su bolso colgado del brazo. Se ve agotada, pero, ¿agotada de qué si no trabaja? O al menos eso parece. No tiene horarios. Por las mañanas, si llega a salir, lo hace en pants y con lentes grandes de sol. ¿Qué oculta tras lo lentes? Saluda al portero y a la vecina insufrible del 4 que se cree dueña del edificio: una viejita con depresión adicta al Prozac que le grita a todo el mundo que ella es la señora Huidobro y que merece el respeto de la gente.
Ellos, los vecinos que me ven saludando a la señora Huidobro, quedan desconcertados. ¿Por qué ella –es decir, yo– saluda a esa mujer tan amargada? Lo que no saben los vecinos es que el día que llegué al edificio tuve una fuerte confrontación con la señora Huidobro porque uno de los muchachos que cargaba mi mudanza tiró un extintor que cayó justo arriba de su piso. La mujer entonces salió hecha una furia y arremetió contra ellos. Yo bajé y traté de disipar la trifulca, pero la señora Huidobro creyó que me podía agarrar de cliente y comenzó a insultarme, anteponiendo (obviamente) que ella era ni más ni menos que la señora Huidobro y que era casi casi la dueña del edificio, cosa que por supuesto no creí y que de haber sido cierta me hubiera valido un rábano.
A ese tipo de gente (que no se cree gentuza por ostentar un apellido rimbombante) hay que ponerla en su lugar con cierta violencia. Con educación, pero con violencia. Con esa clase de violencia que no llega a ser obscena, sólo tajante.
Al ver que no se callaba y que me miraba de arriba abajo como diciendo: esta debe ser puta, le dije: “le ofrezco una disculpa por el exabrupto del extintor, lo arreglaré en breve, sin embargo no tiene por qué hacer un escándalo de este tamaño”. A lo que la vieja contestó: “soy una mujer enferma de los nervios. Este es un edificio decente (como si el edificio pudiera ser pirujo), y yo soy una Huidobro, por si no lo sabe”.
Intentando no reírme de ella en su propia cara, simplemente le contesté: “yo al único Huidobro que conozco es al escritor, a Vicente Huidobro, y era chileno, así que dudo que usted sea su pariente, es más: dudo mucho que usted lo haya leído, por lo tanto su huidobrez me va y me viene”. Luego me di la media vuelta y me retiré a mi casa.
A partir de ese momento, la señora Huidobro no se mete conmigo. Me mira, sí, como diciendo, “esa debe ser puta porque no trabaja y vive bastante bien como para no ser puta y poder pagar esta renta”.
Sólo dos de mis vecinos saben que no soy puta. El del 5, porque ya he platicado con él y sabe bien a qué me dedico, y el del 8; porque es dueño de una editorial y me ha visto siempre escribiendo y yendo a las ferias de libro.
El del 8 sabe que los hombres que pasan por mí en carros de lujo no son mis clientes. Sabe que uno es mi ex, el otro es mi mejor amigo y los otros dos son una pareja gay que me ha acompañado en las buenas y en las malas. Desgraciadamente uno no puede andar aclarándole a la gente o poniendo anuncios en el elevador anunciando: “la del 3 no es puta, sino escritora, y su trabajo la obliga a permanecer en casa todo el tiempo y a salir a los restaurantes a cazar historias”.
Esta historia que acabo de contar viene a cuento porque hace unos minutos que estaba viendo la tele y que recorría las redes sociales, me topé con una publicación de lo que está pasando en París. En ese París que en los años veinte fue una fiesta y que ahora se incendia.
El artículo iba sobre el movimiento de los “Chalecos amarillos”, que es un grupo de manifestantes que andan prendiendo fuego a restaurantes y boutiques, y que hacen pintas en los monumentos históricos.
La persona que compartió el artículo puso un comentario: “¿Por qué nadie puede ser feliz?”.
Y bueno… yo pensé que los parisinos, que esos parisinos que se manifiestan no están felices porque los impuestos se los comen. Acá en México estamos igual, pero la banda es más abúlica y no sale a incendiar Masaryk. Acá somos anárquicos de escritorio, sobre todo.
Lo que la persona que compartió el artículo quiso decir es que algo anda muy mal en el mundo, sin embargo, el mundo casi siempre ha ido mal precisamente por lo que esta persona dice: por la falta de capacidad para ser felices pese a todo.
Esa es la razón por la que meto a la señora Huidobro en este texto. Esa señora, aunque muy Huidobro y la mano del muerto, no es feliz. No es feliz con su huidobrez ni con su Prozac ni con su idea de ser la dueña del edificio, y anda por la vida tildando de putas a las vecinas que no salen a trabajar porque simplemente tienen la buena suerte de trabajar desde casa.
Lo que ignora la señora Huidobro y los demás vecinos que murmuran a mi espaldas, es que trabajar en casa también es una lata y a veces envidio al burócrata o al godín que cumple con un horario y sanseacabó.
Total que uno siempre va a estar inconforme con lo que tiene, lo que produce un estado de infelicidad constante.
¡Pobre gente de París!, dice una canción de Ray Conniff.
Yo digo: no sólo la de París.
Pobre gente.
Pobre gente que, sin ser pobre, es tan infeliz.