jueves, noviembre 21 2024

por Alejandra Macchia

En su última novela, la apoteósica “Extinción”, el escritor austriaco Thomas Bernhard aborda –como en casi toda su obra– el tema de la muerte de una manera implacable.

Bernhard tenía un estilo escritura demoledor. Cada frase suya fue un puñetazo a rajatabla. Bernhard no sabía de piedad ni lloriqueos.

De entre todas las frases memorables que acuñó sobre los muertos, me quedo con éstas: “La muerte de un hombre no lo convierte al fin y al cabo en otro, no le da mejor carácter, no hace de él un genio o un zoquete”. Y añade: “No hay que hablar mal de los muertos, dice la gente, y eso es algo hipócrita y mentiroso”. Y más: “El muerto muere con todos sus defectos, y con todas sus cosas agradables, con todas sus cosas maravillosas, en cualquier caso”.

Horas antes de que nos sentáramos a la mesa familiar para disfrutar una espléndida cena de noche buena, la noticia recorrió las redes como reguero de tinta. Reinó el caos. La gobernadora y el senador se habían accidentado en un helicóptero. Una nave en perfecto estado.  

Minutos más tarde, la noticia se confirmaba: la gobernadora y el senador murieron al desplomarse esa nave «en perfecto estado».

A partir de ese momento la historia de Puebla cambió (no sólo la de Puebla).

Para las cuatro de la tarde ya todo el mundo tenía conciencia de lo ocurrido. “Gobernadora y senador muertos en accidente aéreo”.

Las noticias, el internet, la vida digital son, hoy por hoy, los únicos vehículos que han desafiado al tiempo.

La gobernadora y el senador…

Quienes no sabían sus nombres, simplemente se enteraron  que en un lugar del mudo, cerca de la imbatible Ciudad de México, dos personajes de la política habían muerto de forma trágica. Eran marido y mujer, por cierto. Una pareja polémica, además.

Caput.

C`est fini.

Lo demás es silencio.

Lo demás es historia.

O no: más bien ruido.

Un ruido estridente como de hélices partiendo el aire en una tarde navideña.

Un ruido espantoso.

¿Qué ruido es ese?

El ruido de los vivos que lloran a sus muertos.

El ruido de esos que se creían muertos y que hoy regresan del ultratumba para generar ese otro ruido: el ruido que sepulta reputaciones.

Un ruido como de cien gongs metidos en un apartamento.

Ruido de hinchas del River queriendo dar portazo.

En esta historia hay más de dos muertos.

No fueron sólo la gobernadora y el senador quienes cayeron.

Fueron también los dos pilotos, el auxiliar del senador y… una buena parte del Estado.

El ruido que generó la caída del helicóptero tuvo como caja de resonancia las redes sociales: un coro de voces educadas y otras voces descompuestas cantando réquiems a modo: la cacofonía fue atroz. Mezcla rara de ostinatos con loops de reguetón.

El senador.

El senador tenía un nombre: Rafael Moreno Valle Rosas.

Un hombre duro, enérgico, temido, odiado, amado, admirado.

Un personaje, como ya lo he dicho, Shakesperiano, que para muchos fue Otello, para otros fue Yago.

El senador que fue gobernador que fue senador que fue diputado que fue secretario que fue hijo, esposo, hermano, amigo y enemigo, había muerto plena víspera de la navidad.

Los mariachis callaron.

No por mucho tiempo.

Como todo hombre de poder, Moreno Valle era un juego de luces y sombras.

Sus enemigos lo detestaban porque solamente veían en su rostro las pinceladas negras, las ocres, las sepias.

Veían al autoritario, al operador voraz, al megalómano, al  yupi insufrible.

Mientras que sus aliados lo admiraban por la luminiscencia de los blancos que dan volumen a una figura plana. Admiraban la transformación de un estado que cambió de cara: una ciudad con puentes, edificios, túneles y museos.

Admiraban al “cabrón”, porque en México esa palabra es laurel, no puño de tierra.

Moreno Valle murió siendo Moreno Valle y seguirá siendo Moreno Valle: el ex gobernador obsesivo, intransitable, lejano a la gente.

El hombre rudo que no baila.

El jefe voluble que aventaba teléfonos.  

Pero también murió siendo el senador que acababa de poner en jaque al gobierno federal metiéndole un par de recurso de anticonstitucionalidad a sus leyes.

Murió siendo el legislador que representaba la única oposición real del nuevo régimen.

Murió con sus defectos y sus virtudes.

Murió en medio de la controversia.

Murió regresando de una guerra que todos creíamos perdida.

Moreno Valle murió sin llorar un solo Waterloo.

Murió creyendo que un día sería presidente.

Murió sin enterarse que se moría.

Asimismo murió su esposa, Martha.

La gobernadora murió cuando apenas daba la primera bocanada al aire del triunfo.

A la gobernadora, la caída del helicóptero la hizo a un lado antes de que pudiera escribir su propia historia.

Martha Érika Alonso se fue sin probar las mieles del poder en pleno. La muerte la exentó de la condena de los árbitros políticos y sociales, pero también le impidió limpiar los escombros que la larga batalla electoral dejara a su paso.

En este caso murió más la amiga, la compañera, la aliada, la hija, la jefa, la pintora, la futbolista.

Murió con el sino del desprecio presidencial a cuestas, lo que inevitablemente (y para desgracia de sus enemigos) la coloca en el lugar dorado de la víctima de su circunstancia.

La gobernadora que ya no fue.

La mujer que fue lunes.

Martha y Rafael (así como Roberto Coppe, Marco Antonio Tavera y Héctor Baltazar) no son otros ahora.

La muerte no debe de “corregir” de ningún modo la imagen que se tiene de alguien.

Ellos deberían quedar en nosotros como tal eran.

Con sus luces y sombras.

Así, tal cual. 

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