Tala / Alejandra Gómez Macchia
El morbo se magnifica solamente porque son personas públicas.
Sólo porque se trata del peor presidente que haya tenido este imbatible país, y la mujer cuyo pecado reside en ser una actriz que tuvo que poner en remisión su carrera por apoyar el proyecto del marido.
Pero, ¿en verdad hay algo nuevo bajo el sol?
No.
Simplemente a la turba le fascina insolarse y regodearse en la sangre ajena.
Los hechos:
Una mujer a la que no le iba nada mal –que perteneció en sus tiempos al cartel principal de las telenovelas mexicanas– decide casarse con un político al que tampoco le iba nada mal (era gobernador) y cuyo proyecto presidencial incluía, ¿por qué no?, hacerse de una esposa con una imagen mediática para así cautivar al pueblo bueno que se educa en la tele; cosa que se traduciría en votos seguros de todas aquellas mujeres cuya educación sentimental estaba estrechamente ligada al sueño de la cenicienta: la damita que viene desde abajo y cumple sus caros sueños juveniles casándose con un príncipe encantador.
A la historia se le auguraba un éxito rotundo tomando en cuenta que vivimos en un territorio de analfabetos funcionales.
En México no hay monarquía, sin embargo, la pareja que estaba a punto de firmar el contrato más redituable de sus vidas representaba el top de la élite: saldrían a diario en las noticias y las cámaras los seguirían a todos lados, y las revistas de corazón los buscarían para retratarlos en sus portadas (aunque fuera para ridiculizarlos).
El matrimonio que se consumó mucho antes de las campañas, siguió su camino hasta alcanzar el fin deseado: llegar a Los Pinos. Y no iban solos: llevaban a sus respectivos hijos, mismos que también participarían activamente en la empresa, y a veces, claro, en la mascarada.
La fama, dicen por ahí, aunque sea mala.
El matrimonio Peña, como cualquier otro matrimonio, de pronto pasa por las etapas clásicas: la miel, la monotonía, el hartazgo y la hiel.
Transitan (como la mayoría de las parejas a las que les han leído la epístola de Melchor Ocampo) por el callejón de los chingadazos, los bulevares de los sueños rotos, los mercados de lágrimas y las veredas tropicales de los cuernos.
Uno mira al otro desde el burladero.
Puede que hasta alternen el papel, pero al final, y muy en su fuero interno, cada quien pide que la fortuna acompañe al otro, ¡y olé!
Para nadie es desconocida aquella frase de “la comezón del séptimo año”. Y es que siendo sinceros, la convivencia entre cónyuges mata. Mata todo: mata la pasión, mata la tolerancia, mata el misterio, mata hasta la admiración. Sólo quedan las ganas de llorar, decía Manuel Alejandro. Y las ganas de beber, dice quien esto escribe.
Un hombre y una mujer (u hombre y hombre, o mujer o mujer, o mujer y viejo lesbiano, o como gusten) antes que otra cosa caen en el encanto del enculamiento, que no es más que volverse adictos al fornicio.
Luego, si la pareja trae algo más en la cabeza o en el corazón que las simples ganas de follar, puede que se enamore; y esa serie de reacciones que son obra de la química permanecen ígneas un año, aprox. No más. Después llega el amor. O no: pueden también aterrizar las intermitentes ganas de formar una familia o de sentar cabeza y hacerse responsable no sólo de uno mismo, sino de alguien más. Envejecer al lado de otro que seguro no es “tu media naranja”, sino la perfecta mitad de tus patologías (si encuentras ese elemento, cuídalo, es el bueno).
Entonces la gente se casa o se junta o vive en concubinato.
La vida en pareja no es nada mala, pienso, si se tiene la capacidad de dialogar y llegar a acuerdos (desde los más básicos hasta los más degenerados).
Acceder a esos acuerdos es problema de la pareja y a nadie más debe incumbirle si, por ejemplo, ya que llegaron a la etapa del hastío deciden que cada quién puede tener un agarre externo sin que haya escenas ni panchitos pues, cuando uno paga por ver, las cartas quedan expuestas y es más fácil seguir en el blof o retirarse dignamente de la mesa.
Bajo estas circunstancias, poniendo este escenario raelista, no sé por qué la gente se da vuelo en especulaciones al enterarse de la separación del ex presidente y la actriz. Y mucho menos entiendo por qué se sorprenden de que el señor tenga una novia-amante como la que vemos en las fotos captadas en Madrid.
Es de lo más natural:
Un hombre poderoso casado con una mujer que seguramente lo alucina desde hace años, se encuentra a muchacha joven y guapa. Se la liga. Ella acepta encantada. La esposa lo sabe, los hijos lo saben. Llevan más de siete años juntos. Juntos y separados, como la mayoría de parejas que cruzan la línea de los “7”. Ella, la esposa, seguramente ya tendrá sus devaneos con alguien más. O quizás no. No nos importa. ¿O sí?
¡Sí!
Nos importa y mucho. Pero no porque sea un hecho inédito. Más bien nos importa porque secretamente sabemos que eso, el hastío conyugal, nos hermana con ellos.
Con el ex presidente idiota y su primera dama.
Y la película es la misma.
O más bien la vida es la misma.
Sólo que unos estamos más jodidos y lloramos en un vocho. Ellos lloran en sus Aston Martin, pero al final de cuentas es exactamente el mismo caso: es el resultado de atar tu vida a la otro. De querer POSEER la mente, el cuerpo y el corazón de alguien que ni tu sangre trae.
Lo que cambia acá es el estatus de los personajes.
¡Cómo nos gusta llenarnos la boca etiquetando a las parejas que “se casan por conveniencia”!
Cuidado: casarse siempre conviene. ¿O no?
Hasta el lenguaje se transforma; de romántico a leguleyo.
Cuando se pone un papel en medio, el amor pasa a ser también un tema jurídico.
Casarse es una transacción, un intercambio, un toma y daca.
Viéndolo así, todas las casadas hemos sido “Las Gaviotas” del marido.
Firmamos para protegernos y para obligar al otro a cumplir su parte.
¿Y el divorcio?
Cuando llega, no hay mejor inversión que contratar un buen abogado (informes por inbox).
Pero si no te quieres divorciar porque tu moral judeocristiana y el qué dirán te importan demasiado, lo mejor es aplicar la técnica del gran diseñador Manolo Blahnik: “Los hombres me dicen que salvar sus matrimonios les cuesta una fortuna en zapatos,
pero es más barato que un divorcio”.
Che será, será…