martes, noviembre 5 2024

Tala
Por Alejandra Gómez Macchia

Otelo: ¿Por qué el honor ha de sobrevivir a la integridad? Piérdase todo

Emilia: ¿Qué presagiaba tu canción, señora?

              Escúchame, si aún me oyes. Quiero morir con música, cantando como el cisne.

                                Canta…

              Sacuce, sauce, sauce…

¡Moro, era casta! Te amaba, moro cruel.

¡Posea mi alma la dicha suprema como digo la verdad!

Así hablado como pienso, ¡ay!, muero…

Parece inútil pasar tantas veces por los muros de gente que me parece francamente falsa y detestable, sin embargo, la inclinación al voyerismo me precipita a mirar obsesivamente su comportamiento.

Digamos que es como aquel que se sienta a sintonizar el Big Brother, no como un espectador onanista, sino con la mirada del sociólogo o el antropólogo.

A últimas fechas me despierto, y al abrir las redes sociales, lo que más encuentro son manifestaciones cursis y lacrimógenas, sobre todo desde que el fenómeno Yalitza Aparicio emergió de la nada rebasando por la derecha los estándares de belleza y echando por tierra la concepción de que para triunfar se debe, por fuerza, ser un profesional.

Y son las mujeres quienes han tomado de pretexto el triunfo de la oaxaqueña para saciar sus más oscuros complejos de inferioridad disfrazándolos con esa máscara a la que hoy llaman (uff) “sororidad”: un término harto criticado por los expertos de la lengua al ser cacofónico e intrínsecamente feo. Sin embargo, dejando atrás las exigencias estéticas del vocablo, podemos añadir al debate que eso que hoy nombran “sororidad” no es más que lo que otrora se conocía como solidaridad entre miembros de la misma especie: unión entre seres humanos, pero como lo de hoy es satanizar al sexo opuesto, las feministas extremas prefieren defenestrar al hombre y decirle “sororidad” a la solidaridad. Perfecto; cada quién sus fobias.

Parece ocioso entrometerme en conversaciones que se dan, por ejemplo, en los muros de Facebook de algunas damas que enarbolan la bandera del feminismo y que con una impunidad fuera de serie han creado movimientos y asociaciones con la única finalidad de ganar un espacio en ese mundo de hombres que desprecian. Mujeres que, sin más, utilizan como carnada la ignorancia de sus súbditas vendiéndoles la idea del “empoderamiento” (otra palabra horripilante), para después propinarles un puntapié certero en el culo.

Ayer mismo fui testigo de un debate entre dos señoras: ambas encabezan movimientos dizque feministas, sin embargo, yo que las conozco de años sé que en su vida han abierto un libro sobre feminismo, más bien son adictas a los lugares comunes que circundan a esa nueva especie de reptantes que venden ideas tergiversadas e incendiarias escudándose en panfletitos y artículos sin fundamentos que aparecen, sobre todo, en diarios españoles, en donde se ha dado un ambiente de completa beligerancia por parte de las así llamadas feminazis. *leer artículos de Javier Marías.

Al ver esta suerte de esgrima entre las dos mujeres, comencé a recrear en mi mente una escena ulterior: las que hoy se baten a duelo en la plaza pública tratando de no salirse de su respectivo guión, y buscando el dedo alzado de la aprobación de sus seguidores, mañana se propinarán sendas puñaladas traperas por una simple y llana razón: su tema, su discusión, al ser tan anodina, gira en torno al ego.

Imaginé a ambas desconectándose de sus teléfonos, crispadas de los nervios y olvidando por completo su sentido de “sororidad”, urdiendo planes macabros para descarrilarse entre sí.

¿Y cómo termina la obra? Una hunde –con torpeza– la daga sobre el omóplato de la otra, dejándose mutuamente malheridas. Y no será hasta ese momento, hasta que las dos puedan ser ellas mismas, cuando asuman sus monstruosidades sin pasar por la mano cosmética de lo políticamente correcto.

El final es predecible: cada cual sigue su camino hablando pestes de la otra, por lo tanto, sus movimientos se deslegitiman.

Son mujeres que no se solidarizan.

Son mujeres, lobos de la mujeres.

Parece inútil pasar las páginas de una vieja edición de las tragedias de Shakespeare, sin embargo, hoy más que nunca Shakespeare continúa retratando a la perfección la condición humana.

Regreso a Otelo.

Pero esta vez no examino a fondo el papel de Yago, el intrigante por excelencia.

Más bien acerco mi lupa a un personaje que parece desdibujarse a ratos de la trama: Emilia.

Emilia es la mujer del honesto Yago. Emilia le es leal a su funesto marido mientras no descubre que su marido es un alacrán ponzoñoso.

Emilia es quien por error toma el pañuelo de Desdémona y lo entrega al malandro Yago, quien hace un mal uso de él. Ese pañuelo, a la postre, será el factor que enloquezca a Otelo. Ese pañuelo llegará a manos de Casio, la carnada de Yago para aniquilar la voluntad y el temple del moro Otelo. Por ese pañuelo morirá Desdémona en manos de su amado. Y morirá injustamente.

Desdémona es la última en enterarse que Yago ha complotado contra ella. Pero Emilia… la fiel Emilia, tampoco sabrá que fue ella, de rebote, quien ofrendó a su patrona –sin querer– al darle el pañuelo a vil Yago.

Sólo hasta la escena final, una vez que Desdémona agoniza, Emilia descubre la intriga de Yago, y es cuando ella, Emilia, se solidariza con su patrona a tal grado que exhibe las tropelías de su hombre.

Luego, en un acto de amor y de “sororidad” infinita, Emilia expira junto a su amiga.

Shakespeare sigue siendo el más moderno de los autores.

Y no… en ese tiempo no se necesitaba rebautizar los conceptos a modo para entender que la lealtad es la lealtad (así sin eufemismos ni neologismos), o que la solidaridad no debe trasmutar con otro significado por caprichos de género.

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