viernes, noviembre 22 2024

Tala/ Alejandra Gómez Macchia

Desde Quevedo (mil seiscientos y cacho; cuando el culo podía ser nombrado culo sin temor de escandalizar a los censores morales, y el polvo podía alcanzar una fase superior y adoptar facultades esencialmente humanas ) resurge la necesidad –imperiosa– de creer que los amores truncos pueden sublimarse en un “más allá” del que poco se sabe (pero que más nos vale que exista si deseamos no haber vivido en vano).

Hay quienes insisten en que la tragedia no es más que regodearse en un masoquismo innecesario; y que el dolor consecuente de esa tragedia no abona nada positivo a nuestra existencia, sin embargo, si por arte de magia desaparecieran el drama y la desazón que provienen del desamor, la literatura y la música serían –ya– materia en desuso.

En todos los géneros musicales habidos y por haber, habitan esas maravillosas víctimas de los estragos de un amor malogrado o marcado por la fatalidad.

Ahora mismo se me viene a la mente la bellísima aria  “E lucevan le estelle”, de Puccini, en la que el pintor (de ideas libérrimas), Mario Cavaradossi, espera el despuntar del amanecer para ser ejecutado, pensando –irremediablemente– en la desdicha de abandonar la vida y jamás volver a ver a Tosca.

Esta aria no sería tan enorme  de no haber sido entonada en su tiempo por Caruso, o posteriormente por Pavarotti: ambos apostaron todas sus fichas vocales para imprimir el mayor desgarramiento a la escena.

Las galas líricas –óperas– narran historias completas: cóncavas, convexas, lineales y zigzagueantes, en cuyas temáticas siempre aparecen personajes trágicos que no escatiman en exacerbar las más altas y bajas frecuencias.

Así como en las óperas, existen otras valiosas aportaciones a la catarsis universal del desprecio; obras que nos llevan por las veredas del fado, el tango, la canción ranchera, el bolero y el cante jondo. Y es justo en este último género (del que evidentemente se oxigena la música de Serrat), donde surge una de las mejores crónicas del resquebrajamiento amoroso.

Si al “Romance de Curro el Palmo” le extirpáramos la letra, aún así tendríamos una pieza llena de complejidad rítmico-melódica.

Serrat logró (y tal vez sin pensárselo demasiado) incursionar en el progresivo, como también lo consiguió Silvio Rodríguez con algunas canciones de su época setentera, o como lo hizo Caetano Veloso en álbumes como “Bicho”, durante su exilio africano y con una buena dosis de LSD jugándole en el cerebro.

Pero dejemos atrás a Silvio y a Veloso.

Y a Puccini.

Y a todos esos tangueros que usando como vehículo infalible el lunfardo nos llevaron de la mano hasta las mazmorras de la desolación.

Se trata de la historia de Merceditas, una especie de femme fatale que trabajaba de recogeabrigos en un tablao andaluz, y de su enamorado, el ”Curro”.

En esta canción, Serrat saca su lado más garcialorquiano, pero también (ojo) está lleno de guiños a Quevedo.

Curro sufre porque la infame Merceditas prefiere entregarle el favor de sus amores a un medicucho idiota, pero galán.

El narrador omnisciente (que es el propio autor) desafía la inteligencia del escucha al hacer un desplegado de expresiones andaluzas, que de no buscarse en los libros de regionalismos, pueden resultar intransitables.

Se trata de una historia intimista –plagada de referencias culteranas– que al oyente abúlico y falto de curiosidad podrían parecerle pedantescas e indescifrables.

Hablamos de toda una tradición ajena, pero sin duda, interesantísima desde el punto de vista antropológico y sociológico.

¿Quién dice que forzosamente una GRAN canción debe ser popular?

¡Popular el futbol!, decía Borges… mientras afirmaba que el futbol es popular porque la estupidez es popular.

Romance de Curro el Palmo es una pieza para iniciados, es decir, no cualquier principiante la ejecuta o la aprecia a plenitud, ya que es dentro del repertorio de Serrat, la joya de la corona por su impecable versificación (abre con puros hexasílabos), los vuelos melódicos, y sobre todo, las metáforas.

Quien haya tenido oportunidad de escuchar (no oír con prisas) el Romance de Curro el Palmo, podrá llegar a la conclusión de que la savia vital de una buena obra dramática es, en realidad y al mismo tiempo, una paradoja; pues la angustia de perder a la mujer de tus sueños puede ser mucho más placentera que el gozo efímero de poseerla.

La pérdida es el elixir, la pócima sagrada que obra el milagro de engolosinarnos con las penas que pudieran parecer la ruta más segura hacia la resequedad del alma, pero muy por el contrario, con el tiempo llegan a hidratarla.

Lo que hace Serrat (desde su más fina tenacidad para pintar una sanguina) es exhibir las llagas de Curro en plena plaza pública; consiguiendo que el escucha quede metido en un paroxismo –morboso– al ser testigo de ese reguero de sangre ajena.

La poética del autor nos mete en una encrucijada que tiene como escenario una cama  desierta en donde el único bálsamo para mitigar el sufrimiento del malherido es la masturbación.

¡Ay, amor!, sin ti no entiendo el despertar.

No lo entiende, sin embargo, asume el dolor hasta transformarlo en cierto tipo de placer sórdido, el cual nuestro héroe utiliza como tabla de salvación para transitar del infierno dantesco de los celos, a la más pura resignación quevediana: la promesa de que más allá del polvo las almas pueden reunirse y lograr hacer buen vino de una cepa enana.

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