lunes, noviembre 25 2024

Por: Claudia Luna

Lo conocí por casualidad en casa de una tía a la que hacía años no veía. La tía Magala vivía en Ciudad de México, mis hermanas y yo en Puebla. Un día buscábamos un pretexto para ir a la capital así que decidimos visitarla. En ese viaje, yo encontré al que sería mi compañero de estos últimos veintisiete años.

El departamento de Magala era un lugar que me parecía maravilloso, repleto de arte, antigüedades, libros, tapetes persas y artefactos. Había algo interesante en cada rincón. Cuando llegamos, la tía estaba con “el cubano”, como lo llamaba. Trabajaban juntos y venían de visitar a otro artista. Después de las presentaciones y cuando nos acomodamos en la sala Carlos se dedicó a contar historias y chistes. Mis hermanas estaban fascinadas con él y le celebraban todas sus ocurrencias. Yo lo miraba y no atinaba a decir gran cosa. Sentía una emoción como cuando se sabe que algo irremediable va a suceder.

Esa noche me tocó dormir en el sillón de la biblioteca frente a Calaca riendo, un dibujo que Carlos le había regalado a Magala. Pasé horas mirándolo, quería entender por qué esa pieza era una buena obra de arte. En ese momento me parecía vital descifrarlo como si escondiera un código que yo necesitara para avanzar en la vida.

Él venía de una isla, olía a mar y desenfado, se movía y hablaba sin ningún recato. Traía en las pupilas todavía la sorpresa de las olas y la tersura del mar. Yo vivía en la ciudad de las iglesias, cuidaba mis palabras y mis modos. A simple vista no teníamos mucho en común. Sin embargo, éramos dos mundos diferentes que no quisieron separarse más.

Después de ocho meses, nos casamos. Yo no hice cálculos ni listas de pros y contras antes de decidirlo y, si voy a ser franca, tampoco le pedí opinión a nadie. Una fuerza más grande que yo misma me decía que era la decisión correcta. Lo sabía como se saben las verdades irrefutables: pertenecíamos juntos.

El hombre con el que me casé es un intelectual brillante, de opiniones firmes pero con un gran sentido del humor, conoce la frontera entre lo sublime y lo ridículo. No tiene repara en cruzarla continuamente y sin reserva. Le gusta verme reír y es un gran provocador, cuando se empeña en sacarme una sonrisa, no para hasta lograrlo. Me cuenta historias ridículas, inventa personajes, hace voces y me observa de reojo. Yo a veces finjo desinterés por un rato pero la verdad es que adoro reírme.

Pero antes que cualquier otra cosa, Carlos Luna es un artista, nació para serlo. No lo puedo imaginar haciendo ninguna otra cosa.  Va a su estudio todos los días y trabaja por horas. Hace unos días escuché que decía: “Para crear hay que creer”. Cree en su obra con todas las células de su cuerpo. Sabe que lo que hace es arte y lo trata como tal, con respeto y deferencia como a un ser vivo. Su trabajo es meticuloso, suele insistir e incidir en los detalles por horas. Cada pieza es única.

Es un hombre en constante movimiento. A veces me parece que posee una batería sobrecargada. Habla todo el tiempo, canta, se mueve, baila y a veces parece dirigir una banda, todo esto lo hace en cualquier lugar y sin razón aparente. Tiene miles de proyectos e inventa más. El le pasa esa energía vibrante a sus obras. Los leones aparecen en sus cuadros en pleno salto, los esqueletos caminan a través del lienzo con su tumbao, los guajiros hacen muecas y maromas, se contorsionan y se transforman y hasta los gallos parecen anchar el pecho para cantar. Solo las mujeres en sus obras, que él dice que siempre soy yo, permanecen inamovibles, siempre regias sin importar lo que suceda alrededor.

Carlos es un bailarín nato, no solo lo hace divinamente, también lo disfruta y juega. Inventa pasos, le gusta sorprender y contagia a los que bailan cerca de él en las fiestas. Yo todavía no sé bailar pero le conozco todos los movimientos y lo adivino. Me meto en sus huesos y me muevo con él. A veces me es difícil definir dónde termina mi marido y empiezo yo.

Sería injusto decir que no ha habido tormentas en estos años. Nos han azotado toda clase de huracanes y más de una marejada ha amenazado con llevarse nuestra familia. Es verdad, hemos tenido días obscuros, terribles e indescifrables pero al final hemos decidido permanecer. Cuando después de todos estos años, mi marido entra a la casa gritando a todo pulmón: “¿Dónde está mi muñeca?, ¿dónde está mi muñeca?”, se pinta una sonrisa en mi boca y sé que seguimos juntos porque lo deseamos.

Hay un cuadro en mi comedor, El rapto de la Catalina (alude a mi segundo nombre y a como él me dice). En la obra un hombre con cabeza de gallo se cubre el rostro con una mascara, para no ser reconocido y se roba a una mujer. Sí, él me robó pero yo lo ayudé. Yo estaba lista, me empaqué y me preparé para el viaje. Yo le alumbré el camino y le fui diciendo donde pisar. Estamos juntos porque es lo que más nos gusta, todo lo demás es solo lo demás.

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