En defensa de Yoko Ono y los hijos de puta
por Alejandra Gómez Macchia
«Oh, mi amor, por primera vez en mi vida, mis ojos están plenamente abiertos».
John Lennon
No sé si la soñé o la escuché en alguna mesa después es muchos tragos o simplemente la inventé; pero la frase es tan reveladora como ambigua…
Antes se decía sin empacho que “detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer”. Luego las cosas cambiaron y miles de mujeres protestaron por el lugar en el que se les ponía dentro de una frase que no debía ser tomada literal, sin embargo, junto con la entronización de lo políticamente correcto llegó también el reinado de la estulticia que tergiversa el lenguaje.
No sé si la soñé, repito, o salió en un pasaje etílico eso que: “detrás de una gran mujer siempre hay un gran hijo de puta”.
Si la soñé, ¡cuáles serían mis tribulaciones!
Si la escuché no puedo recordar el momento, pero no sé por qué cada vez que esa frase aparece en mi mente creo que fue John Lennon quien la dijo.
¿Puede o no puede ser?
Busco en Google y no hallo la referencia, así que todo debe ser parte de un delirio.
Ahora bien, ¿creo o no creo en el mensaje ulterior de dicha frase?
Sí, teniendo por sentado que para mí un hijo de puta es alguien por demás seductor, a menos en el terreno amoroso, ya que de los hombres con los que he sostenido relaciones afectivas, prefiero por mucho a aquel que se ha asumido sin reparo, sin filtros –y con una sinceridad inédita– como un hijo de puta (aunque en el fondo él y yo, y muchos, sabemos que la “hijodeputez”, como casi todo en esta vida, es relativa).
Sí creo que detrás de una gran mujer hay un verdadero hijo de puta, pues sin ese hijo de puta la gran mujer no tendría cómo medir su grandeza, es decir, contar en tu vida con un hijo de puta es estimulante, ya que de no ser un hijo de puta sería entonces un pusilánime… y las mujeres que conviven con pusilánimes difícilmente llegan a usufructuar todo su potencial intelectual, creativo y sexual.
Despejando la incógnita, la respuesta es sí: detrás (o para que no haya bronca con los adverbios de lugar) junto a una gran mujer es preciso que haya siempre un gran hijo de puta.
Quienes no estén de acuerdo y piensen que soy una enemiga del matriarcado y de las causas femeninas, pueden abandonar este texto aquí. Quienes sí estén de acuerdo, acompáñenme en lo que queda de esta página.
Si habláramos de literalidad, este mundo contaría con un censo muy famélico de hijos de puta, ya que entonces nos estaríamos refiriendo a los críos de aquellas mujeres que utilizan su cuerpo como la mercancía que las sostiene económicamente.
Aclarado el punto tendríamos que especificar que, por lo menos en México, la expresión “hijo de puta” tiene una acepción interesante: hijo de puta es como decir “un tipo muy cabrón”, o “el mero chingón”, es decir; un hombre que no le teme a nada, que es el mejor en lo que hace y que defiende lo suyo por sobre todas las cosas.
Para un enemigo, asumir que el otro es un “hijo de puta” es una especie de denuesto enmascarado de envidia y frustración, pues se entiende que si el hijo de puta es un hijo de puta es porque necesariamente le ganó la partida.
En el caso focalizado de la pareja (que es el que me interesa abordar), amar y ser amada por un hijo de puta es el camino más seguro hacia una vejez colmada de sabiduría, pues el hijo de puta (que es nuestro y así lo amamos) representa el motor que nos impulsa a no perder eso por los que los hombres comunes salen huyendo de nosotras: el misterio y la estrategia.
Convivir con un hijo de puta, que por añadidura es exitoso, dota a la mujer de un sexto sentido que las otras (quienes se conforman con los pusilánimes) jamás llegan a desarrollar.
Si fue John Lennon quien dijo la frase citada, lo hizo a sabiendas que su mujer, lejos de lo que la prensa y los mezquinos de siempre afirmaban, era una gran mujer.
Yoko Ono no fue “la enemiga”.
Era rara, sí.
Era poco agraciada físicamente, sí.
Per lo que más chocaba con los cartabones estéticos y morales del tiempo era que esa mujer influyera de tal manera en el que se autodenominaba el hombre más conocido del mundo por sobre Cristo.
Antes de Yoko, Lennon era el perfecto hijo de puta (ordinario) que conquistó de punta a punta este planeta, más que por sus dotes de músico, por su carisma y también por el equipo que lo acompañaba (incluidos Phil Spector y George Martin).
Pero el espíritu del tiempo le jugó una trastada al Beatle mayor cuando, en el punto más álgido de su cerrera, rodeado de las mejores mujeres y con una abullonada cartera, era el tipo más infeliz de Liverpool y anexas. Insaciabilidad, se llama. Y este es un mal que no se cura, pero se controla como la diabetes, como el herpes, como el vértigo…
Durante muchos años formé parte de ese grupo de necios que creían que Yoko había sido la ruina de nuestro héroe. De hecho, hace como cinco años publiqué un texto en La Mosca, donde narraba una ocasión cuando Frank Zappa (ese machín ítalo-americano que también tuvo una gran sabia a su lado llamada Gale), invitó a Lennon a subir al escenario para un palomazo, pero en cuanto vio que Yoko trepó con su machete, se puso grosero y acabó por parar el jamming y le hizo el feo a la japonesa que a nadie le hacía daño con sus gritos estridentes.
Escribí el texto y le di la razón a Zappa. Pero aquel era otro tiempo. Yo era más joven, menos tolerante, y sobre todo, estaba muy molesta con el devenir de los falsos hijos de puta (los que creen que son y no son), sin embargo, la vida me recompensó con un ejemplar de lujo del cual me siento sumamente orgullosa.
Mi reticencia hacia Yoko es heredada. Mi mamá la odiaba, mi papá también, así como millones de personas de esa generación que vieron en ella la causa del quiebre de ese grupo que fue parte de sus respectivas educaciones sentimentales.
Afortunadamente, la experiencia y las lecturas que uno puede darle al mundo, de pronto obran milagros inesperados como darse cuenta que ese mismo mundo cambia en tanto tú cambies de actitud.
Vi un documental de Yoko y John que me hizo remitirme de inmediato al disco Imagine, tan menospreciado por mí desde aquella ocasión en el que los maestros de inglés me hicieron cantar la canción del mismo título en una ceremonia escolar.
Tantas veces la repetí y la escuché que acabó por empalagarme. Luego vino la adolescencia y la burda negación. Más tarde el pesimismo, la desilusión y la zozobra. El mundo había dejado de sorprenderme, que es lo más espantoso que te puede suceder y más si te dedicas a escribir.
Dejé de oír a Lennon por una suerte de falsas veleidades artísticas. Prefería a otros músicos más complejos, a otros autores más amargados; a aquellos que despeñaban la tesis de Lennon: esa que dice que todo lo que uno necesita es amor.
Uno se construye un personaje según le va en la feria, y mi concepción de lo que es el amor era completamente arbitraria y sesgada, sin embargo, en el fondo, en mi fuero interno, siempre supe que el amor era aquello que detestaba ver en Yoko y John: la complicidad de dos almas que se tocan.
Hoy vi el video no sé cuántas veces. Descubrí la autenticidad de Yoko y la malicia de los demás, y es que es obvio: la gente no soporta que un ídolo de la estatura de Lennon haya cedido a la tentación de ser humano y tratan siempre de dinamitar con intrigas lo bello, lo que no poseen más que esos que han comprendido que la pareja perfecta no es aquella en la que los elementos son igualmente bellos o igualmente soberbios o igualmente hipócritas.
Lo de Lennon con Ono no era una pose. Su jipismo era parte del contexto histórico, y en lugar de echar mano de él para navegar por los mares de la impostura, lo hicieron para cambiar el mundo, es decir, el suyo, y con eso basta.
Octavio dice (y dice bien): cuando dos se besan, el mundo cambia. Y la pareja Lennon-Yoko instaló su perpetua lucha social a una cama en la que recibieron hasta la ponzoña de los periodistas más maledicentes.
Escucho Imagine, ahora la canción: ¡Oh, my love!, mientras leo poemas de Yoko y textos que hacen referencia (y escarnio) a su movimiento de arte conceptual. Confirmo lo que siempre intuí: la canción más famosa de la historia no salió de la mente de Lennon, sino de Yoko. La narrativa, la visión y el humor de las frases no emergieron del autor de “Hard Days Night”, más bien brota desde el mutismo enigmático de la japonesa imperturbable que se sentaba a garabatear haikus mientras el ídolo grababa diatribas contra Paul junto al deschavetado Phil Spector.
Imagine no hubiera existido sin Ono, pero también, los Beatles se hubieran distanciado sin ella. La asamblea de ese cuarteto de egos revueltos estaba condenada a pulverizarse porque era una “warm gun” (un arma caliente).
No sé si la frase que abre este texto la haya sacado de alguna publicación extra oficial o la soñé o la inventé, pero es cierta: detrás de una gran mujer hay un gran hijo de puta.
Lennon engrosó las filas de tan dilecto grupo y tuvo a su lado a la mujer que merecía (otra verdadera hija de puta).
Suele suceder: a las mujeres de los hombres geniales siempre se les tilda de brujas; ahí tenemos el caso de María Kodama con Borges, sin embargo, basta con hojear la obra del bardo y escuchar los discos del rockero para concluir que la opinión pública, como siempre, fue un tribunal injusto y estúpido: dos hijos de puta de esa envergadura jamás conceden tanto poder a una mujer por un vulgar tema de enculamiento, sino todo lo contrario: el buen, el mejor hijo de puta, siempre tendrá junto (o sentada a su lado, o compartiendo el sillón y las noches de insomnio) a una dama que satisfaga, sobre todo, su sed intelectual. Una amiga íntima, una cómplice…
Debo confesar que hoy lloré de emoción al escuchar a una Yoko septuagenaria decir: “estoy segura que John y yo nos conocimos para escribir esa canción”.
Lo demás, señoras y señores del jurado, es silencio.