jueves, noviembre 21 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Apenas ayer por la noche me hundía en mi cama pensando, con mucha frivolidad de mi parte, que el cuerpo, a veces, es un estorbo.

Como pocos días, me tomé la tarde libre. Me recosté en el sillón a ver la televisión y di con un documental sobre la gira de los Rolling Stones por América Latina.

Mientras pasaba la suceción de imágenes en las que Mick Jagger luce como un muchacho enérgico que baila y da saltos por el escenario, apenas pude percibir que sobrepasa los setenta años y que pasó su juventud rodeado de excesos: de alcohol, de drogas, de mal pasadas, de mujeres.

Vi también a Ron Wood, mi favorito de la banda, dando fuertes bocanadas a su cigarro. Jugando con su Stratocaster, riendo a carcajadas como si la vida fuera fácil, como si siempre fuese generosa.

No puedo decir que yo sea una gran fanática de los Stones. Y no lo soy, quizás, por cierta ignorancia o por un prejuicio que no sé de dónde viene, sin embargo, me caché coreando casi todas su canciones. Me las sé por una suerte de disciplina en el duro oficio del rocanrol, lo que ha sido para mí una religión o quizás la única arma con la que he contado en la vida para defenderme.

Fue entonces cuando a mitad del documental aparecieron los pies de Jagger sitiados en unas botas estrafalarias, y junto a los pies inquietísimos, unas plumas negras.

Jagger, de pronto, se planta en el escenario, enfrente de miles de brasileños, con una capa repleta de plumas rojas y negras que se movían junto a él en una danza delirante. Tambores africanos, maracadús, Charly Watts propinando tarolazos leves. Yo no sé por qué siempre he creído que Watts está muerto y no sabe que lo está. Es el baterista más inexpresivo del mundo…

“Please allow me to introduce myself

I’m a man of wealth and taste

I’ve been around for a long, long year

Stole many a man’s soul to waste”.

La voz de Jagger es un poco menos aguda que cuando cantó por primera vez Simpatía por el Diablo. También para ese momento, los años setenta, la canción era una provocación a todos niveles. Hoy no. Hoy no es una provocación, más bien un himno, un auto homenaje que él se hace en vida. Porque él es ese diablo; ese personaje que ha visto pasar guerras, pestes, enfermedades terminales, a través de su mirada ajada.

Tenía muchos años de no escuchar “Sympathy for the devil”, pero ahora que la volví a oír, y mirando a Jagger, ya no como el hombre lúbrico de extraña belleza, sino como un tipo que se niega a jubilarse de la vida, pensé en la ingratitud propia de la juventud: esa que nos hace quejarnos de todo, que nos lleva a decir estupideces tales como las que yo misma había dicho minutos antes: me siento vieja, guanga y patética (o algo así).

Regresé al minuto en el que Jagger sale a las tablas del escenario con esos pasos sincopados –mezcla rara de ballet con dunumbá– e inevitablemente vino a mi cabeza la imagen de mi hombre llegando, no sólo a casa, sino a todos lados. Él, que es un hombre polémico, un viejo diablo excéntrico como dice la canción: “Permítame presentarme, soy un hombre de riquezas y gran gusto, que ha rodado por este mundo desde hace muchos años. He robado el alma y la fe de muchos hombres (…) Encantado de conocerte, espero que sepas mi nombre, aunque sé que lo que verdaderamente te desconcierta es la naturaleza de mi juego”.

Lo imaginé claramente, tan estrambótico, tan cínico como le es posible. Un personaje al que muchos temen por una razón: porque no conocen la naturaleza de su juego.

Así me pasó la primera vez que lo vi, de hecho, una de las primeras preguntas que le hice fue: “¿te gusta ser malvado?”. Y a los pocos meses descubrí que no. Que no existe maldad en él, sólo una extraña naturaleza, salvaje e incomprendida.

Él es, por mucho, el ser humano más vivo que conozco. Duerme poco porque el pensamiento no lo deja descansar. Su mente es, ayer lo descubrí, como los pies de Mick Jagger cuando baila en sus conciertos.

Sin embargo este texto no es un elogio a los Rolling Stones ni un guiño direccionado a mi amante. Lo inicié de esa manera porque necesitaba recordar que el cuerpo es una maquina maravillosa a la que hay que darle la mayor batalla posible.

En muchas francachelas, y sobre todo en el terror de las crudas, me repito como mantra: uno viene acá a vivir, no a durar. Pero, ¡oh!, en realidad todo esto dura tan poco. Y uno que es cretino por naturaleza, siempre anhela lo que no tiene o tiene lo que nunca anhela; y el idiota, en la antesala de la muerte dice: fui un idiota por no haber hecho…. Y el que el que lo hizo, y se excedió en hacerlo, piensa: pues todavía faltó más.

El caso es que nunca nada es suficiente. Y qué bueno: para eso se vive: para desear, para ir por eso que, al final, habrá de decepcionarnos porque no es materia que se pueda empacar junto a nosotros en la pijama de madera.

Paco

A las cinco de la mañana desperté con la misma canción en la cabeza. Pensando en Jagger. Miré por la ventana y supuse que sería un día soleado. No podía adivinarlo porque seguía siendo de noche. Las luces de la ciudad seguían encendidas.

Hace siete años conocí a un hombre excepcional con el que no he tenido contacto desde hace ya mucho tiempo. Él me pidió que no lo buscara por una razón: ya no era el que conocí. Así lo decía, así lo escribía, mientras en silencio, estaba atento a todos mis movimientos.

A Francisco lo conocí de una forma extraña. Un buen día me envió un mensaje por Facebook para invitarme a colaborar en la revista de la UNAM.

Yo empezaba hacer mis pininos en la escritura y no me sentía en absoluto segura de poder enviar un texto digno para esa revista en la que muchos estudiantes de literatura querían aparecer publicados. Al principio pensé que era una tomada de pelo, sin embargo, a los tres días, cuando una camioneta de la UNAM llegó a mi casa (en Puebla) con la encomienda de recogerme y llevarme al San Angel inn para comer con Francisco y el maestro Solares, supe que aquello no era una broma de mal gusto.

Trepé a la camioneta sin empacho. Lo que sí pensé antes de irme es en la ligereza con las que estaba decidiendo embarcarme a un lugar que no conocía con gente que no conocía. Había conversado tres veces con Francisco sobre nuestro tema favorito en común: los libros. Pero no más.

No sabía si en realidad me iba a topar con un psicópata o un violador o un embaucador, o en el mejor de lo casos, con un cretino que no quisiera otra cosa más que aprovechar su situación de poder y mis ganas de ser escritora para comportarse de forma reprobable.

Llegando a la Ciudad de México, el chofer no me llevó directamente al restaurante, sino que fuimos a la oficina de Francisco.

Una vez fuera, él salió personalmente a recibirme. Era un señor encantador de barbas blancas y voz entrecortada y nerviosa. Alto, lacio, de ojos vivarachos. Vestía saco de tweed y pantalones de vestir.

Lo saludé como si lo conociera de toda la vida. Debo decir que yo tenía en ese momento 29 años y el casi sesenta. Pero se dijo fascinado por mi “forma tan desparpajada de escribir y ver la vida». Lo que no sabía Francisco es que esa forma era un mecanismo de defensa, y que en realidad era una mujer bastante atribulada por los demonios.

Entramos a su estudio y me ofreció un café. Él siempre tomaba café. Estaba visiblemente nervioso. No sé por qué si la nerviosa debía ser yo: estaba en una oficina, sola, con un desconocido que se decía editor de la revista de la UNAM. Y resultó cierto, y también resultaron ciertas todas las cosas que hablamos días previos: amaba los libros por sobre todas las cosas, y sus paredes estaban recubiertas de ellos.

En su mesa de trabajo vi la revista de ese mes. Me dijo: ya sólo falta tu texto. Yo, la verdad, no había escrito nada, pero le mentí: dije: lo tienes mañana.

Quisiera poder narrar lo maravilloso que resultó el encuentro en el San Angel inn con Francisco y su gran amigo Ignacio Solares, pero hablamos tanto y de tantas cosas que es imposible sintetizarlo.

Sólo puedo recordar que ese día fue para mí un gran día porque me hice del mejor amigo al que alguien como yo pudiera aspirar. Y también recuerdo un pasaje importante: nunca le hablé de usted e inmediatamente me fui directo al tuteo. Y me puse una gran borrachera con Nacho Solares, quien dudaba de mi existencia porque Paco le había dicho que era, simplemente “la chica del Facebook”.

Para ese momento yo acababa de terminar mi primera novela. Se la entregué a Solares y al poco tiempo me escribió para felicitarme. Mi relación con Nacho no persistió. Pero con Paco todo fue distinto: se convirtió, y él lo supo siempre, en una especia de ángel custodio que velaba mis pasos.

Así pues, seguimos alimentando la amistad vía Facebook. Intercambiábamos notas periodísticas y de vez en cuando me enviaba poemas. Paco era un gran lector. El más atento, el más entusiasmado. Alguna vez le dije que yo pensaba que él podría ser un buen poeta maldito. Le dije: cuando yo ya no pueda beber alcohol, lo único que me quedará será la poesía. Paco llevaba más de diez años siendo AA, pero cada vez que íbamos a comer veía en su mirada esa sed legendaria que sólo les da a los grandes borrachos. Y yo se lo decía, y él se moría de risa por mi desfachatez. No era una falta de respeto a su condición; más bien era una manera de aligerar el peso de la abstinencia. Pronto descubrí que Paco fue devoto del vodka helado.  Y lo supe porque cada vez que comíamos, me pedía un derecho de Stoli, el cual yo debía beber de un trago. Debo confesar que al principio me daba pena beber frente a él puesto que yo no sabría que hacer en caso de haberme retirado del alcohol y que alguien bebiera frente a mí. Y no hablo de alguien equis, de un cualquiera, pues muy prematuramente dejé de ser un cualquiera en su vida para convertirme no en su mejor amiga, sino, como él lo decía con una mirada perfectamente ilusionada: mi amiga a la que amo.

Fueron muchos años de convivir a la distancia.

Yo vivía con mi pareja de entonces y él con su adorada Carmen, sin embargo, ella nunca supo que yo existía, no por otra cosa, sino porque Paco era un caballero.

Él cuidaba de mí sin estar presente: en las noches de riña con mi esposo, le llamaba a Paco por teléfono, y me contestaba y decía: “Cuéntame, pero déjame decirte que no servirá de mucho: tú adoras a los hijos de puta y con uno (que no creo que no este) te vas a quedar)”. Y me oía, y me calmaba, y de repente yo me cachaba riendo en vez de llorando.

Desde que lo conocí supe de sus trastornos. La enfermedad horrible que a veces se guarecía entre las sombras, pero que de pronto volvía a atacarlo como un espectro de capa negra.

Durante todos estos años de hermosa amistad, yo supe traducir los mensajes de Paco: sabía que cuando desaparecía del Messenger, algo estaba mal.

Pero cuando estaba bien, brillaba como un sol. Jamás olvidaré el día que nos invitó a mí y a mis dos mejore amigas al Palm de Polanco. Ellas, mis amigas, lo adoraron al instante. “Qué hombre más fino, más elegante. Y más guapo”.

Paco era todo eso y más: fue un sabio, un contemplador de la belleza, y también un personaje trágico de novela rusa. De hecho, por su afición vedada al vodka, pronto de empecé a decir Raskolnikov.

A finales del año pasado, luego de dos sin poderlo ver porque no me lo permitía, me contó que hizo un viaje por Europa. “Me hubiera encantado que fueras conmigo porque sé que eres una excelente compañera de viaje”, dijo. Y me platicó un secreto el cual, como buena alcahueta, le festejé, pero que vi como el principio de la retirada: “Estaba en Londres, de noche. Caminando como siempre. Fumando mi treintavo Marlboro del día, cuando entré a un restaurante y pedí, como siempre, mi asquerosa coca light. Pensé en mi amiga Alesita, mi amiga a la que amo. Mi Ingeborg Bachmann mexicana. ¿Qué hubiera pasado si la hubiera conocido veinte años atrás?, dijo, pero hace veinte ella tenía 12, así que hubiera pasado por un depravado. Y recordé, dijo, nuestros planes macabros de irnos a emborrachar de contrabando con las viejas putas de Tlalpan para que nos contaran sus correrías y así pudieras documentar la novela que siempre has querido escribir. Y mientras recordaba eso, así sin más pedí un vino. Después de más de quince años sin beber una sola gota, pedí un vino y luego otro. Y después un Vodka helado. Y otro más y otro. ¿Y sabes qué, adorada Ale? Fui el hombre más feliz de mi vida”.

Cuando Paco confesó si pequeño crimen en Londres, le aplaudí. Le dije: “qué hijo de la chingada que no me invitaste a tamaño acontecimiento”.

Prometimos vernos pronto para beber un Pingus y un par de vodkas helados.

Hoy en la mañana supe que eso ya nunca pasará.

Me alejé un poco de las redes y desde esa conversación no volví a saber de él. Hoy me enteré tardíamente que Francisco habita ya en la patria de los muertos.

Al escribir esto pienso en Mick Jagger, en mi compañero que entra a casa que sabe más por diablo que por viejo; en esa manera de negarse a la jubilación: siguen gritando, bailando, trabajando, fornicando como si no hubiera mañana.

Y no.

No existe.

Retrocedo en el chat con el GRAN Francisco Noriega y encuentro este poema que me envió hace un año y medio, cuando volví a saltar al vacío y abracé la libertad. Y cuando le dije por primera vez que me comenzaba a sentir vieja.

Es un poema de Bonifaz Nuño.

Ni Francisco ni yo creíamos que hay algo más allá de la muerte, pero si fuera así, sé que al leerlo, hoy sonríe.

Amiga a la que amo

Amiga a la que amo: no envejezcas.

Que se detenga el tiempo sin tocarte;

que no te quite el manto

de la perfecta juventud. Inmóvil

junto a tu cuerpo de muchacha dulce

quede, al hallarte, el tiempo.

Si tu hermosura ha sido

la llave del amor, si tu hermosura

con el amor me ha dado

la certidumbre de la dicha,

la compañía sin dolor, el vuelo,

guárdate hermosa, joven siempre.

No quiero ni pensar lo que tendría

de soledad mi corazón necesitado,

si la vejez dañina, prejuiciosa

cargara en ti la mano,

y mordiera tu piel, desvencijara

tus dientes, y la música

que mueves, al moverte, deshiciera.

Guárdame siempre en la delicia

de tus dientes parejos, de tus ojos,

de tus olores buenos,

de tus brazos que me enseñas

cuando a solas conmigo te has quedado

desnuda toda, en sombras,

sin más luz que la tuya,

porque tu cuerpo alumbra cuando amas,

más tierna tú que las pequeñas flores

con que te adorno a veces.

Guárdame en la alegría de mirarte

ir y venir en ritmo, caminando

y, al caminar, meciéndote

como si regresaras de la llave del agua

llevando un cántaro en el hombro.

Y cuando me haga viejo,

y engorde y quede calvo, no te apiades

de mis ojos hinchados, de mis dientes

postizos, de las canas que me salgan

por la nariz. Aléjame,

no te apiades, destiérrame, te pido;

hermosa entonces, joven como ahora,

no me ames: recuérdame

tal como fui al cantarte, cuando era

yo tu voz y tu escudo,

y estabas sola, y te sirvió mi mano.

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