viernes, noviembre 22 2024

En 1991, el escritor estadunidense Bret Easton Ellis publicó una novela delirante titulada “American Psycho”. Dicha novela, además de convertirse en un best seller mundial, también es considerada como uno de los textos que mejor retrata al establishment  americano de los años ochenta.

En un mundo despiadadamente competitivo y voraz como el de Wall Street, aparece un personaje que pudiera ser muchos de los personajes que en la realidad deambulan a diario entre Park Avenue y la hoy llamada “Zona Cero”. ¿Su nombre? Patrick Bateman. 

Bateman es la representación perfecta del “yuppie”: un joven apuesto graduado de Harvard, dueño de un presente holgadísimo y un futuro prometedor en las finanzas; adicto al sexo salvaje, a la moda y a las prostitutas rubias. Bateman es de los primeros especímenes metrosexuales, es decir, hombres que cuidan su aspecto casi como su bolsillo, dedicando largas jornadas al ejercicio y rompiendo con el mito de que las cremas y los cosméticos son de uso exclusivo del sexo femenino. 

Todo parece ir de maravilla en la vida de Bateman. A la mirada escrutadora de los demás, es un tipo exitoso, sin embargo, tiene un lado oscuro: la envidia y el vacío existencial lo carcomen al grado de volverse asesino serial. Pero, ojo: la sorpresa es mayúscula cuando, atascado en el fango de su mediocridad, descubre que aquellos crímenes que llenaban su vida de excitación, no ocurrieron en realidad. Todo fue, al final, un producto de su imaginación exacerbada por la frustración. 

En ese contexto aparece un lugar que es el cenit del poder. El ashram sagrado de los brókers. Un restaurante al que asisten las personas emparentadas con el, así llamado, buen gusto y la buena comida y las grandes influencias. Todos quieren ir ahí, como en la vida real –y hasta hace unos años– cualquier famoso (esnob o no esnob) soñaba con conseguir una reservación en el restaurante catalán “El Bulli”, del reconocido chef Ferrán Adriá. 

Ése lugar de ensueño –salido de la mente de Easton Ellis– donde se cerraban grandes negocios, se fraguaban los más notables romances, y se hablaba de arte, política y moda, tenía un nombre cautivador: Dorsia… 

Una de las escenas más memorables de la adaptación al cine de “American Psycho”, dirigida por Mary Harron y espléndidamente protagonizada por Christian Bale, es cuando Bateman, en un rapto de envidia desmedida hacia sus compañeros, intenta fanfarronear frente a ellos afirmando que esa noche irá a Dorsia con su amante (una rubia esclavizada al Prozac, que por su calidad de drogona es incapaz de distinguir si en verdad está en Dorsia o en un Mc Donalds). Entonces Bateman toma el celular (esa clase de equipos primitivos parecidos a un ladrillo) y hace la llamada. Al tercer tono, el encargado de reservaciones contesta. Bateman, nervioso, sudando como un condenado a muerte, dice: “deseo una reservación para esta noche”. El encargado se aclara la garganta y le pide al interlocutor repetir su pregunta (teme no haber entendido). Bateman, a punto del colapso y con sendas perlas de sudor sobre la frente, repite: “deseo una reservación para esta noche”. Acto seguido, el encargado suelta una estruendosa carcajada, burlándose del interlocutor pues, para poder sentarse en una mesa de Dorsia, hace falta algo más que buenas intenciones y un bolsillo lleno de billetes. Ir a Dorsia significa ser portador de algo más que dinero y encanto. Sentarse a tomar un Margaux en Dorsia es un trámite casi burocrático que implica tener lo que pocos tienen en un mundo entrópico y descarnado como Wall Street. Dorsia es, en realidad, una metáfora de la paciencia. 

Tuvieron que pasar muchos años para que el ejemplar que tiene el lector ante sí, viera la luz. Años de práctica. Años de errores y sinsabores. De ayuno y desmayo. 

De que una buena idea germinara y muriera al poco tiempo por falta de eso que llamamos “equipo”. Bajo esas condiciones es muy fácil claudicar y convertirse en un Patrick Bateman cualquiera. La psicopatía es una enfermedad que aflora a partir de muchos factores: uno de ellos es, sin duda, la resequedad del alma por ausencia de una pasión. Al fin y al cabo, como decía el poeta Novalis, “cualquier enfermedad es en realidad una enfermedad del alma”. Y el alma no se puede cultivar sin arte, sin sueños, sin hacer política a diario desde la casa. 

Por eso esta revista se llama Dorsia. Porque es un espacio exclusivo para todo aquello que hidrata al alma. 

También es un escaparate donde el lector podrá mirar de cerca a algunos monstruos que nuestra razón ha engendrado. 

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About Author

Alejandra Gómez Macchia

Truncó su carrera de música porque se embarazó de Elena. Fue bailarina de danzas africanas, pero se jodió la rodilla. No sabe cómo llegó al periodismo (le gusta porque se bebe y se come bien). Escribe para evitar el vértigo. En el año 2015 publicó “Lo que Facebook se llevó” (Penguin Random House), y en unos meses publicará un libro de relatos, “Bernhard se muere”, en la editorial española Pre-Textos.

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