domingo, noviembre 24 2024

Memorial
Por Juan Manuel Mecinas

La muerte de cualquier ser humano me disminuye. Cualquier ser humano tiene luces y sombras. Todos cometen errores y todos aciertan en algún momento de su existencia.

Por eso, la muerte de Enrique Montero Ponce es dolorosa para sus familiares, para sus colegas, para sus alumnos, y para la sociedad poblana.

Sin embargo, algunos siempre criticamos y seguiremos criticando la labor de quien en algún momento fue el periodista más importante de la región. Por eso, algunos no le llamamos maestro (sin dejar de reconocer que era un referente) y señalamos lo que creemos que fueron errores –del periodista, no del ser humano-.

No se puede negar que era un icono. Montero Ponce era el reflejo del periodismo poblano. Nunca lo simbolizó tanto como cuando Mario Marín era el jefe de la cuadrilla. No era solo un periodista que informaba, sino que desempeñó el papel que más se le criticó: el de “vendedor de silencios” (Serna dixit).

Yo espero que su muerte signifique a su vez el punto final a una clase de periodismo, ese periodismo poblano que se caracteriza por su cercanía con el poder que –aunque los periodistas no lo sepan- solo quienes lo ejercen no se percatan que están quemados.

La razón de por qué Montero Ponce era un hombre cercano al poder (o quemado por el poder) y por qué muchos periodistas poblanos no saben distinguir entre cercanía y servidumbre son cuestiones para el diván. Afortunadamente, hay una nueva generación de periodistas que tienen en Montero Ponce al referente del lado oscuro. Era el símbolo del periodismo que nadie quiere hacer.

No se trata de crucificar a un personaje –menos aún cuando su trayectoria, vida y muerte hablan por sí solas-; se trata de dejar atrás un modo de hacer periodismo: el del periodista que piensa que solo puede hacerse periodismo si el poder te toca (y te transforma). Los periodistas que así piensan beben en las mesas de los políticos, maman de la ubre del presupuesto, se reparten los regalos navideños de Casa Puebla, y son incapaces de contar una historia sin pensar si le gustará o no al inquilino principal de “Los Fuertes”. Esos periodistas han inundado de noticieros, periódicos y portales de internet a la ciudad y al Estado, y pocos de ellos puede contar una historia que haya transformado a la sociedad poblana o siquiera trastocado de manera positiva a sus lectores, radioescuchas, televidentes o internautas. El periodismo que hacen esos periodistas es el periodismo de la inmediatez y de la superficialidad. Y así son sus trayectorias: superfluas e insustanciales. Tienen los bolsillos llenos, pero sus archivos están carentes de historias bien contadas. En eso, bien puede diferenciarse Montero Ponce del resto de sus colegas y amigos: al menos creó un imperio y contó algunas de las historias más interesantes de la Puebla en los años setenta y ochenta. Luego, mejor no hablar.

A ese periodismo poblano habría que enterrarlo junto con Enrique Montero Ponce. Porque el ahora difunto al menos causaba polémica, sabía el poder de sus palabras y de las voces que aparecían en su programa. Sus colegas poco saben de eso -sobre todo aquellos que se asumen como sus alumnos-. Desconocen el poder que tienen sus palabras, sus micrófonos, sus portales. Son agoreros del apocalipsis o aduladores de la “realidad”, según se los pida Casa Puebla. Buitres del presupuesto y carroñeros del cariño del político de moda. Se dicen periodistas, pero, en su mayoría, son fieles servidores del mandamás en turno. Ni más ni menos.

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