viernes, noviembre 22 2024

La leche, los huevos, todas las frutas y las verduras, el pan, las tortillas, los medicamentos, el atún enlatado…

Un día los compramos y están listos para comerse y ser buenos, pero con los días, con los meses o con los años (como en el caso del Tafil, las aspirinas, las post-day y el Cialis) pierden ese elemento activo que los hace surtir efecto en nuestro organismo.

Pues asimismo sucede con otra sustancia que abunda en el entorno: el veneno.

No hablo de la ponzoña con la que las víboras, los sapos y otras criaturas se defienden del ataque de sus depredadores, sino de la materia incorpórea que nos lanza la gente a quienes no les somos completamente agradables.

¿Quién no ha sido víctima del ataque de las lenguas viperinas de otros?

Cada fin de año sucede lo mismo: surge en el ambiente un falso halo de bondad entre los hombres. Tenemos demasiado tiempo libre para pensar en las cosas buenas y en las cosas malas que hicimos o que nos hicieron; entonces, de la nada, y como un agente ajeno e irreconocible, nos invade la nostalgia por lo ganado, por lo perdido o por recuperado.

Las familias se reúnen como si todos sus miembros se amaran. Imágenes lacrimógenas recorren las mesas entre el pase de fotos viejas que retratan y han suspendido entre los brazos de la eternidad, épocas felices, instantes de unión en la bonanza o de desunión en la desgracia.

Todo se perdona, las canalladas se olvidan, los vicios que durante 364 días atrás se condenaban, se suavizan y los demás los vemos como un hecho permisible. Los finales de ciclo siempre nos llevan a flaquear en lo que en otras temporadas nos parece inaceptable.

Con el frío arriba una extraña e inédita claridad. El frío obra milagros que el calor no permite: nos acerca, nos hace abrazarnos, ser hasta compasivos.

Muchas veces he reflexionado sobre la compasión y la piedad, y mi pensamiento ha sufrido algunas variaciones: en mis momentos más pesimistas he visto la piedad o la compasión como la manifestación más nauseabunda de la hipocresía. La piedad que se le profesa al moribundo o al enfermo o al caído en desgracia es hermana gemela de la lástima, y la lástima está a una tilde de ser algo que lastima, que hiere. Vergonzante para el recipiendario…

En otras ocasiones, cuando logro escapar del pesimismo (al que he llegado a considerar el estadio más real del ser humano) puedo llegar a creer que la piedad o la compasión son, quizás, las enseñanzas más nobles que nos ha heredado el dogma judeo-cristiano. Así, cuando alguien puede doblegar su pragmatismo (capa cubre y protege al ego) consigue ver en la gracia del otro una parte de su propia nobleza, o en la desgracia del otro la confirmación de que no se es un despiadado.

Todos tenemos el derecho legítimo de guardar y cultivar rencores. Miente aquel que diga que los agravios se perdonan al instante. En este mundo reina más la ley del ojo por ojo que la de la otra mejilla. A nadie le gusta ser aporreado. La humillación es el peor magullón que se le puede propinar al “yo”. Sin embargo, la venganza que se pergeñan desde la ebullición de un ego herido suele ser contraproducente. El que se venga con conocimiento de su poder destructivo queda atorado en un limbo. La desgracia de aquellos quienes nos han hecho sentir miserables no cura nuestra miseria. La venganza, como dice el lugar común, bien puede ser un plato que se come frío, aunque esto no sea necesariamente cierto. Sólo el gazpacho y el helado se disfrutan de esta manera.

Lo digo porque hace un par de días me topé en un centro comercial a una persona de quien juré vengarme algún día.

Años han pasado desde que se presentaron los agravios. Recuerdo muy bien el momento en el que dicha persona irrumpió en mi mundo para convertirlo en un pequeño infierno. O al menos así lo sentía yo. Y hoy me doy cuenta que todo infierno quema y nos abrasa no por ser infierno, sino por la cercanía de sus llamas.

Bastaba con que yo hubiera dado dos pasos hacia la derecha, volteara y lanzara tres frases que practiqué por años para revertir las cosas. Mi boca pudo ser la daga que le cortara la cabeza en un instante. Un momento dorado con el que fantasee por largo tiempo. El personaje en cuestión me miró y supo que de una u otra manera su vida entera, su felicidad, estaban en mis manos. Fui dueña de su cordura mientras pagaba la cuenta de un par de camisetas y un cinturón. Sabía que el momento había llegado. La valentía con la que otrora se rebelaba ante el mundo se fue a vivir al fondo de su bolsa de mano. Me miró y buscó en las glándulas que antes secretaban veneno vil, y las encontró secas. El ruido de la tienda se volvió un concierto delirante de Stockhausen que le reventaba los tímpanos.

Eso pude traducir en su rostro desencajado. Un rostro marcado, ya, por los infalibles estragos que generan las culpas en las mentes débiles.

El rostro que se merece.

Fue ese rostro lo que le salvó la cabeza.

¿Cómo hubiera podido yo dispararle a quemarropa a un animal moribundo?

El veneno, pues, había caducado.

Me di cuenta que por mis venas ya no fluía el fuego del coraje y miré a mi presa empequeñecida, desdibujándose entre los rostros sin nombre que la rodeaban.

Pensé entonces en la vulgaridad de las venganzas. En la inutilidad de los enconos y en el sentido ulterior de la compasión, que al ser captada por el objeto de nuestro descontento, deja de ser un bálsamo y se convierte en un corrosivo letal, de esos que no expiran hasta consumirte.  

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