sábado, noviembre 2 2024

A Fernando Maspes, mi entrañable hermano

Voy a la cama después de haber cerrado mi libro; luego de apagar mi cámara y dejar mis tintas sobre la mesa.

Los días de guardar me hacen comer compulsivamente. No tengo hambre, sin embargo, voy de la sala a la cocina, de la recámara al refrigerador en busca de algo. Algo de algo. Lo que sea. Hoy sé que me excedí: Carlos me ofreció una opípara comida: angulas, quesos, mole de olla, lentejas, ajos caramelizados, vino, ate de guayaba, cerveza y vino. Los cinco continentes servidos en una mesa del siglo XIX. Una combinación explosiva… y no regatee absolutamente nada.

Últimamente no rechazo lo que se me ofrece pues siento que toda nueva vez podría ser la última vez. El tiempo no está para decir que “no” a cualquier sensación placentera. Qué importa si engordo un par de kilos o si tengo que recurrir a medicinas para desempacharme si al final seremos polvo… ojalá que polvo enamorado.

El mundo está terminándose, al menos el mundo tal cual lo conocíamos hasta hace un par de meses. Llevo tres semanas dedicada a los ruidos. En mi cabeza hay una sinfonía catastrofista y mis piernas andan solas por los pasillos de la casa ejecutando danzas macabras. No sé si temo a la muerte o a lo que la muerte deja tras de sí. Yo creo que a lo segundo. Morir no es tan grave para el muerto; es terrible para quienes lo ven irse y no pueden hacer nada por él. De la muerte y de la locura sólo se enteran los demás, los que quedan vivos o cuerdos. El muerto no sabe que está muerto, el loco no sabe que está loco. Punto.

En nuestra ciudad y en nuestro país aún no se percibe el brutal performance de la muerte desnuda. Todavía vemos regresar sano y salvo al vecino. Aún no empieza el apagón de luces en el edificio. Seguimos teniendo la oportunidad dorada de responderle el teléfono a papá y a mamá. Ahorita. Mañana quién sabe.

No lo deseo, no lo convoco, pero trato de mentalizar el peor escenario para que no me tome por sorpresa. No rezo porque no me enseñaron a rezar, pero dejo que aquellos que creen en el poder de la oración hagan un espacio para mí en sus meditaciones nocturnas.

El día siempre va cuesta arriba. Empieza bien porque amanezco, que no es poco. Hago actividades que había postergado por abulia. Me detengo a ver mis cuentas y caigo en cuenta que la mayor parte de mi legado son cosas inútiles. Cosas que me sobrevivirían, pero que perderían su valor porque ya no estaría yo para apreciarlas. Hago una serie de fotografías diarias dentro de casa. Cualquier spot es el mejor spot si se apela al sentido del gusto. Mal gusto o buen gusto, qué más da. Si sobrevivo a la hecatombe pienso publicar un libro con esas imágenes y con los dibujos que hago al compás de las grandes obras musicales que nos heredaron aquellos que sabían para qué sirve un violín o un corno o un güiro. Lo llamaré “Álbum de cuarentena: covod19, manual de uso”.

Todas estas mañanas he estado escuchando a Stravinski de 7 a 9. A Messiaen de 9 a 10. A Vivaldi de 10 a 12. A Xenakis de 12 a 1. La hora de comer transcurre en silencio, o bien hablo con mi hija lo que no habíamos podido hablar por estar enganchadas en nuestras respectivas megalomanías. Por la tarde me visita Bach rigurosamente. Escucho aquello que nunca había oído o que había olvidado oír mientras trapeo o preparo una sopa o cuando me siento al lado de mi ventana tratando de ver los signos de esa amenaza sutil e insoluble que deambula entre nosotros sin darnos cuenta.

Hace rato leí un artículo en El País de Brenda Lozano en donde quiso ensayar una reflexión sobre el silencio y el ruido: el ruido que nos invadía ayer, cuando la gente podía salir, cuando era feliz y no lo sabía, cuando era libre… y el silencio de hoy en las calles: esas calles que han sido reclamadas por diferentes especies de animales domésticos y salvajes. Ellos, los animales, suponen que al fin los humanos hemos desaparecido de la tierra. No es que lo desearan, pero se dan cuenta que así, sin hombres ni mujeres, son extrañamente felices.

El texto de Lozano se queda manco por una razón: evoca a John Cage sin conocerlo a fondo. Eso se nota. A Cage no hay que comprenderlo, sólo hay que amarlo como a un amante infiel y caprichoso. El silencio nunca será el telón de fondo de la música ni del ruido, es parte de ellos. Sin silencios no hay ruido ni música; el silencio es el aire, los blancos, los agujeros que se forman en cualquier masa que adquiere corporeidad. Nosotros también estamos hechos de silencio, aunque no reparemos en ello; a pesar de que le temamos. El silencio profundo es en el fondo el ruido más estridente que hay. ¿Ha escuchado usted los sonidos de su cuerpo? Son parecidos a las disonancias que envuelven al cosmos.

Hoy estamos redescubriendo el silencio, los blancos; la belleza y la vez la crueldad de los espacios vacíos. Nos hemos vuelto agujeros negros, misteriosos, capaces de succionar lo nos pase al lado.

Anoche di tregua a la rutina militar que he adoptado desde estoy sitiada. Me recosté sobre la cama y vi una serie en donde aparecen como protagonistas una banda de transgéneros. Sufrí su marginalidad. También tuve que aceptar que uno de ellos es la mujer más bella que he visto en vida, a pesar de ser hombre. Dejé la ventana abierta y cerré los ojos. Ya empezaba a hacer estragos en mi cuerpo la opípara comida que me ofrendó Carlos. Nuestra perrita, Lizzy, también estaba inquieta (el queso no combina con los perros). Apagué la tele y dí respiraciones profundas. Quería comprobar que mis pulmones fueran capaces de aguantar el aire durante los minutos que dura el solo de fagot de la Consagración de la Primavera. Comencé a sudar cuando percibí el zumbidito que mana de mi nariz por el daño que ha dejado el tabaco en mi sistema respiratorio.

Fuera, se escuchaban ruidos de los que generalmente no me percato. Motos, motores, pasos en el piso superior. Me he sentido bien y creo haber acatado las indicaciones para no infectarme, sin embargo, estoy sumamente contaminada de información. El miedo hace metástasis cada madrugada y sólo se disipa al despertar. El sol obra milagros. Así, con los ojos cerrados miré en la pantalla de mi mente la pila de muertos en Park Avenue y a los enfermos que abarrotan los estacionamientos de los hospitales españoles. Frente a esa sucesión de imágenes algo cambia, siempre, algo altera mis alveolos, la mente es el director de mi orquesta, y si no la domino, me subyuga. Es más virtuosa que Karajan y Bernstein juntos.

Estoy un poco enferma de aprensión, pero también de spleen. Me regodeo en la melancolía mientras canturreo en voz baja la obertura de Tristan e Isolda y pienso que debo ver de nuevo las películas de Lars Von Triers.

Logré conciliar el sueño a las cuatro de la mañana, cuando tuve que limpiar las excresencias de mi perro: lo sabía, los perros franceses no combinan con el queso de sal chiapaneco.

No sé si estoy dormida o despierta. Creo que despierta, sin embargo, el dolor de estómago no cesa, y no se lo achaco al atracón, a la combinación delirante de angulas y mole de olla, sino a los nervios. Pero esos nervios me excitan a la vez. Me ponen en movimiento. De otra forma este sería un viernes normal en el que ya me estaría arreglando para ir a ver a Carlos en aras de comer y ver películas.

Este es un viernes distinto: mis zapatos de tacón han sido enviados al confinamiento de un closet en donde reposan quietos los vestidos que lucen más delgados que ayer.

Sorrow, Tears and Blood es una cancion de Fela Kuti, el “presidente negro” nigeriano (que no llegó a la presidencia). Fela, un polígamo confeso, sale en trusas al escenario a ofrecer con ritmos de afrobeat encendidos discursos políticos anti colonianistas.

Acompañadp por sus más de 30 esposas, Kuti (quien morirá de SIDA años después) evoca en esta pieza a Winston Churchill y el discurso que dio e la Casa de los Comunes el 13 de mayo de 1940, ocho meses depués de haber iniciado la segunda guerra mundial. Churchill dijo entonces: “No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”.

Fela Kuti, en el 77, es decir, 37 años más tarde, irrumpe en la escena mundial de la música con el mismo clamor: Libertad vía la sangre, el dolor y las lágrimas.

No puedo separar mis pensamientos de la música. Los he casado irremediablemente. Veo al coronavirus como el principio y fin de una era. Hoy todos parecemos esos zombis que Fela Kuti retrató en su álbum del mismo título.

Ahora más que nunca la expresión “Sorrow, tears and blood” está presente en cada punto del plano. Lo habíamos visto hace más de veinte años (teniendo como pico el peridodo 2014-2016) con otra peste llamada Ébola, que se llevó a miles de africanos. Aquel virus fue más aparatoso por los síntomas: la gente literalmente sacaba sangre por los ojos, sin embargo, no se expandió por todo el mundo. No llegó a la categoría de Pandemia.

El COVID ha rebasado toda superstición y no está discriminando razas. Es una enfermedad global que no respetó conceptos jerárjicos ni códigos postales.

El ébola no llegó a Bukinham. No trastocó los intereses del imperio. No colapsó los mercados internacionales. No puso a la gente a convivir entre ella entre cuatro paredes. No regresó a los animales a recuperar sus hábitats. No convirtió a Nueva York en un panteón. No catalizó la estulticia de nuestros gobernantes.

El coronavirus es la forma de exterminio más sutil jamás inventada y nos ha hecho presneciar a todos, en vivo y a todo color,  los verdaderos tiempos de Dios.

Tiempos ahítos de sangre, dolor y lágrimas en plena consagración de la primavera.

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